Una Cierta Mirada
Por
Sánchez y la Santa Compaña: un Gobierno contra el Estado
No es frecuente ver a un Gobierno conspirando contra el Estado, pero este es el caso
Ayer, en la tribuna del Congreso, un diputado del Partido Socialista —amparado cobardemente en la inmunidad parlamentaria— equiparó expresamente a los magistrados actuales del Tribunal Constitucional y los consejeros llamados conservadores del CGPJ con Tejero y los golpistas del 23-F. Según el cafre enardecido, lo que hace 41 años no consiguieron los tricornios pretenden ahora hacerlo las togas.
La salvajada no la escupió un loquinario de los que habitan más allá de los márgenes del sistema, sino quien ha sido portavoz oficial de la comisión ejecutiva del PSOE. En cualquier momento anterior, desde 1977, la dirección de ese partido habría reaccionado de modo fulminante y ahí terminaría la carrera política del bárbaro. Ayer lo fulminante —y lo acojonador— fueron los aplausos entusiastas de su bancada y la complacencia de sus jefes. Por cierto, algo parecido puede decirse de los muchos disparates proferidos desde las filas del Partido Popular en esa gallera tóxica en que se ha convertido el Parlamento español. Con moderados como estos, no hacen falta extremistas.
Si resultara ser cierto, como algunos románticos aún creemos, que lo opuesto a la separación de poderes es la concentración del poder, que la salud de una democracia es directamente proporcional a la fortaleza y el crédito de sus instituciones y que, como enseñó Kelsen, en el Estado de derecho las formas tienen valor de fondo; si todo eso siguiera vigente, repito, no sería una exageración concluir que la democracia española pasa por su momento más peligroso desde el otoño de 2017. La desquiciada expedición de cacería judicial en que se ha metido este Gobierno contiene una agresión directa a los tres principios: la división de poderes, la higiene institucional y el respeto a las formas propias de un sistema político civilizado. Que el pretexto sea un comportamiento irresponsable de la oposición en cuanto a sus propias obligaciones constitucionales solo añade más sal a la herida.
Lo que sucedió ayer en el Congreso evocó muy poderosamente, por el contenido y por el clima, aquellas sesiones siniestras del Parlamento de Cataluña del 6 y 7 de septiembre del año 17. El intento gubernamental de alterar de una sola tacada varias normas fundamentales del bloque legislativo de constitucionalidad, con desprecio manifiesto de los trámites parlamentarios, apoyándose en una mayoría en modo apisonadora y con la complicidad de la presidenta de la Cámara; la reacción histérica, impotente y estéril de una oposición desnortada; la chulería desafiante del Ejecutivo ante la Justicia; ese apestoso olor a azufre, y la sectarización rampante de los altavoces mediáticos de ambos bandos. Junqueras ha exportado a Madrid el modelo de ejercicio del poder que ensayó en Cataluña, y hay quien se lo ha comprado con gusto. Un elemento esencial de ese modelo es disponer de un poder judicial políticamente domeñado.
Si alguien hubiera escrito hace seis meses que el Gobierno sanchista llegaría tan lejos como ha llegado en la corrosión institucional y en la entrega de la dirección del Estado a los enemigos del Estado, quienes hoy lo jalean o lo amparan con indulgencia habrían saltado indignados, acusando al vidente de agorero y desestabilizador. El propio presidente del Gobierno se revolvería rabioso contra quien le anunciara: antes de que llegue la misa del Gallo, usted consumará un golpe de mano en el Parlamento para cambiar en unas horas el Código Penal, la Ley Orgánica del Poder Judicial y la del Tribunal Constitucional, todo ello en beneficio de sus socios y encargando a sus ministros y portavoces que amenacen a los jueces, en modo matón, con enchironar al que se resista.
Si a algunos ilustres firmantes, gentes presuntamente pertenecientes a la aristocracia intelectual del país —en el doble sentido— les mostraran antes del verano los textos infectos de propaganda oficialista que hoy están publicando, se los arrojarían a la cara al provocador, sintiéndose injuriados con razón. Hoy son campeones de la genuflexión ante el césar monclovita y la injuria al disidente. A algunos hasta se les olvidó escribir bien.
Lo que peor huele del sanchismo es la Santa Compaña de aduladores e inquisidores que lo rodea. Es legítimo que un periódico, incluso un grupo de comunicación entero, decida convertirse temporalmente en portavoz oficioso del Gobierno de turno; no sería la primera vez que eso sucede. Pero cuando se consagran en titulares a tres columnas conceptos tan peligrosos como “la derecha judicial” (lo que implica, aunque no se admita, la existencia correlativa de una “izquierda judicial” igualmente beligerante), no solo se introducen dosis masivas de veneno en el ecosistema institucional; además, se convalidan íntegramente el aparato conceptual y el vocabulario del populismo.
Fue Pablo Iglesias quien introdujo el concepto de “la derecha judicial” como un operador político a combatir. Fue él quien identificó a las togas como el obstáculo principal para desbordar la legalidad impuesta por la casta e imponer la voluntad del pueblo (interpretada en exclusiva por él y sus congéneres ideológicos) frente al obsoleto imperio de la ley. Tenía razón: la ley y la Justicia han demostrado en momentos críticos ser la más confiable garantía para poner coto a las pulsiones expansionistas de un poder político ensoberbecido y sediento de más poder. Hoy, Iglesias no está en el Gobierno, pero quien está ha adquirido toda su mercancía.
No es pieza menor de la chatarra ideológica al uso la pretensión de que los órganos judiciales reproduzcan en miniatura las mayorías y minorías del Parlamento. Si el constituyente hubiera deseado eso, habría establecido su renovación completa cada cuatro años, coincidiendo con el principio de las legislaturas. Pero cuando decidió que el mandato de los magistrados del Tribunal Constitucional dure nueve años y que se renueven por tercios cada tres años, fue precisamente para subrayar la disociación entre su composición y los avatares electorales.
Padecemos la convergencia de un puñado de circunstancias desgraciadas: la escalada a la cúspide del Gobierno de un sujeto poseído por una pulsión enfermiza de poder personal, carente de escrúpulos y de los límites que se autoimponen las personas sensatas. La irrupción de las fuerzas políticas destituyentes en la mayoría política que sostiene al Gobierno. La emergencia de una extrema derecha que, además de condicionar decisivamente a la derecha institucional, actúa como aliada objetiva del Gobierno socialpopulista y, de paso, suministra una coartada moral a quienes en privado —solo en privado— abominan de las prácticas del sanchismo, pero se protegen y justifican con el socorrido argumento de que la alternativa sería peor. El desconcierto de un partido de la oposición que, a pocos meses de las elecciones, aún no sabe si busca setas o busca Rolex. Y, sobre todo, la desesperante insensibilidad social respecto a la salud de las instituciones, algo de lo que son muy conscientes quienes las envilecen, presumiendo que probablemente les saldrá gratis.
Ya da igual cómo termine esta historia de terror: el crédito social del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial ha quedado herido de muerte, con la colaboración activa de varios de sus miembros. Gol por la escuadra del equipo populista y grave derrota del de la democracia representativa.
No es frecuente ver a un Gobierno conspirando contra el Estado, pero este es el caso. A estas alturas, lo de menos es que después de las elecciones gobierne alguien progresista o conservador. Tal como se han puesto las cosas, a mí me basta que sea una persona cuerda.
Ayer, en la tribuna del Congreso, un diputado del Partido Socialista —amparado cobardemente en la inmunidad parlamentaria— equiparó expresamente a los magistrados actuales del Tribunal Constitucional y los consejeros llamados conservadores del CGPJ con Tejero y los golpistas del 23-F. Según el cafre enardecido, lo que hace 41 años no consiguieron los tricornios pretenden ahora hacerlo las togas.
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