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Celebramos todo bien menos la Fiesta Nacional
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Celebramos todo bien menos la Fiesta Nacional

Nadie impugna las fiestas locales y regionales, las religiosas y las paganas, las pequeñas celebraciones privadas y los grandes acontecimientos. Pero llega nuestra Fiesta Nacional y nos hacemos un lío

Foto: La princesa Leonor, el rey Felipe y la reina Letizia, en la tribuna durante el desfile del 12 de octubre. (Europa Press/Alberto Ortega)
La princesa Leonor, el rey Felipe y la reina Letizia, en la tribuna durante el desfile del 12 de octubre. (Europa Press/Alberto Ortega)
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En el verano de 1977, el Gobierno de Adolfo Suárez abolió el 18 de julio como Fiesta Nacional. Diez años más tarde, con Felipe González en el poder, el Parlamento aprobó por ley que la Fiesta Nacional de España sería el 12 de octubre. Ya lo había sido en periodos históricos anteriores: entre otros, durante la Segunda República.

El caso es que durante una década no hubo Fiesta Nacional y nadie la echó de menos. Pero puestos a señalar alguna, parece poco discutible que el descubrimiento de América —o, si lo prefieren, el encuentro entre Europa y América— es el hecho singular más importante de la historia de España y uno de los más trascendentes de la historia universal.

Los españoles siempre estamos bien dispuestos a celebrar cualquier cosa. Aquí cualquier pretexto es bueno para una jarana. Nos encantan las bodas, los bautizos, las primeras comuniones, los santos y cumpleaños, las despedidas de soltero, el día de los enamorados, el del padre y el de la madre, las efemérides, los divorcios y jubilaciones. Celebramos hasta el Día de los Difuntos: ningún país corteja la muerte como lo hacemos en España.

Foto: La ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030 en funciones, Ione Belarra (c), durante el desfile del 12 de octubre. (Europa Press/Alberto Ortega)

Muchas de esas celebraciones tienen origen religioso, pero, a estas alturas, eso no importa a nadie. Mis amigos ateos me felicitan por san Ignacio. Los descreídos compramos lotería de Navidad, hacemos cena especial en Nochebuena y vamos a las procesiones de Semana Santa. Esperamos la fiesta patronal y, cuando termina la de nuestro pueblo, nos vamos a las de los pueblos próximos. Somos devotos de todos los santos y vírgenes: si eres ateo y catalán, que no te toquen a sant Jordi ni a la Moreneta. Si eres ateo y madrileño, deseas que llegue san Isidro y después la Almudena o la verbena de la Paloma. Lo mismo les pasa a los creyentes con las fiestas paganas, como los carnavales.

Hemos hecho mundialmente famosos los Sanfermines y las Fallas. Acudimos a San Sebastián en la Semana Grande y, ya que estamos allí, nos quedamos a la de Bilbao. No nos perdemos la feria de Sevilla ni el Rocío, y hemos convertido el camino de Santiago en atracción turística universal, aun sabiendo que el apóstol jamás estuvo en Galicia.

Nos importa poco si lo que se festeja nos concierne o no: el desfile del Orgullo está cada año más lleno de heterosexuales y la marcha del 8 de marzo, de hombres. Cuando se abre en Madrid la Feria del Libro, además de diluviar, hay multitudes en el Retiro. Digo yo que, si todos fueran lectores, seríamos el país más culto del mundo. Si hay un triunfo deportivo, nos vamos a Cibeles o a Neptuno o a Canaletas, aunque el fútbol nos traiga sin cuidado. Estamos atentos al Festival de Eurovisión aunque nos parezca una horterada. Da igual lo que allí suene, la palabra mágica es festival. Son escasísimos quienes van a los conciertos multitudinarios de las estrellas de la canción por amor a la música.

Como no tenemos suficientes fiestas, las importamos. A los Reyes Magos hemos añadido Santa Claus y Papá Noel (que nunca supe si son el mismo o dos señores distintos), nos agitamos cuando se aproxima Halloween y hemos incorporado la Semana Blanca de febrero, el Año Nuevo chino, el Black Friday y el Cyber Monday. Somos los mejores para organizar toda clase de eventos, desde unos juegos olímpicos a una cumbre internacional. La palabra española más conocida y usada en el mundo es fiesta (la segunda es siesta).

Pero, ¡ay!, en este no parar de festejos, hay una excepción: la Fiesta Nacional de España, que es el día en que nos ponemos ceñudos y lo convertimos invariablemente en un conflicto. Nadie impugna las fiestas locales y regionales, las religiosas y las paganas, las pequeñas celebraciones privadas y los grandes acontecimientos. Pero llega nuestra Fiesta Nacional y nos hacemos un lío. De hecho, el día 12 de octubre es la Fiesta Nacional de España desde hace casi cuatro décadas y todavía no sabemos qué hacer con él salvo montar polémicas estúpidas nacidas del analfabetismo histórico y, en la parte oficial, un desfile militar que algunos aprovechan para perder la mañana de asueto insultando al presidente del Gobierno (algunos incluso se llevan a los niños para que aprendan a ser buenos españoles cainitas).

Por supuesto, el problema no es el 12 de octubre. Sucedería lo mismo si se metiera el calendario entero en un bombo y se eligiera un día al azar, o si se cambiara cada año. Lo conflictivo es la palabra España, con todo lo que lleva dentro. Unos por exceso de celo patriótico y otros por animadversión inoculada desde algún laboratorio político, difícilmente podemos celebrar de forma sana una Fiesta Nacional cuando, 500 años después, aún no sabemos si somos una nación, un conjunto de ellas, un Estado opresor o un maldito engorro inventado por Franco para fastidiar a los pueblos y a los pueblerinos. Cuando seguimos confundiendo la pluralidad con la diversidad y las raíces con estacas.

Foto: Felipe VI preside el desfile del Día de la Fiesta Nacional junto al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Rodrigo Jiménez)

Somos tan papanatas que nos emociona la escena de Casablanca en la que cantan "La Marsellesa"; pero si en esa misma escena o una parecida sonara la Marcha Real, muchos gaznápiros cambiarían de canal al grito de ¡fascistas! (no, amigo, los fascistas eran los de enfrente, ¿recuerdas el argumento?).

En ocasión memorable, Patxi López espetó a Sánchez: “Pedro, ¿tú sabes qué es una nación?”. Hoy, el autor de la pregunta tendría serias dificultades para responder a eso sin jugarse el puesto, tras ser purgado y después rehabilitado para ejercer la “política de concordia” de la que él y su jefe dan ejemplo cada día.

Contemplen el carajal de este año, no muy distinto de los anteriores. Se ha colapsado durante una semana el centro de Madrid porque el señor presidente exigió un emplazamiento que lo alejara de los abucheos. El Gobierno en funciones se permitió intimidar preventivamente al líder de la oposición para que no agite las calles, como si fuera Feijóo quien envía a los abucheadores.

El tropel de grupos nacionalistas con los que el partido de Sánchez ha contraído nupcias políticas se ausentó del acto, como siempre. También lo hicieron en las consultas con el jefe del Estado, como plantarán a la heredera el día que comparezca en las Cortes para formalizar su compromiso con la Constitución (mejor que hagan eso a que monten una algarada en el hemiciclo), y como sabotean sistemáticamente el Día de la Constitución y la Constitución misma. Para gobernar un país, no hay nada como la lealtad institucional y las buenas compañías.

De todos los días del año, el presidente del Gobierno de España eligió precisamente ese para mantener una amistosa conversación con Junqueras, que hacía mucho que no hablaban y andaba el hombre celoso por tanto arrumaco gubernamental a Puigdemont: los nacionalistas se pelean entre sí por los mimos de Sánchez. Se convocaron reuniones de trabajo en los centros oficiales de la Generalitat y se abrieron comercios en Barcelona para dejar claro que el día no era festivo para ellos. Seguro que esos cantamañanas son de los que no dejan escapar un puente ni un moscoso. Menuda idiotez ir a trabajar en un día libre solo por fastidiar a los españoles.

Foto: Pedro Sánchez, en el desfile militar del 12 de octubre. (EFE/Chema Moya)

Por supuesto, no faltaron a la cita los voluntariosos patriotas dispuestos a darse un madrugón un festivo para pillar un buen sitio desde el que gritarle a Sánchez que te vote Txapote”. Un ripio detestable de origen, pero mucho más después de que se abrieran las urnas el 23 de julio y aparecieran siete millones y medio de txapotes (entre ellos, quizá, varios familiares y vecinos del energúmeno).

Quizá si en lugar de un desfile militar montaran una verbena y la pusieran a las tres de la mañana con barra libre, ya sería otra cosa. O cambiar el nombre: en lugar de llamarlo Fiesta Nacional —que es lo que, al parecer, molesta—, decretar en el BOE que un día cada año se celebrará en España la Fiesta de la Fiesta, con garantía de ausencia de políticos. Ahí sí nos encontraríamos todos y, por fin, tendríamos la fiesta en paz.

*Este texto es una versión actualizada de un monólogo emitido en el programa Por fin no es lunes, de Onda Cero, el 15 de octubre de 2022).

En el verano de 1977, el Gobierno de Adolfo Suárez abolió el 18 de julio como Fiesta Nacional. Diez años más tarde, con Felipe González en el poder, el Parlamento aprobó por ley que la Fiesta Nacional de España sería el 12 de octubre. Ya lo había sido en periodos históricos anteriores: entre otros, durante la Segunda República.

12 de octubre - Día de la Hispanidad
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