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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Juego de tronos en Cataluña

El espectáculo de estos días no es sino un episodio más de la tragicomedia bufa en que los nacionalistas han transformado la política catalana

Foto:  El secretario general de JxCAT, Jordi Turull (i), y la presidenta del partido, Laura Borràs. (EFE/Marta Pérez)
El secretario general de JxCAT, Jordi Turull (i), y la presidenta del partido, Laura Borràs. (EFE/Marta Pérez)
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No deja de ser una humorada del destino que la penúltima astracanada de los políticos nacionalistas que mandan en Cataluña se produzca en la víspera de los fastos de octubre. Se disponen a celebrar el quinto aniversario de aquella engañifa histórica con un zafarrancho impúdico de navajazos por la ocupación de los despachos, mientras el honrado pueblo hace tiempo que dejó de prestarles atención y solo piensa, allí como en todas partes, en cómo pagar las facturas de este mes.

Acusan los de Puigdemont a ERC de incumplir la letra y el espíritu fundacional de la coalición resultante de las últimas elecciones, en las que los de Junqueras conquistaron al fin el palacio de la plaza de San Jaime —única cosa que realmente les importaba— de pura chiripa y porque sus socios/enemigos se dejaron infligir una escisión. Solo 35.000 votos y un escaño separaron a unos de otros; el PDeCAT restó 77.000 votos que fueron directamente a la papelera. Sin esa idiotez, hoy los papeles estarían cambiados: Laura Borràs sería presidenta de la Generalitat y los consejeros de Esquerra dedicarían todo su tiempo a desestabilizarla.

Foto: El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès (i), y la expresidenta del Parlament Laura Borràs. (EFE/Archivo/Quique García)

No les falta razón a los de Junts (paradójico nombre para un conglomerado informe en el que sus componentes están de cualquier forma menos juntos): se supone que este Gobierno independentista se formó para culminar lo iniciado el 1 de octubre de 2017. Otra cosa es que se trate de un propósito ilusorio; pero ese era el espíritu fundacional. Naturalmente, cuando ERC se vio sentada en el puesto de mando, tardó cinco minutos en girar el barco, transformando la promesa de la independencia exprés en un difuso horizonte de independencia a cámara lenta sin plazo divisable, compatible con actuar como palanganero del Señor de la Moncloa, necesitado de apoyos sin mirarles la matrícula.

Lo sorprendente es que se sorprendan: ellos deberían conocer mejor que nadie a sus compañeros de aventura. Sería la primera vez, en sus 90 años de existencia, que Esquerra Republicana de Cataluña respetara un acuerdo político. La historia atestigua que, cuando te alías con ese partido, no se discute si te traicionará o no, sino cómo y cuándo lo hará. Las amargas reflexiones de Manuel Azaña al respecto durante la Guerra Civil están plenamente vigentes.

Foto: El presidente de ERC, Oriol Junqueras. (EFE/Alejandro García)

El espectáculo de estos días no es sino un episodio más de la tragicomedia bufa en que los nacionalistas han transformado la política catalana. Cuando un socio de gobierno propone a quien lo preside que se someta voluntariamente a una cuestión de confianza en el Parlamento, puede ser por dos motivos: si va de buena fe, será para fortalecer a ese Gobierno, y la propuesta debe incluir necesariamente una promesa de respaldo en la votación. Si va de mala fe —como es el caso—, es que intenta cargárselo; mejor dicho, que consienta en suicidarse. Un esperpento semejante solo es comprensible por el hecho de que Cataluña carece desde hace varios años de un Gobierno que merezca tal nombre. Artur Mas transformó el que tenía en un comité revolucionario y, tras la asonada del 17, lo que quedó fue un matrimonio desavenido y desentendido de las obligaciones inherentes a cualquier ente que pretenda gobernar además de mandar. De hecho, el cuarteto que realmente dirige la política en Cataluña (Junqueras, Puigdemont, Borràs y la inefable presidenta de la ANC) no está en ese Gobierno de marionetas, ni falta que les hace.

En este penúltimo choque, se condensan varios de los conflictos domésticos apilados al calor del desgobierno:

En primer lugar, el conflicto-madre: la lucha sin cuartel por la hegemonía del nacionalismo. Pujol dejó como herencia, además de un pozo sin fondo de prácticas corruptas, una monarquía incivil que, casi 20 años después, continúa en régimen de trono vacante. Ese combate es un eje interpretativo imprescindible para decodificar lo sucedido en Cataluña durante la última década.

Foto: Diada del 11 de septiembre. (EFE/Toni Albir)

También están las perspectivas contrapuestas ante la política española. ERC necesita desesperadamente que el consorcio sanchista siga en el poder al menos cuatro años más para prolongar mancomunadamente la impostura del 'referéndum pactado' y consolidar mientras tanto un control de la sociedad civil al menos tan férreo como el que ejerció Pujol. Los creyentes en la independencia exprés, por el contrario, tienen todas sus esperanzas puestas en la instauración en Madrid de un Gobierno PP-Vox, que, en su visión, reactivaría inmediatamente en Cataluña la pulsión insurreccional, tan amustiada. Por eso todas sus exigencias buscan sabotear la sociedad de socorros mutuos anudada entre Sánchez y Junqueras.

Con carácter inmediato está la cuestión de los pactos municipales tras las elecciones de mayo. A ERC se le ven de lejos las ganas de asaltar el poder municipal de la extinta Convergència mediante alianzas de geometría variable, para lo que están más que disponibles el PSC y los comunes. JxCAT, por el contrario, no tiene otro espacio verosímil de alianzas que el delimitado por el independentismo de estricta observancia; de ahí su empeño en cortar de raíz las veleidades de sus presuntos socios —o, en su defecto, hacer que paguen un alto precio por ellas—.

Como telón de fondo, la revancha personal pendiente —a través de personas interpuestas— entre los dos capos del tinglado, Junqueras y Puigdemont. En 2017, el primero empujó al segundo al precipicio de la DUI con aquel calculado tuit de Rufián y Marta Rovira persiguiendo a Puigdemont por los pasillos del palacio presidencial, anunciándole: “¡Te llamarán [te llamaremos] botifler!”. Hoy son las huestes del expresidente fugado quienes aplican el epíteto infamante al funcionario Aragonès.

Foto: Turull, junto a Aragonès. (EFE/Toni Albir)

Es probable que la expulsión de Puigneró, además de su obvio carácter represivo, busque abrir en el frágil montaje de JxCAT una brecha entre quienes profesan la ciega fe procesista aunque conlleve el sacrificio en la hoguera y quienes, por haberse criado con el llamado 'gen convergente', son alérgicos al abandono del poder cualesquiera que sean las circunstancias. A la primera especie pertenece Borràs, a la segunda Turull: quizá por eso Aragonès despachó la crisis con el segundo dejando en el pasillo a la primera, que, por jerarquía orgánica, sería su interlocutora natural.

Con todo, merece ser tomado con interés el último conejo que se ha sacado de la chistera el presidente de la Generalitat: tomar como modelo la Ley de Claridad canadiense, que estableció las condiciones y requisitos que debían darse para considerar legítimo un referéndum de autodeterminación en Quebec.

Considerando que esa ley nació de un dictamen de la Corte Suprema —que en España sería el Tribunal Constitucional— que todas las partes se comprometieron a acatar, no sería mala idea preguntar a Aragonès si estaría dispuesto a ajustarse al mismo recorrido: que el TC establezca si ese referéndum es o no posible con la Constitución española en la mano, y que todas las partes garanticen de antemano que lo aceptarán cualquiera que sea el contenido de la respuesta. Sospecho que, como todo lo que procede de la galaxia secesionista, la oferta viene con la trampa incorporada.

No deja de ser una humorada del destino que la penúltima astracanada de los políticos nacionalistas que mandan en Cataluña se produzca en la víspera de los fastos de octubre. Se disponen a celebrar el quinto aniversario de aquella engañifa histórica con un zafarrancho impúdico de navajazos por la ocupación de los despachos, mientras el honrado pueblo hace tiempo que dejó de prestarles atención y solo piensa, allí como en todas partes, en cómo pagar las facturas de este mes.

Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) Laura Borràs
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