Es noticia
La amnistía más cismática de la historia
  1. España
  2. Una Cierta Mirada
Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

Por

La amnistía más cismática de la historia

Es obvio que una decisión de esa trascendencia solo puede tomarse si está respaldada por un amplio consenso político y social

Foto: Acto de grupos independentistas en el Fossar de les Moreres. (EFE/Marta Pérez)
Acto de grupos independentistas en el Fossar de les Moreres. (EFE/Marta Pérez)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

Un expresidente del Gobierno llama a la sublevación ciudadana contra una ley hasta el momento inexistente, cuyo futuro texto —de llegar a existir— es completamente desconocido y que, en su caso, sería patrocinada por alguien que, en la actualidad, ni siquiera es candidato a la investidura, puesto que su partido perdió las elecciones. En su soflama, Aznar completó la convocatoria preventiva a incendiar las calles con una turbia equiparación de los presuntos promotores de la amnistía con los asesinos de Miguel Ángel Blanco. Menos mal que se presenta como defensor de la concordia y la convivencia.

La portavoz del Gobierno en funciones, violentando por enésima vez la institucionalidad de su cargo, se siente autorizada para usar —más bien abusar de ella— la rueda de prensa del Consejo de Ministros (en funciones) y dedicar al expresidente Aznar algunas de las palabras más peligrosas que pueden pronunciarse en España: por ejemplo, “golpismo” y “alzamiento”. Lo traía escrito, así que no puede pensarse que se le calentó la boca. La señora Rodríguez vino al mundo en 1981, pero ayer se trasladó felizmente a principios del verano de 1936. No es la primera vez ni será la última que emprende ese viaje siniestro desde su tribuna oficial, convertida en semanal escupidero de insultos.

Otro expresidente, más conocido en el mundo por sus vínculos con la dictadura venezolana y su militancia en el llamado Grupo de Puebla que por su obra de gobierno, aparece públicamente como mediador verosímil entre el líder de su propio partido y un prófugo de la Justicia para apañar un trato que conduzca a la investidura del primero, previo pago al segundo de unas cuantas prendas que él mismo, en su época de presidente, habría rechazado. Hoy, Zapatero sería el primer valedor de un nuevo plan Ibarretxe. De hecho, lo será cuando llegue el momento, que llegará.

El presidente de Asturias, preguntado por su opinión sobre una posible amnistía de los promotores de la insurrección institucional del 17 en Cataluña, responde sin pudor que le vale cualquier cosa que mantenga en el poder a Sánchez. Da asquito, pero se agradece la claridad, porque exactamente eso es lo que piensan el propio Sánchez, todos los miembros de su corte y la legión de editorialistas, juristas de ocasión atentos a la dirección de la flecha y opinadores varios que jamás antes del 23-J mencionaron esa amnistía como algo deseable y necesario para el interés de España. Es más, habrían calificado de esparcidor de bulos a quien, antes de esa fecha, se atreviera a atribuir un propósito semejante al megalíder del consorcio progresista en el que cabe de todo.

Foto: Isabel Díaz Ayuso durante un evento en Madrid. (EFE)

Ciertamente, lo que ameritó súbitamente la amnistía a los ojos de Sánchez y de todos sus defensores no fue la razón política —mucho menos la jurídica— ni nada que tenga que ver con el interés público, sino la desnuda razón aritmética: siete votos en el Congreso de un partido que representa al 1,6% de los votantes españoles y quedó quinto en su propio territorio. Si Puigdemont exigiera cualquier otra extravagancia para sostener a Sánchez, se desplegaría de inmediato el mismo aparato argumental para demostrar que nada como eso puede resultar tan benéfico para el interés nacional y, sobre todo, para la causa progresista. Lo mismo sucederá, si Sánchez consigue amarrar la investidura, cuando llegue el momento de justificar el uso del artículo 92 de la Constitución para dar paso a un referéndum en Cataluña (solo allí, por supuesto) sobre la mutilación de España. Aquí primero se fija el punto de llegada (que siempre es el mismo) y después se dibuja la ruta argumental para llegar a él. Por eso da tanta pereza embarcarse en tanto debate trucho como los que sistemáticamente nos prepara el oficialismo.

Existe una relación directa e indisociable entre la ley de amnistía que se prepara en los despachos del Gobierno en funciones y la investidura de Pedro Sánchez. Si no apremiara la segunda, la primera no existiría como tema de debate, como no existió hasta ahora salvo para los partidos separatistas de Cataluña. Pero como ha observado agudamente José María Ruiz Soroa ("Así no vale", El Mundo, 11-9-2023), cualquiera que fuera la posición previa que se tuviera sobre esa cuestión, es justamente ese vínculo lo que la vicia de raíz y la hace inasumible.

Foto: Jaume Asens, Carles Puigdemont, Yolanda Díaz y Toni Comin. (Reuters/Yves Herman)

En este caso, el contexto contamina irremediablemente el texto. Porque no estamos ante una decisión encaminada honestamente a solucionar un problema de la nación, sino ante una vulgar operación de compraventa de votos al servicio de un interés particular. Mejor dicho, de dos: Puigdemont pone a la venta sus votos de hoy a cambio de impunidad garantizada para el pasado y también para el futuro, y Sánchez los compra, pagando un precio elevadísimo para el Estado de derecho, a cambio de que el prófugo lo aposente cuatro años más en la Moncloa. Incluso para un creyente sincero en las propiedades curativas de una amnistía, un planteamiento tan groseramente mercantil tiene que producir repugnancia.

Pero hay algo aún más grave. La polémica sobre una ley que aún no existe, promovida por un candidato presidencial que aún no lo es e impuesta a todo el país por un partido ultraminoritario (junten o separen la palabra en dos partes, vale igual), acaudillado por un sujeto al que persigue la Justicia por corrupción (la malversación es corrupción, ¿o ya no, o depende?), está adquiriendo una temperatura que anticipa lo que puede llegar a ocurrir si, finalmente, Sánchez se entrega a Puigdemont y termina de entregar la Constitución a sus enemigos.

Foto: Acto unitario de grupos independentistas en el Fossar de les Moreres con motivo de la Diada en el que participó el 'expresident' catalán Carles Puigdemont a través de un audio. (EFE/Marta Pérez)

Si aún no ha pasado nada irremediable y de un lado se pasa ya del "Que te vote Txapote" a equiparar directamente a Sánchez con Txapote mientras del otro lado se recupera el vocabulario del 36 y se resucita el espectro del alzamiento, no quiero ni pensar lo que sucederá cuando se publique en el BOE, con la firma del Rey, una ley aprobada a machetazos por la mitad del Parlamento contra la otra mitad.

Sucederá, para empezar, que la polarización viscosa desbordará los límites del Parlamento y se transformará en un choque generalizado entre los poderes del Estado. El Gobierno central contra la mayoría de los gobiernos autonómicos y municipales. El Congreso contra el Senado. El legislativo y el ejecutivo contra el poder judicial, que habrá sido drásticamente deslegitimado ante el mundo entero. Finalmente, el Tribunal Supremo y todos los juzgados sojuzgados por el cambalache de la investidura contra un Tribunal Constitucional que, por primera vez en cuatro décadas, padece una severa presunción de parcialidad partidista.

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, durante la apertura del año judicial. (EFE/Kiko Huesca)

Falta muy poco para que Conde-Pumpido sea públicamente tachado como un servidor beligerante del poder sanchista, y Llarena, Marchena y los pocos magistrados que permanezcan operativos en el Tribunal Supremo como fascistas conspiradores contra el poder legítimo emanado de las urnas.

Es obvio que una decisión de esa trascendencia solo puede tomarse si está respaldada por un amplio consenso político y social. La principal diferencia entre la amnistía de la Transición y la que ahora se gesta es que aquella se hizo con la vocación, compartida por todos, de unir a los españoles y empezar a sanar las heridas de 150 años de guerra civil expresa o latente. Esta, por el contrario, resultará ser el acto político más cismático desde la muerte del dictador, y nos abocará a una legislatura aún más infernal que la anterior.

Tras cinco años ejerciendo el poder, el presidente Sánchez no puede presentar una sola decisión importante que haya servido para aproximar a los españoles entre sí o para atenuar en algún instante la ferocidad del enfrentamiento entre bloques. Lógico, porque de ello se alimenta; pero, ya que tanto le preocupa su legado, eso y no otra cosa será lo que la historia dirá de él.

Un expresidente del Gobierno llama a la sublevación ciudadana contra una ley hasta el momento inexistente, cuyo futuro texto —de llegar a existir— es completamente desconocido y que, en su caso, sería patrocinada por alguien que, en la actualidad, ni siquiera es candidato a la investidura, puesto que su partido perdió las elecciones. En su soflama, Aznar completó la convocatoria preventiva a incendiar las calles con una turbia equiparación de los presuntos promotores de la amnistía con los asesinos de Miguel Ángel Blanco. Menos mal que se presenta como defensor de la concordia y la convivencia.

José María Aznar
El redactor recomienda