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El juego de Sánchez: Frankenstein o Francostein
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El juego de Sánchez: Frankenstein o Francostein

El nacimiento de la fórmula Frankenstein no fue el producto derivado de un resultado electoral que la hiciera necesaria, sino de un designio previo, camuflado de forma desleal

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Chema Moya)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Chema Moya)
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Tiene razón Sánchez cuando se revuelve contra quienes tachan a su Gobierno de ilegítimo. Abusa con descaro del argumento al atribuir esa descalificación a quienes jamás la han emitido, pero la invención fullera de la realidad es un rasgo ínsito del personaje.

Sería más afinado —y más próximo a la percepción social— afirmar que este Gobierno es constitucionalmente legítimo, puesto que obtuvo los votos necesarios en una elección limpia con todos los requisitos legales; pero también es políticamente fraudulento, puesto que nació de un engaño deliberado, consistente en la promesa formal de que jamás gobernaría con la coalición y la mayoría parlamentaria que, en realidad, había decidido formar con antelación.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/José Jácome) Opinión
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El nacimiento de la fórmula Frankenstein no fue el producto derivado de un resultado electoral que la hiciera necesaria (como sucede con la mayoría de las coaliciones de gobierno existentes en Europa), sino de un designio previo, camuflado de forma desleal. Sánchez sabía que no podría gobernar en solitario y diseñó junto a Iglesias el plan de articular una alianza estable del PSOE con la extrema izquierda y los partidos nacionalistas: un bloque de poder que, con la aritmética histórica en la mano, lo asentaría en la Moncloa durante varias legislaturas. Ocultó su proyecto a la sociedad y a su propio partido (es más, lo negó tajantemente), y lo ejecutó a toda velocidad en cuanto el recuento de los votos lo hizo viable.

Muchos electores socialistas de entonces declaran hoy que su decisión de voto habría sido distinta de no mediar aquel engaño. Sea más o menos sincero ese reclamo, lo cierto es que todos los estudios honestos sobre el clima actual de la opinión pública detectan una oleada de repulsa —que se extiende a buena parte de sus votantes de 2019— hacia la figura de Pedro Sánchez y, específicamente, hacia su política de alianzas. Lo específico del fenómeno es que, en la conciencia colectiva, ambas piezas han quedado apareadas: Sánchez y Frankenstein son ya criaturas siamesas y, por ello, indisociables. No se concibe el poder de uno sin el otro. Ello afecta duramente al juicio retrospectivo de la legislatura pasada, pero, sobre todo, contamina la expectativa respecto al futuro. El personal se ha convencido de que acabar con Frankenstein como fórmula de gobierno pasa necesariamente por sacar a Sánchez de la Moncloa, y viceversa.

El personal se ha convencido de que acabar con Frankenstein como fórmula de gobierno pasa por sacar a Sánchez de la Moncloa

Lo saludable de esa toma de conciencia es que, en 2023, ya no queda espacio para la repetición del engaño. Si Sánchez quiere que lo voten en esta ocasión, tendrá que recurrir a trucos nuevos, pero no podrá ya renegar de sus alianzas, que lo acompañarán como la sombra al cuerpo haga lo que haga y diga lo que diga de aquí a las elecciones. En la papeleta de voto y en los carteles del PSOE figurarán simbólicamente Iglesias, Junqueras y Otegi, y no hay nada que ese partido pueda hacer para impedirlo —salvo la hipótesis ilusoria de un cambio de candidato—.

Precisamente por eso, la bronca actual entre los dos socios de la coalición de gobierno tiene mucho de tongo. Como en La guerra de los Rose, el intercambio de golpes entre ellos puede llegar a ser brutal; cabe incluso que escenifiquen una ruptura antes del final de la legislatura. Todo dará igual: el país entero sabe que están condenados a seguir compartiendo el poder a poco que los números lo permitan. El suyo es un matrimonio indisoluble, que sólo se extinguirá por la pérdida del poder.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Chema Moya) Opinión

Puesto que Sánchez es consciente de que ha de cargar con el Frankenstein como elemento de disuasión del voto moderado, su única vía de salvación posible pasa por lograr que enfrente aparezca otra criatura que resulte aún más disuasoria para los electores fronterizos entre los bloques (que son quienes decidirán la contienda): un Francostein que resulte de la asociación orgánica del PP con Vox en un poder formalmente encabezado por Feijóo, pero ideológicamente dominado por la extrema derecha, con la evocación de la dictadura como telón de fondo. Frente a la tenebrosa idea de Irene (Torquemada) Montero regulando inquisitorialmente nuestra vida sexual durante otros cuatro años, la de Ortega Smith en el Ministerio del Interior. Espanto contra espanto, a ver qué nos espanta más.

Los servicios de propaganda de la Moncloa han sacado del baúl la añeja fotografía de Feijóo en el barco del narco Marcial Dorado. Eso no es nada comparado con lo que nos espera. Como escribiría Luis Herrero, me apuesto pincho de tortilla y caña a que, más pronto que tarde, el diario gubernamental llevará a su portada, con cualquier pretexto, la imagen de Fraga Iribarne y los siete ministros de Franco que fundaron Alianza Popular en 1976, insertando en ella, de forma más o menos burda, al candidato Feijóo con Abascal haciendo de caporal.

La exigencia favorita de Sánchez al partido de la oposición es que arrime el hombro. Hace unos días, lo arrimó decisivamente, permitiéndole sacar adelante el remiendo de la ley del solo sí es sí frente a la negativa cerril de sus socios. Pero no hubo nada parecido a un reconocimiento por la ayuda: al contrario, cualquier atisbo de colaboración transversal supone un retroceso en la tarea de dar corporeidad al Francostein con el que Sánchez pretende lastrar la imagen de su rival para compensar su propio lastre.

El punto de partida en semejante carrera de espantos le es claramente desfavorable. Hoy por hoy, la imbricación gubernamental del PP con Vox no pasa de ser una eventualidad que el propio Feijóo trata de eludir; pero la del PSOE con Podemos, ERC y Bildu es una certeza irreversible, una opción de supervivencia. Se sabe que Sánchez gobernará con ellos o no gobernará. Frankenstein es un hecho consumado, a Francostein hay que crearlo y hacerlo verosímil.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Zipi) Opinión
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En el vocabulario del Sánchez preelectoral, “arrimar el hombro” no tiene que ver con el interés público. Feijóo arrimaría el hombro a la conveniencia sanchista si se echara al monte, integrara masivamente a Vox en sus gobiernos municipales y autonómicos y recuperara el discurso integrista de los viejos tiempos. Ni siquiera es necesario que así sea, basta con que lo parezca.

Esa es la sustancia de la doble traición del sanchismo al espíritu del PSOE que heredó: renunciar a un proyecto político autónomo y a la vocación de mayoría, ligando estructuralmente su destino a fuerzas extremistas y antiinstitucionales, y asumir como propios el ideario, el lenguaje y el modus operandi de la retroizquierda populista. Lo que viene siendo una mutación genética, la ley trans aplicada a un partido político.

Tiene razón Sánchez cuando se revuelve contra quienes tachan a su Gobierno de ilegítimo. Abusa con descaro del argumento al atribuir esa descalificación a quienes jamás la han emitido, pero la invención fullera de la realidad es un rasgo ínsito del personaje.

Pedro Sánchez
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