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¡Están locos estos iberos!
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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¡Están locos estos iberos!

No por esperado deja de ser desatinado lo que sucedió ayer en el Congreso, que no fue sino el aperitivo de una legislatura que, corta o larga, será aún más inútil y exasperante que las cuatro anteriores, y mira que el listón estaba alto

Foto: El hemiciclo del Congreso durante la sesión constitutiva de las Cortes Generales de la XV legislatura. (EFE/Pool/Juan Carlos Hidalgo)
El hemiciclo del Congreso durante la sesión constitutiva de las Cortes Generales de la XV legislatura. (EFE/Pool/Juan Carlos Hidalgo)
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Permítanme reemprender la actividad editorial, tras unas semanas de reposo y desconexión, evocando la archifamosa famosa frase del gran Obélix sobre los romanos de su época. Seguramente, el genial personaje creado por René Goscinny exclamaría algo semejante de los iberos si se le mostrara la evolución —más bien, la involución— de la política española en los últimos años, que adquiere rasgos surrealistas cada vez que nos ponen una urna delante, y, a continuación, los encargados de interpretar y llevar a la práctica el resultado de la votación se empecinan en retorcerlo hasta crear realidades tan absurdas e inmanejables como la que se da en el Parlamento nacido del 23-J.

No por esperado deja de ser desatinado lo que sucedió ayer en el Congreso, que no fue sino el aperitivo de una legislatura —una más— que, corta o larga, será aún más inútil y exasperante que las cuatro anteriores, y mira que el listón estaba alto. España entera y su destino inmediato, pendientes del capricho de un orate que, si cruzara la frontera y se hiciera presente, tendría que ser inmediatamente detenido y puesto a disposición judicial por el mismo Gobierno que mendiga su apoyo para mantenerse en el poder. El Estado, en manos de quienes se declaran en conflicto permanente con el Estado; no con la idea del Estado como los viejos anarquistas, sino concretamente con este. Ya que no podemos irnos de España, sometámosla a nuestro dictado.

Ahora que hay muchos españoles de vacaciones por Europa, quien trate de explicar a un europeo sensato la lógica de la política española actual observará la estupefacción que siempre provocan los comportamientos irracionales y un cortés cambio de conversación para evitar una expresión como la de Obélix.

Los dirigentes políticos, a uno y otro lado de la trinchera, se han hartado de repetir estas semanas que “la voluntad popular está clara”. Hablando de elecciones, yo tiendo a dudar de la existencia de una “voluntad popular” como algo distinto a la mera suma aritmética de millones de voluntades individuales motivacionalmente singulares y dispares entre sí. Pero, dando por bueno el concepto, habría que precisar inmediatamente: a) que muy clara no debe estar cuando los números permiten interpretaciones opuestas —todas ellas, a interés de parte—; y b) que, si se trata de extraer de las cifras el sentido de la presunta “voluntad popular”, una lectura honrada de las mismas conduce palmariamente a una conclusión radicalmente distinta de las que han proclamado los dirigentes políticos.

Foto: Carles Puigdemont en una imagen de archivo. (Reuters/Guglielmo Mangiapane)

Nada en el resultado numérico de la votación permite sustentar que la “voluntad popular” de los casi 25 millones de españoles que votaron el 23-J apuntara a un Gobierno de coalición del partido conservador con el de la extrema derecha ni a uno del partido socialista convertido, aún más, en rehén de un conjunto de fuerzas que solo tienen en común su muy conflictiva relación con la Constitución española.

Mucho menos cabe imaginar que la “voluntad popular” tuviera el propósito de convertir en caporal de la Gobernación de España a tal Carles Puigdemont, fugitivo de la Justicia al que Sánchez o alguno de sus portavoces no tardará en referirse como “el president Puigdemont”. Le bastaría exigirlo como parte de su precio para obtenerlo sin dificultad.

De hecho, las encuestas preelectorales habrían sido más certeras si hubieran preguntado “¿contra quién votará usted?”, porque el grueso de los votos se dirigió reactivamente contra una de esas dos fórmulas, presentadas arteramente como las únicas viables por la detestable dicotomía tramposa en que vive atrapada España desde que alguien elevó la estupidez del no es no a la categoría de principio estratégico, incluso de formulación ideológica (qué bajo ha caído la ideología desde que los papanatas del poder mercenario se apoderaron de ella).

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo (d), junto a la portavoz del PP en el Congreso, Cuca Gamarra. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

Una lectura honesta del 23-J revela que los dos partidos centrales del sistema ganaron cuatro millones de votos, fueron respaldados por el 65% de los votantes y ocupan el 74% de los escaños del Congreso. No se veía nada parecido desde que se proclamó el fin del bipartidismo. Por su parte, las fuerzas populistas de la extrema derecha y la extrema izquierda recibieron severos correctivos y el conjunto de los partidos nacionalistas vio reducida su fuerza electoral a la mitad. Solo Bildu se salvó de la quema (gracias, Pedro).

Este es el Parlamento más gobernable que ha salido de unas elecciones generales desde 2011. Lo único que le impide serlo es la determinación cerril de sabotear cualquier vía de comunicación y concertación entre las dos fuerzas que representan conjuntamente, ellas sí, la “voluntad popular”, único camino que salvaría a ambas del secuestro por parte de las minorías destituyentes. La firme decisión del sanchismo de construir un férreo cordón sanitario no sobre Vox, sino sobre el primer partido del país, con el propósito evidente de hacer inviable la alternancia en el poder. La imprudente facilidad con que Feijóo y los suyos se apresuraron a dar carta de naturaleza como fuerza de gobierno y compañera de viaje a la extrema derecha, cargándose por el camino una elección que el 29 de mayo tenían ganada. El disparate de Sánchez buscando debajo de las piedras juristas que avalen una “ley de punto final” que solo tiene precedentes en los tránsitos de una dictadura a una democracia y aceptando exigencias que buscan destruir el crédito de los servicios de inteligencia; y el del Partido Popular suspirando porque Puigdemont le haga el favor de bloquear la legislatura y provocar la repetición de unas elecciones generales por tercera vez consecutiva.

Foto: El líder de Vox, Santiago Abascal (d), junto al diputado del PP, Borja Sémper. (EFE/Chema Moya)

Cabe preguntarse por qué era tan trascendental para unos y otros hacerse con la presidencia del Congreso y el control de la Mesa. Nace de la certeza (generalmente aceptada como natural, pero nada natural en una democracia parlamentaria sana), de que la presidencia y la Mesa actuarán como leales soldados al servicio del Gobierno de turno, como ministros sin cartera y sin asiento en el Consejo de Ministros, pero igualmente obedientes al mando monclovita. Lo grave no es que suceda, sino que se considere que forma parte del juego iniciar el partido con el árbitro sobornado. Lo único que se espera de Armengol, como antes de Batet o de Gamarra si hubiera sido elegida, es que se comporte como el Enríquez Negreira del Parlamento. Y lo hará, no duden de que lo hará.

El Partido Popular ha necesitado un mes y un revolcón como el de ayer para comprender que el 23 de julio perdió las elecciones. Las perdió porque la cosa nunca fue sobre qué partido tendría más votos, sino sobre qué bloque provocaría más rechazo que el otro. Si quería evitar ese planteamiento perverso, Feijóo tuvo el 29 de mayo una oportunidad excepcional de hacerlo y la dejó pasar, aún no se sabe si por indolencia, por ceguera o por cobardía.

Foto: El expresidente de Cataluña, Carles Puigdemont. (Reuters/Yves Herman)

Si Sánchez puede acreditar ante el Rey que dispone de los 178 votos de Armengol —lo que está por ver, porque las ridículas exigencias de Puigdemont para votar a esta se transformarán en algo mucho más gordo y peligroso al negociar la investidura—, será candidato, ganará la votación y seguirá disfrutando del poder mientras España permanece estancada o en plena regresión de la convivencia. Carecerá por completo de autoridad moral para demandar a la oposición que “arrime el hombro” y dependerá todos los días de la penúltima exigencia de sus socios insaciables. Por no hablar del adefesio de acoger con honores en la autodenominada “mayoría progresista” a quien recibe y cultiva la amistad de todos los grupos de extrema derecha del Parlamento Europeo. Me parece mucho más ajustada a la realidad la expresión “mayoría multinacional” que ya ha comenzado a circular entre los exégetas más inteligentes del sanchismo.

Me niego a aceptar como imposible lo que es objetivamente necesario para España si queremos salir de una vez de la parálisis de todo lo importante, se corresponde con el deseo de la mayoría social y solo depende de la voluntad humana. Me niego a dar por buena la inexorabilidad del bibloquismo y la cultura de la confrontación en la España de 2023. Como en el 78, me sigo negando a regresar al pasado y a excluir a media España de la llamada “voluntad popular”. Si tiene algún sentido que personas como yo sigamos escribiendo es para repetir mil veces, aunque sea predicar en el desierto, que el camino del infierno está empedrado por el sectarismo. Hoy más que nunca, viva el partido de los huérfanos.

Permítanme reemprender la actividad editorial, tras unas semanas de reposo y desconexión, evocando la archifamosa famosa frase del gran Obélix sobre los romanos de su época. Seguramente, el genial personaje creado por René Goscinny exclamaría algo semejante de los iberos si se le mostrara la evolución —más bien, la involución— de la política española en los últimos años, que adquiere rasgos surrealistas cada vez que nos ponen una urna delante, y, a continuación, los encargados de interpretar y llevar a la práctica el resultado de la votación se empecinan en retorcerlo hasta crear realidades tan absurdas e inmanejables como la que se da en el Parlamento nacido del 23-J.

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