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Un candidato correcto y el vómito de un energúmeno
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Un candidato correcto y el vómito de un energúmeno

La presidenta envió a sus señorías a comer y, al regresar, se subió el jabalí a la tribuna y expulsó un vómito de bilis, poniendo el hemiciclo perdido de basura

Foto: El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez (i), asiste a la primera sesión del debate de investidura de Alberto Núñez Feijóo. (EFE/Kiko Huesca)
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez (i), asiste a la primera sesión del debate de investidura de Alberto Núñez Feijóo. (EFE/Kiko Huesca)
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No seré yo quien, a estas alturas, se sorprenda por el acto de suprema jactancia y chulería que Sánchez perpetró este martes al elegir, de entre sus 121 diputados, al energúmeno más zafio y servil del rebaño, sacarlo de la última fila de su grupo parlamentario y encomendarle la tarea de responder al discurso del candidato propuesto por el Rey, convirtiendo el debate de investidura y el Congreso mismo en una pocilga.

Lo peor del escupitajo —con el que, sin duda, Sánchez quiso hacer visible el desprecio que siente por alguien que acaba de recibir ocho millones de votos— es que el mercenario traía escrita, manufacturada con toda seguridad en algún despacho de la Moncloa, la sarta de burradas que soltó en sus dos deposiciones. Y lo más preocupante es lo que tiene de síntoma: Sánchez ha interpretado la victoria electoral de su bloque (que no de su partido) como un salvoconducto universal para ciscarse en todo lo que le pongan por delante, empezando por la urbanidad básica. Si Feijóo hubiera sido capaz de impedir que los suyos cayeran en la evidente provocación y se comportaran —también ellos— como gamberros de grada ultrasur, la macarrada de Puente y las ovaciones entusiastas de su grey habrían resultado aún más infames. Hay situaciones que exigen un silencio sepulcral para parecer plenamente lo que son.

Foto: El secretario general del PSOE de Valladolid, Óscar Puente, se dirige a la tribuna del Congreso de los Diputados. (Europa Press/Eduardo Parra)

Ahora ya solo nos falta escuchar al coro de editorialistas e intelectuales orgánicos del oficialismo babeando ante la extraordinaria sagacidad del megalíder para destripar uno de los eventos más trascendentes de nuestra vida parlamentaria mediante un lucabrasi a sueldo.

El caso es que Sánchez tampoco tenía tanto motivo para barrenar la sesión, salvo darse el gustazo de humillar a su rival. En realidad, ni la extemporánea concentración del PP junto al antiguo Palacio de los Deportes fue tan abrumadora como se quiso presentar, ni venía a cuento la llegada del candidato al Congreso rodeado de todas sus huestes como si fuera el 7º de Caballería, ni el discurso de Feijóo pasará a la historia del parlamentarismo en ningún sentido: ni por bueno, ni por malo.

Foto: Cuca Gamarra, Alberto Núñez Feijóo y Elías Bendodo llegan al Congreso para el debate de investidura. (Reuters/Juan Medina) Opinión

El líder del PP leyó una pieza elaborada con pulcritud, ajustada a la circunstancia sin mayores pretensiones y, en cierto sentido, intelectualmente honesta. Es de agradecer, en primer lugar, que no intentase ignorar o disimular la realidad en la que se encuentra: abocado por la inercia del mecanismo constitucional a protagonizar una sesión de investidura que finalizará inexorablemente con la no investidura. En ningún momento trató de fingir que estaba allí para algo distinto que cumplir un encargo el jefe del Estado, recordar que su grupo parlamentario es el más numeroso de la Cámara y activar el procedimiento del pésimo artículo 99 de la Constitución, que, en esta ocasión, conducirá previsiblemente a un segundo acto del que saldrá coronado Pedro Sánchez —salvo que al orate de Waterloo le dé un trueno en la cabeza y le pegue una patada al tenderete, lo que nunca puede descartarse—.

A los portavoces del bloque sanchista les impartieron la consigna de repetir, tras el discurso del candidato, el raca-raca de que aquello parecía más una moción de censura que un discurso de investidura. No fue así: al menos, no fue únicamente así. Ciertamente, los redactores del discurso de Feijóo buscaron a lo largo de todo el texto fijar una especie de contraimagen de su líder respecto a Sánchez, usando para ello la conocida técnica del contraste implícito: “Yo soy fiable” y afirmaciones de ese tenor que salpicaron toda la pieza solo tienen sentido para subrayar lo que todo el mundo sabe: que el otro no lo es. Tampoco se privó de referencias críticas a la gestión del Gobierno saliente, no sin volver a caer, como le sucede con frecuencia excesiva, en algunos errores groseros en el manejo de ciertos datos.

Pero de un candidato a la investidura se espera que presente algo que parezca un programa de gobierno; y es justo reconocer que Feijóo, aun siendo consciente de lo improductivo de la misión, se atuvo a ello y expuso un conjunto de objetivos, prioridades y actuaciones que valdrían perfectamente para sustentar sobre ellos una legislatura. La honestidad intelectual reside en que todo ello lo enmarcó en una propuesta de pactos de Estado, admitiendo que ninguna agenda reformista será realizable en España mientras no se restablezca alguna clase de concertación transversal en el espacio de la centralidad: lo que es a la vez una exigencia objetiva y una demanda subjetiva de la mayoría de la población. Tengan por seguro que nada de eso aparecerá en el discurso de investidura de Sánchez (que será replicado por Feijóo, como hacen las personas educadas).

Precisamente por esa vocación de transversalidad, el programa que presentó Feijóo tuvo poca carga ideológica. Si se repasa el texto, es difícil encontrar en él elementos que lo identifiquen claramente como el programa de un partido conservador. De hecho, hizo suyas algunas medidas del Gobierno anterior, añadiendo únicamente un reproche a la ineficiencia en su aplicación. En conjunto, cualquier persona sensata con cierto sentido institucional podría suscribir sin dificultad la mayoría de las propuestas.

Foto: El presidente del PP y candidato a la investidura, Alberto Núñez Feijóo. (EFE/Daniel González) Opinión
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Es lógico, pero solo hasta cierto punto, que Feijóo insista una y otra vez en presentarse como ganador de las elecciones. Él sabe bien —espero que lo sepa— que no ganó las elecciones del 23-J, sino que las perdió. Mejor dicho, las malogró. Su promesa electoral no fue superar por un punto al PSOE ni ser el grupo parlamentario más numeroso, sino derogar el sanchismo. Como sucede en las competiciones de salto de altura, él fijó la altura del listón y él lo derribó, aun saltando más que sus adversarios. Hay 11 millones de personas que son agudamente conscientes de la pifia, y lo serán aún más cuando se materialice la investidura de Sánchez.

Con todo, el mensaje político sustantivo de la sesión estuvo en la tribuna de invitados. La presencia masiva de presidentes autonómicos, acompañada por el recitado por parte del candidato con todo detalle, de la inmensidad del poder territorial del PP, contiene una declaración de intenciones en toda regla.

Así pasó la mañana, con todo el mundo interpretando profesionalmente su papel sin demasiada emoción, pero sin incidentes reseñables. La presidenta envió a sus señorías a comer y, al regresar, se subió el jabalí a la tribuna y expulsó un vómito de bilis, poniendo el hemiciclo perdido de basura. Sánchez, puesto en pie, aplaudía el espectáculo copro. Cómo sería la cosa que Abascal, que habló a continuación, pareció un miembro de la Cámara de los Lores.

No seré yo quien, a estas alturas, se sorprenda por el acto de suprema jactancia y chulería que Sánchez perpetró este martes al elegir, de entre sus 121 diputados, al energúmeno más zafio y servil del rebaño, sacarlo de la última fila de su grupo parlamentario y encomendarle la tarea de responder al discurso del candidato propuesto por el Rey, convirtiendo el debate de investidura y el Congreso mismo en una pocilga.

Alberto Núñez Feijóo
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