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La coalición sanchista y el teorema de Pablo Iglesias
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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La coalición sanchista y el teorema de Pablo Iglesias

Resulta paradójico que el triunfo del diseño estratégico de Pablo Iglesias haya ido acompañado de la inmolación política del propio Iglesias y de la destrucción del partido que fundó

Foto: El rey Felipe VI (i) estrecha la mano al líder del PSOE y presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. (EFE/Pool/Juanjo Guillén)
El rey Felipe VI (i) estrecha la mano al líder del PSOE y presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. (EFE/Pool/Juanjo Guillén)
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El Rey encargó en primer lugar que intentara la investidura al líder que, además de encabezar el grupo parlamentario más numeroso del Congreso, acreditó en la ronda de consultas disponer del mayor número de apoyos garantizados, tantos como 172. Fracasado el intento, expide un segundo encargo a un líder que, en este instante, solo puede garantizar el voto de los 121 diputados de su partido, ya que ninguno los que han pasado por la Zarzuela —y los que no han querido pasar, igualmente necesarios para dar la mayoría parlamentaria a Sánchez— ha dado por hecho su apoyo al segundo candidato. La expresión más suave que se les ha escuchado es que "estamos lejos" de ese acuerdo (Yolanda Díaz).

El comunicado de la Casa Real que justifica esta segunda nominación apela al punto 3 del artículo 99 de la Constitución, según el cual, si el primer candidato propuesto no obtuviera la confianza de la Cámara, “se tramitarán sucesivas propuestas”. La lectura de ese texto por parte del jefe del Estado es correcta, prudente y realista, pero no totalmente exacta. En puridad, una vez cumplida la obligación —esta sí, ineludible— de designar un primer candidato, nada obliga formalmente al Rey a formular una segunda propuesta si, en el curso de las consultas, comprueba que no existe un candidato con posibilidades reales de lograr la investidura. De hecho, eso sucedió ya en dos ocasiones anteriores: tras las elecciones de diciembre de 2015 solo hubo una sesión de investidura, la primera fallida de Pedro Sánchez. Tras las de abril de 2019, sucedió lo mismo. Pedro Sánchez lo intentó una vez y, ante la evidencia de que no había investidura posible, el Rey dejó correr el plazo hasta la convocatoria de nuevas elecciones.

Quizá si en lugar de un Rey constitucional tan escrupuloso como Felipe VI tuviéramos un presidente de la república como en Italia, ante la ausencia de apoyos asegurados por parte de Pedro Sánchez, este le habría concedido un plazo para negociar y lo habría citado para cuando estuviera en condiciones de presentarse con una mayoría real y no hipotética. Este Rey podría haber hecho eso mismo y sería constitucionalmente correcto —incluso políticamente racional—: puesto que usted afirma que se dispone a hablar con los grupos parlamentarios para construir una mayoría, hágalo y, después, vuelve y me cuenta el resultado de sus conversaciones. Pero es seguro que, en tal caso, habría caído sobre él una tormenta de rayos y truenos, acusándolo de sabotear la investidura de Sánchez con propósitos arteros.

Así pues, el Rey se ha visto abocado, por segunda vez en esta legislatura (como en todas las anteriores desde que comenzó su reinado) a proponer un candidato a ciegas, arriesgándose a que el Parlamento se lo rechace como hizo con el primero. Hace bien, porque lo cierto es que la investidura de Sánchez, no siendo segura, sí es suficientemente verosímil como permitirle intentarlo. Precisamente por eso, habría estado bien escuchar al menos una palabra de agradecimiento del candidato por la oportunidad que se le brinda de componer un pacto político con una legión de partidos de vocación destituyente y declaradamente antimonárquicos, en lugar de la enésima repetición del reproche por lo que el jefe del bloque sanchista considera “una pérdida de tiempo”, el intento de investidura de Feijóo. Me pregunto cómo debería haber procedido el Rey, según Sánchez; y, sobre todo, me pregunto cómo habría procedido el mismo Sánchez —o alguien de su pelaje— ocupando la jefatura del Estado en una situación semejante. Algún día se escribirá la larguísima colección de deslealtades y destratos ventajistas que los dirigentes políticos españoles han propinado Felipe VI desde que tomó posesión de su cargo.

Foto: El rey Felipe VI. (EFE/Borja Sánchez-Trillo) Opinión
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Con la incorporación de la derecha xenófoba y supremacista catalana al bloque sanchista —autodenominado “progresista”—, se confirma de nuevo y queda consolidado el teorema formulado inicialmente por Pablo Iglesias en 2015 y que Pedro Sánchez asumió como propio para convertirlo en fundamento de su proyecto de poder hasta el día de hoy y en adelante. El planteamiento se basa en dos ideas:

a) En la sociología electoral española, la alianza estable de las formaciones de izquierda de ámbito nacional con todos los partidos nacionalistas de vocación disgregadora (cualquiera que sea su orientación ideológica y su relación con el orden constitucional) resulta aritméticamente imbatible y garantiza el ejercicio del poder durante periodos muy prolongados, creando un cordón sanitario sobre la derecha democrática (para lo que resulta funcional la emergencia de la extrema derecha) y bloqueando de hecho la alternancia en el poder.

Esto exige la petrificación de dos bloques incomunicados y enfrentados entre sí, con la voladura de todos los mecanismos de entendimiento o concertación transversal. Los datos de las cinco elecciones generales celebradas entre 2015 y 2023 (todas las posteriores al final del bipartidismo) confirman la solidez de esta tesis:

Ya puede Feijóo desgañitarse reclamando su condición de partido más votado. En las condiciones en que se ha establecido la competición electoral en España en los últimos años, las posiciones relativas de los partidos son poco relevantes, porque estamos ante una guerra de bloque contra bloque. Y, en esa guerra, la coalición de la izquierda con la extrema izquierda y con todas las versiones del nacionalismo supera sistemáticamente a la coalición de las derechas. También ha ocurrido en 2023: 12,4 millones de votos para el bloque sanchista frente a 11,2 millones para el bloque de las derechas. La victoria del PP fue un espejismo, por eso todos supimos en la misma noche del 23 de julio que solo había dos posibilidades reales: un Gobierno de Sánchez con todo su bloque, dando la bienvenida en él al partido de Puigdemont, o la repetición de elecciones.

b) El segundo axioma del teorema de Pablo Iglesias es que, en ese tipo de alianzas, las fuerzas extremistas y disruptivas, aunque sean minoritarias, imponen su agenda y contagian de su ideario a la fuerza central mayoritaria. Se ha comprobado durante la pasada legislatura: el partido de Sánchez se ha impregnado progresivamente del discurso populista del podemismo y del identatitarismo de los nacionalismos, mientras sus aliados apenas han recibido los efluvios de la socialdemocracia. Por el camino se quedaron tres rasgos esenciales del Partido Socialista anterior a Sánchez: la vocación mayoritaria, la autonomía estratégica y la voluntad de vertebrar España en lugar de desvertebrarla. Por no hablar de la elasticidad jurídica infinita y la coyunturalidad extrema de los principios que caracteriza a la nueva criatura que primero arrendó y después se apropió comercialmente de la antigua sigla.

Ciertamente, resulta paradójico que el triunfo del diseño estratégico de Pablo Iglesias haya ido acompañado de la inmolación política del propio Iglesias y de la destrucción del partido que fundó. Pero de casos como este está llena la historia.

El Rey encargó en primer lugar que intentara la investidura al líder que, además de encabezar el grupo parlamentario más numeroso del Congreso, acreditó en la ronda de consultas disponer del mayor número de apoyos garantizados, tantos como 172. Fracasado el intento, expide un segundo encargo a un líder que, en este instante, solo puede garantizar el voto de los 121 diputados de su partido, ya que ninguno los que han pasado por la Zarzuela —y los que no han querido pasar, igualmente necesarios para dar la mayoría parlamentaria a Sánchez— ha dado por hecho su apoyo al segundo candidato. La expresión más suave que se les ha escuchado es que "estamos lejos" de ese acuerdo (Yolanda Díaz).

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