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A Sánchez le abandonó el desodorante
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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A Sánchez le abandonó el desodorante

Cuando los estrategas monclovitas se afanan en defenderse de la avalancha esgrimiendo los supuestos éxitos de la gestión, ponen la venda donde no está la herida. Simplemente, porque la herida, la verdadera, tiene nombre y apellido y no se deja tocar

Foto: Pedro Sánchez, en un acto del PSOE. (EFE/Julio Muñoz)
Pedro Sánchez, en un acto del PSOE. (EFE/Julio Muñoz)
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En las elecciones generales de 2019, el partido de Sánchez recibió el apoyo de algo menos de siete millones de votantes de un censo de 37 millones de adultos con derecho de voto. Eso no quita un gramo de legitimidad a su Gobierno, como a ninguno de los anteriores, ni al que vendrá después del 23-J. Pero si realmente deseas gobernar para todos, como se proclama en los discursos de las noches triunfales, viene bien que alguien te recuerde cada día que ahí fuera sigue habiendo 30 millones de personas que no te votaron, y que los que lo hicieron no te firmaron un contrato vitalicio.

Sospecho que este presidente ha olvidado ambas cosas: que son muchos más los ciudadanos que no le dieron su voto (algo que comparte con todos sus predecesores, porque unas elecciones legislativas en un régimen de partidos no son un plebiscito personal) y que quienes entonces confiaron en él no le extendieron un cheque al portador de vigencia vitalicia ni un título de propiedad sobre el poder.

Todos sus quebrantos actuales provienen de ese olvido fatal, que nadie a su alrededor ha intentado seriamente remediar. No diseñó el mejor instrumento de Gobierno posible para cumplir a satisfacción de la mayoría su contrato de cuatro años, sino el artefacto político que, en sus cálculos, le otorgaría un poder perpetuo. Toda la estrategia del sanchismo desde junio de 2018 se encaminó a convertir de facto la alternancia en el poder en un significante vacío.

Por el camino, descuidó incluso a los 6.792.199 que eligieron la papeleta del PSOE en aquella estúpida repetición electoral. Son esos que la jerga partidaria da en llamar "los nuestros", como si los tuvieran estabulados de por vida. Muy suyos no deben ser porque, a cinco semanas del Día D, solo el 78% asegura su presencia en las urnas, el 66% dice tener su voto decidido y un preocupante 58% declara que volverá a votar al PSOE. El 42% restante —es decir, 2,8 millones— se reparte entre quienes ya han elegido otro partido (21%), se inclinan a la abstención o al voto blanco o nulo (8%) o, simplemente, no saben o no contestan (13%).

Ello convierte al PSOE en el partido con la tasa de fidelidad más baja de los cuatro principales que concurren a esta votación en todo el territorio. El PP retiene al 83% de sus votantes, Vox al 73% y Sumar al 60% de quienes votaron a Unidas Podemos, además de atraer a casi todos los feligreses de las mil y una marcas que se han cobijado bajo el paraguas de Mary Poppins —perdón, de Yolanda Díaz—.

Fijemos la atención en esos 2,8 millones de personas que dieron su voto al partido de Sánchez y, por ahora, no muestran la intención de repetir. IMOP-Insights ha tenido la curiosidad de preguntar a los desafectos reales o potenciales de cada partido los motivos de su distanciamiento. Al ser una pregunta abierta de respuesta múltiple, estas se agrupan en categorías homogéneas.

Reproduzco por su orden los cuatro motivos de rechazo más citados por los exvotantes del PSOE: la gestión de Pedro Sánchez (21%), los pactos (12%), la radicalización hacia la izquierda (10%) y el incumplimiento de promesas (10%). A los que habría que añadir, por consistencia conceptual, el 6% que alude directamente a las mentiras de Sánchez.

En total, el 60% de quienes están cerca de abandonar al PSOE o ya han decidido hacerlo se remiten expresamente a los rasgos definitorios de eso que llamamos sanchismo, empezando por la propia personalidad del creador de la criatura: su forma de ejercer el poder, su política de alianzas, su radicalismo ideológico, sus incumplimientos y su afición a la mentira. En definitiva, se trata de una impugnación tajante a un cierto modelo de liderazgo en mucho mayor grado que de un mayor o menor disgusto por las políticas del Gobierno.

Por eso, cuando los estrategas (?) monclovitas se afanan en defenderse de la avalancha esgrimiendo los supuestos éxitos de la gestión, ponen la venda donde no está la herida. Simplemente, porque la herida, la verdadera, tiene nombre y apellido y no se deja tocar.

Esta impresión se confirma observando con detalle las puntuaciones de los líderes. Sánchez obtiene una nota media de 4,4, muy cerca del 4,5 de Feijóo y del 4,6 de Yolanda. Pero se trata de espejismos aritméticos, porque hay muchas formas de alcanzar una nota media templada como esas.

En el caso de Sánchez, las puntuaciones se formulan así:

El 23% de la población (casi uno de cada cuatro españoles) no se anda con rodeos y atiza al presidente directamente un cero patatero, y el 30,4% le propina un suspenso rotundo (de cero a dos). En el otro extremo, el 18,6% le otorga las máximas puntuaciones (de ocho a 10). Es decir, la mitad de la población se apunta a las calificaciones más extremas del presidente del Gobierno, con predominio de las terminantemente negativas sobre las entusiásticamente favorables. Les aseguro que esto no es habitual. Sin ir más lejos, tanto Alberto Núñez Feijóo como Yolanda Díaz reciben cantidades muy inferiores de puntuaciones extremas, predominando en ellos las valoraciones en la zona intermedia entre el tres y el siete.

Añadamos a esto, para completar el cuadro, que Sánchez es, de los cuatro líderes principales, el que recibe la puntuación más baja de sus propios votantes (6,4) y que provoca sentimientos de odio africano en el espacio de la derecha: los votantes del PP le dan un 1,9 y los de Vox un 0,9. De hecho, salva la media una puntuación generosa de quienes votaron a sus socios de gobierno y demás aliados de legislatura.

Foto: El líder del PSOE, Pedro Sánchez, en el mitin de Dos Hermanas. (EFE/Julio Muñoz)

Lo que muestra esta encuesta, como todas las demás que se lean atentamente, es el retrato robot de un líder esencialmente polarizador, que provoca en la sociedad (menguantes) adhesiones inquebrantables y (crecientes) incompatibilidades radicales. La figura de Sánchez se ha convertido de forma no reversible en el más potente factor de confrontación y división que opera en la política española: un gobernante cuyas propiedades cismáticas prevalecen sobre cualquier otra dimensión de su personalidad.

Si lo ha hecho por cálculo político o porque es lo único que sabe hacer, resulta irrelevante, porque lo que importa es el efecto; y aún más, la perspectiva para millones de españoles de cuatro años más de protagonismo (desde el Gobierno o desde la oposición) de un dirigente que ha dedicado su vida política a la tarea de derramar azufre sobre la sociedad.

En las elecciones generales de 2019, el partido de Sánchez recibió el apoyo de algo menos de siete millones de votantes de un censo de 37 millones de adultos con derecho de voto. Eso no quita un gramo de legitimidad a su Gobierno, como a ninguno de los anteriores, ni al que vendrá después del 23-J. Pero si realmente deseas gobernar para todos, como se proclama en los discursos de las noches triunfales, viene bien que alguien te recuerde cada día que ahí fuera sigue habiendo 30 millones de personas que no te votaron, y que los que lo hicieron no te firmaron un contrato vitalicio.

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