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¿Por qué el fútbol tiene bula?
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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¿Por qué el fútbol tiene bula?

Lo más llamativo es la indulgencia social generalizada hacia comportamientos que, en cualquier otro ámbito, desatan auténticas cazas de brujas

Foto: El presidente del Barcelona, Joan Laporta. (EFE/Alejandro García)
El presidente del Barcelona, Joan Laporta. (EFE/Alejandro García)
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Imaginemos que un gran bufete de abogados, de los que participan cotidianamente en pleitos en los que se ventilan intereses multimillonarios, mantuviera clandestinamente a sueldo durante años al vicepresidente del Consejo General del Poder Judicial.

Imaginemos también que un partido político pagara como asesor de lujo a un miembro de la Junta Electoral Central. O que una gran empresa del Ibex entregara regularmente cantidades millonarias a un componente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores.

Imaginemos, finalmente, que, durante ese periodo, el despacho de abogados ganara la mayoría de los juicios, el partido político triunfara en casi todas las elecciones o la empresa en cuestión diera frecuentes pelotazos en la bolsa, obteniendo beneficios por encima de lo normal.

Foto: Vista del escudo del FC Barcelona. (EFE/Andy Rain)

Lo primero que a uno se le ocurre es que esos casos jamás se darían en la práctica, de puro groseros y temerarios. Si en las cúpulas del gran bufete, el gran partido político o la gran empresa, alguien planteara la idea disparatada de comprar a un miembro destacado de sus respectivos órganos arbitrales y/o reguladores, sostener el intercambio pecaminoso durante años y, además, plasmarlo en un contrato escrito con el burdo pretexto de remunerar una imaginaria asesoría, el proponente de la idea sería defenestrado por insensato.

En esos casos —y en muchos otros similares que podrían figurarse— sería metafísicamente imposible que una relación tan procazmente corrupta sobreviviera más allá de unas semanas sin ser inmediatamente detectada y denunciada por la competencia, por los medios informativos y por las instituciones. El mismo día en que se difundiera la noticia, la policía arrestaría a los implicados, los interrogaría y los pondría a disposición de un juez, quien, con toda probabilidad, los enviaría preventivamente a prisión para evitar fugas y destrucción de pruebas.

Foto: Joan Laporta, presidente del FC Barcelona, en una rueda de prensa del pasado febrero. (EFE/Alejandro García)

Además de la fulminante reacción policial y judicial, sucederían más cosas:

En el ámbito corporativo, el bufete, el partido político o la gran empresa expulsarían inmediatamente a los dirigentes que hubieran autorizado y encubierto el latrocinio. Desde luego, no se les permitiría seguir ostentando ni un segundo más la representación pública de su organización.

En la política, los partidos organizarían una bronca monumental y se exigirían explicaciones exhaustivas en el Parlamento. Y todo ello iría acompañado de un formidable escándalo social. En las redes sociales se organizaría la cacería habitual contra los compradores y el comprado, que serían lapidados en la plaza pública de forma implacable.

Foto: La Guardia Civil, en la Federación Catalana de Fútbol. (EFE/Alberto Estévez)

Hay muy pocos rastros de todo esto en el llamado Barçagate. No hay noticia de detenciones, la fiscalía anticorrupción ha necesitado más de un mes para darse por concernida, los partidos políticos no quieren saber nada del asunto y en las redes sociales solo se hace forofismo: se recuerdan vindicativamente supuestos favores arbitrales al Barcelona o se discute si ese equipo debe ser apartado de tal o cual competición o descendido a segunda división, como le sucedió a la Juventus en Italia.

Mientras, los protagonistas están tranquilamente en sus casas y permanecen en sus cargos. Algunos se permiten lanzar declaraciones desafiantes o, como el entrenador del Barcelona, se toman el asunto a chacota. Si había alguna prueba que destruir, les ha sobrado tiempo para hacerlo a conciencia.

Es extraordinaria la extraña excepcionalidad jurídica de la que pretenden disfrutar algunas grandes organizaciones que todo lo reducen a cuestiones de régimen interior. Es especialmente notorio en los organismos deportivos y en la Iglesia católica. Para el orden civil de un Estado de derecho, es completamente irrelevante la sanción deportiva que reciba ese club, como lo es que los curas pederastas sean apartados de sus parroquias u obispados. Existiendo conductas presuntamente delictivas, lo único importante debe ser la eficacia de la acción punitiva del Estado de derecho y la intensidad de la condena social.

Foto: El árbitro Gil Manzano muestra la tarjeta roja a Brais Méndez. (EFE/Siu Wu)
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Si los directivos del Barcelona se metieron en la aventura de comprarse a precio de oro al vicepresidente del comité técnico de árbitros, fue porque esperaban razonablemente que ello resultaría impune. De hecho, así fue hasta que el sobornado reaccionó airadamente cuando dejaron de regarle el bolsillo. ¿Qué clase de favores esperaba obtener el Barça de Enríquez Negreira a cambio de sus generosas dádivas? El Comité Técnico no arbitra los partidos, pero tiene dos funciones decisivas: designa a los árbitros para cada partido de la competición nacional y reparte entre ellos premios y castigos, ordenándolos por categorías y otorgando la internacionalidad a los más destacados (¿o a los más obedientes?). Si quieres progresar en el estamento arbitral, más te vale llevarte bien con los miembros de ese comité.

No hace falta ser un experto futbolero para saber que el mejor obsequio para un equipo en competición es conocer de antemano los árbitros que dirigirán sus partidos. Si además puede meter mano discretamente en las designaciones, miel sobre hojuelas. En los mayores escándalos arbitrales de la historia, al árbitro no le metieron un fajo de billetes en el bolsillo, ni siquiera le dieron una orden expresa: sabía perfectamente lo que se esperaba de él. No parece un exceso presumir que, en la atmósfera endogámica del colectivo arbitral, la relación “preferente” del tal Negreira con el Barcelona fuera un secreto a voces. A partir de ahí, cada cual, sobre el terreno de juego, debía interpretar correctamente el mensaje implícito.

Foto: El presidente azulgrana, en una rueda de prensa. (EFE/Alejandro García)

La mayoría de las organizaciones nacionales e internacionales del deporte de alta competición funciona como antros caciquiles de cultura predemocrática, y en ellos reina la corrupción impune. Con todo, lo más llamativo es la indulgencia social generalizada hacia comportamientos que, en cualquier otro ámbito, desatan auténticas cazas de brujas. Grandes artistas, cantantes de ópera, escritores, actores o directores de cine son destruidos por la turbamulta a causa de una acusación sin pruebas. Resulta que en Estados Unidos no pueden estrenarse las películas de Woody Allen y en España se suspenden los conciertos de Plácido Domingo —a quienes no se ha probado nada delictivo, y no será porque no se haya buscado y rebuscado—. Ellos y muchos más se han convertido en apestados sociales sin que la presunción de inocencia les sirva de gran cosa. Pero si eres una estrella del deporte —específicamente del fútbol— o un club globalmente admirado, te ampara un gran manto de dispensa colectiva.

En otra esfera de actividad, con los datos conocidos, el tal Laporta estaría preventivamente entre rejas; y si estuviera libre en espera de juicio, no podría salir a la calle sin riego de que lo apedrearan. Pero este se exhibe chulescamente en el palco y hasta se permite el lujo de excitar las bajas pasiones del personal denunciando conspiraciones, cuando la única conspiración constatada —y durante años consentida— es la suya y de sus sucesores con el vicejefe de los árbitros para adulterar una competición que mueve miles de millones.

El Barça ganará esta Liga con toda justicia, porque está jugando mejor que los demás. Pero será el título más amargo de su historia, porque estará completamente contaminado por la sospecha. Lo de Bilbao marcó una pauta.

Imaginemos que un gran bufete de abogados, de los que participan cotidianamente en pleitos en los que se ventilan intereses multimillonarios, mantuviera clandestinamente a sueldo durante años al vicepresidente del Consejo General del Poder Judicial.

Caso Negreira
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