Una Cierta Mirada
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La victoria del PP y el manejo peligroso de las expectativas
Feijóo ha hecho lo necesario para ganar holgadamente las elecciones, que es lo que, previsiblemente, sucederá el domingo. Para permitirse el lujo de formar un Gobierno en solitario que se sostenga por sí mismo, sería preciso un milagro electoral
Como todos los medios informativos, El Confidencial se ve obligado a publicar su última encuesta preelectoral cuando aún falta casi una semana para el día de la votación. Nos obligan a interrumpir la retransmisión de la carrera cuando los caballos están en la mitad de la recta final. En los próximos días, muchas personas decidirán su voto y puede haber movimientos importantes respecto de la situación actual, pero nos prohíben que se los contemos a nuestros lectores. ¿Quién mantiene esa prohibición? El sindicato familiar de los partidos políticos, beneficiarios únicos de una ley del silencio inicua y probablemente anticonstitucional, porque lesiona a la vez la libertad de expresión y la de información. Ellos dispondrán de los datos de última hora y los usarán para influir sobre su decisión de voto, pero a ustedes les habrán tapado los ojos y a nosotros la boca. Estoy convencido de que solo un acto colectivo de insumisión puede acabar con la ignominia por la vía de los hechos. Hablo a título estrictamente personal, pero ahí queda la invitación. Dicho esto, vamos a la encuesta.
Cuando en abril de 2022 Alberto Núñez Feijóo tomó las riendas del Partido Popular, ese partido se iba por el sumidero por su mala cabeza (nunca mejor dicho). Tenía abierta una guerra civil interna. El Observatorio Electoral de IMOP-Insights para El Confidencial estimaba 22% del voto y 95 escaños, pero Vox ya estaba en el 21% —a un punto del sorpaso— y el PP había perdido más de un millón de votantes en cuatro meses. El partido de Sánchez aparecía cómodamente en cabeza, feliz ante la perspectiva de enfrentarse con Abascal como candidato alternativo a la presidencia del Gobierno.
Ha pasado un año. Hoy publicamos una encuesta en la que el PP aparece destacado en primera posición, con 12 puntos y 51 escaños más de los que obtuvo en las anteriores elecciones generales. Tiene asegurada una mayoría aplastante en el Senado. Si esta estimación se confirma en las urnas, su líder será el único candidato posible para optar a la investidura como presidente del Gobierno. Previamente, se ha hecho con un dominio abrumador del poder territorial: en los próximos cuatro años, dos tercios de la población española estarán gobernados por alcaldes y/o presidentes autonómicos del Partido Popular. Si esta no es la historia de un éxito político, que alguien nos lo explique.
Sin embargo, a muchos les parecerá que esta estimación se queda corta para lo que puede suceder el 23-J. Y quizá tengan razón, porque está comprobado que cada vez es mayor el número de ciudadanos que deciden su voto en los últimos días —casi diría que en el mismo día de la votación— y que, en su mayoría, tienen la costumbre de amplificar la última tendencia, habitualmente acudiendo en socorro del ganador. Sea como sea, que un resultado como este produzca frustración en la grada o en el palco del PP solo puede ser producto de un manejo insensato de las expectativas, desde dentro y desde fuera de ese partido. Si hace un año les hubieran ofrecido un desenlace semejante, se habrían frotado los ojos y se habrían precipitado a firmarlo antes de que la ilusión se evaporara.
Feijóo ha hecho lo necesario para ganar holgadamente las elecciones, que es lo que, previsiblemente, sucederá el próximo domingo. Para permitirse el lujo de formar un Gobierno en solitario que se sostenga por sí mismo, sin ninguna clase de acuerdos de coalición o comprometedores apoyos externos, sería preciso un milagro electoral, y los milagros son poco frecuentes en la política de los humanos.
El PP ha diseñado una estrategia típica de catch-all party (partido atrapalotodo), que lo sitúe en condiciones no solo de ganar las elecciones, sino de hacerlo de tal forma que no sea necesaria una coalición con Vox. Evidentemente, la precipitación de la convocatoria acortó drásticamente los plazos para desarrollar ese plan. Además, el PP perdió un mes y medio tras el resonante triunfo del 28-M (que era la condición sine qua non de la estrategia), enredado en los pactos de los pueblos, precisamente con el partido cuyo apoyo imprescindible se trataba de evitar. Por tanto, inició su campaña nacional con mes y medio de retraso y una pesada mochila derivada de sus confusos pactos territoriales.
Pese a todo, tres de las cuatro patas de la estrategia le han salido razonablemente bien. La encuesta de IMOP-Insigts confirma que, por un lado, consigue una altísima tasa de fidelidad de sus votantes de 2019. Además, su expansión por el flanco del centro izquierda progresa adecuadamente, aunque quizás haya tocado techo. Actualmente, el PP recibe algo más de 700.000 votos procedentes del PSOE y más de 800.000 procedentes de Ciudadanos. Ha conseguido, en fin, atraer a su campo a los partidos regionalistas (CC, PRC, Teruel Existe) que durante la legislatura contribuyeron a sostener a Sánchez. Todo eso parece consolidado: es dudoso que vaya a más, pero también que se desinfle en lo pocos días que restan.
Donde se ha atrancado la operación expansiva, al parecer, es en la frontera con Vox. Y no precisamente porque esa frontera se haya hecho impermeable. Al contrario, es la más permeable de todas y en ella se registra un tráfico intensísimo. La encuesta muestra que más de un millón de personas están transitando entre el PP y Vox. Lo problemático es que, al contrario de lo que ocurre en la frontera del PP con el PSOE, el tráfico se produce en ambas direcciones.
El 11,8% de quienes votaron PP en 2018 declara ahora su intención de votar a Vox: son aproximadamente 600.000 personas. Por su parte, el 18% de quienes votaron a Vox se pasa ahora al PP: son 658.000. El saldo es prácticamente neutro.
Esa será la gran batalla de la última semana. Con más de un millón de votos fronterizos en disputa, inclinar decisivamente a su favor el intercambio de unos y otros con Vox es lo que Feijóo necesitaría para trasformar su victoria en un paseo triunfal.
Pero es que ahí radica precisamente el obstáculo. Porque el argumento de los votantes resistentes de Vox (que en su origen lo fueron del PP) es muy claro: ya no hay miedo de que continúe Sánchez, eso parece estar garantizado. Asegurado el objetivo principal —declaran en las entrevistas—, el siguiente paso es atar corto a Feijóo para que, viéndose con las manos libres y una mayoría amplia, no caiga en tentaciones pactistas con la izquierda. Por tanto, hay que reforzar a Vox para que actúe como gendarme del nuevo orden. Es algo parecido a lo que manifestaban en su día los votantes de Podemos respecto a Sánchez, pero formulado desde el otro extremo del arco político.
A estas alturas, España entera sabe que Feijóo tendrá que apoyarse en Vox, por mucho que lo intente evitar, de la misma forma que en 2019 todos sabíamos que Sánchez se disponía a pactar con Podemos y con los nacionalistas, por muchos juramentos que hiciera para desmentirlo. Los números están ahí: llegado el momento de la investidura, los diputados del PSOE, Sumar, ERC, JxCAT, CUP, PNV, Bildu y BNG aseguran casi 170 votos negativos. Pretender que Feijóo puede lograr 171 síes sin contar con los de Vox es simplemente ilusorio. Por tanto, solo se trata de fijar el precio de esos síes: y ese precio estará directamente vinculado al temor que los de Abascal sientan de aparecer como los responsables del bloqueo y la repetición de las elecciones —algo que los españoles, después de dos experiencias amargas, detestan más que ninguna otra cosa—.
Mientras tanto, conviene que unos y otros manejen con prudencia y tacto el artefacto explosivo de las expectativas. Sánchez ya lo está haciendo: tiene al personal convencido de que cualquier cosa por encima de 90 diputados le habilita para apalancarse de por vida en la jefatura del PSOE. Feijóo corre el riesgo, si sigue jaleándose y dejándose jalear, de que 140 (una cifra que el actual presidente jamás obtuvo ni por aproximación) parezca un coitus interruptus y en la noche del 23-J se le ponga cara de Mañueco.
Como todos los medios informativos, El Confidencial se ve obligado a publicar su última encuesta preelectoral cuando aún falta casi una semana para el día de la votación. Nos obligan a interrumpir la retransmisión de la carrera cuando los caballos están en la mitad de la recta final. En los próximos días, muchas personas decidirán su voto y puede haber movimientos importantes respecto de la situación actual, pero nos prohíben que se los contemos a nuestros lectores. ¿Quién mantiene esa prohibición? El sindicato familiar de los partidos políticos, beneficiarios únicos de una ley del silencio inicua y probablemente anticonstitucional, porque lesiona a la vez la libertad de expresión y la de información. Ellos dispondrán de los datos de última hora y los usarán para influir sobre su decisión de voto, pero a ustedes les habrán tapado los ojos y a nosotros la boca. Estoy convencido de que solo un acto colectivo de insumisión puede acabar con la ignominia por la vía de los hechos. Hablo a título estrictamente personal, pero ahí queda la invitación. Dicho esto, vamos a la encuesta.
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