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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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El Estado como barricada

Los de Feijóo parecen dispuestos a convertir el Senado en una trinchera parlamentaria dedicada esencialmente a la denuncia y la obstrucción de la acción del Gobierno

Foto: Aragonès interviene en la Comisión General de las Comunidades Autónomas en el Senado. (Europa Press/Jesús Hellín)
Aragonès interviene en la Comisión General de las Comunidades Autónomas en el Senado. (Europa Press/Jesús Hellín)
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Es unánime entre quienes más y mejor saben la convicción de que uno de los desperfectos más clamorosos de nuestro Estado de las autonomías proviene de la muy deficiente regulación del Senado en la Constitución, agravada por el desaseado uso que los partidos y todos los gobiernos sin excepción han hecho de él. Proclamado enfáticamente como Cámara de representación territorial, jamás ha cumplido cabalmente esa función. No hay programa político que se prive de plantear como imprescindible la reforma del Senado, pero nadie ha encontrado ni encontrará la ocasión para ponerse seriamente a la tarea. Como consecuencia de ello, la mayoría de los ciudadanos lo ven como un artefacto prescindible, un mero cementerio de elefantes para que los partidos depositen allí a sus viejas glorias, siempre que se mantengan leales al mando.

Sin embargo, la existencia de dos Cámaras, una de representación popular y otra territorial, es imprescindible en cualquier Estado descentralizado con vocación federal. Como eso aquí no funciona en la práctica, nos hemos inventado algunos sucedáneos federalizantes, más de maquillaje que reales. Uno es la Conferencia de Presidentes y otro la Comisión General de las Comunidades Autónomas en el Senado.

Foto: Carlos Mazón y Emiliano García-Page en el desfile del 12 de octubre. (Europa Press/Alberto Ortega)

Los sucesivos gobiernos de la democracia atribuyeron al Senado la única misión de no estorbar. Entre otros motivos, porque hasta ahora no se dio la circunstancia de que la oposición controlara la mayoría en esa Cámara. Eso ocurrirá por primera vez en esta legislatura si Pedro Sánchez consigue la investidura.

Tanto el PP como el PSOE se preparan ya para esa eventualidad. Los de Feijóo parecen dispuestos a convertir el Senado en una trinchera parlamentaria dedicada esencialmente a la denuncia y la obstrucción de la acción del Gobierno y los de Sánchez responderán —ya han comenzado a hacerlo— saboteando el funcionamiento del Senado hasta vaciarlo de toda relevancia política. Una vez más, la lógica partidaria machacando a la institucional en el marco de una polarización irreductible.

El reglamento del Senado regula con detalle la Comisión General de las Comunidades Autónomas, que debería ser una pieza valiosa si alguna vez alguien la tomara en serio. En concreto, el artículo 56 atribuye a esa comisión hasta 23 funciones, todas ellas orientadas a engrasar el funcionamiento del Estado de las autonomías y la relación de estas entre sí y de todas ellas con el Ejecutivo.

Foto: Pere Aragonès, en el Palau de la Generalitat. (EFE/Quique García)

Resulta imposible encajar en ninguna de esas funciones una cosa tan barroca como la sesión de ayer, cuyo único propósito era prolongar la campaña mitinera de carácter preventivo emprendida por el Partido Popular contra una ley de amnistía por ahora materialmente inexistente y de contenido desconocido. Ya es raro montar manifestaciones callejeras masivas para protestar contra lo que aún no existe; pero hacer lo mismo en un órgano constitucional pertenece al mundo de lo fantasmagórico.

Quizá tenga un sentido propagandístico, pero es institucionalmente anómalo convocar ese órgano con ese orden del día en medio de un proceso del que aún no se sabe si saldrá un presidente o unas nuevas elecciones, con un Gobierno en funciones y sin que exista, ni siquiera como proyecto, un texto sobre el que debatir. Ahora bien, una vez convocado el órgano con todos los requisitos reglamentarios, no menos anómalo es que el Gobierno decida desertar de su obligación vaciando el banco azul y el PSOE ordene a sus presidentes autonómicos que boicoteen la sesión, dejando sus territorios sin representación. Me pregunto si uno y otros seguirán así toda la legislatura, porque, en tal caso, lo higiénico sería clausurar el Senado para siempre.

Apareció por allí Aragonès o un trasunto de él. Pero no para participar lealmente en el debate, sino para leer una soflama sobre la amnistía y la independencia, dejar un par de recados para los ausentes Puigdemont y Sánchez y largarse sin más, quizá desinfectándose a la salida. Hay quienes llaman a esto “pasos hacia la normalización y la concordia”.

Si verdaderamente el PP se dispone a convertir el Senado en una algarada permanente y a sus gobiernos autonómicos y municipales en fuerza de choque, y, por su parte, el presumible Gobierno de Sánchez responde con dosis masivas de aceite de ricino paralizante sobre el Senado y de gas mostaza sobre las comunidades gobernadas por el PP, la ya diagnosticada metástasis del sistema institucional avanzará robustamente hacia el colapso final.

Esa metástasis se manifiesta en las noticias de cada día, hasta el punto de que ya nos hemos habituado a ella y coexistimos pacíficamente con hechos y situaciones claramente patológicos. Por considerar solo lo sucedido desde el 23 de julio:

  • Los españoles votamos hace tres meses y seguimos sin Gobierno. Esto se ha hecho crónico en la política española: desde 2015, a nuestros sucesivos parlamentos se les atraganta sistemáticamente la tarea de elegir un presidente. Ningún país de Europa habrá pasado tanto tiempo en estos años con un Gobierno en funciones (es decir, limitado por ley a la mera gestión burocrática).
Foto: Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, junto a Pedro Sánchez, presidente en funciones del Gobierno de España. (EFE/Mariscal)

Si la investidura de Sánchez se frustrara y hubiera que repetir las elecciones, entre pitos y flautas, España podría pasar un año entero sin un Gobierno efectivo. Y si la investidura prosperara gracias a la coalición destituyente, tendríamos un Gobierno en minoría casi perpetua y sometido a chantaje diario por sus poco recomendables compañeros de viaje.

  • Han pasado 20 días desde que el Rey propuso a Sánchez como candidato, pero la fecha de investidura sigue siendo un misterio. Se ve que el guiso no termina de cocinarse a gusto de los comensales. Pero olvidamos que convocar el pleno de investidura no es una potestad del candidato, sino de la presidenta del Congreso, que se supone que está ahí para algo más que esperar órdenes de la Moncloa.
  • Como consecuencia de ello, este Ejecutivo, de acreditada vocación expansiva en el ejercicio del poder, viene practicando una versión claramente abusiva del concepto “Gobierno en funciones”. Pero no tanto como para cubrir las expectativas desaforadas que Sánchez depositó en el semestre de la presidencia europea, que ha quedado reducido a un pintoresco acto en Granada y poco más.
Foto: El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, se reúne en Génova con un equipo de colaboradores y expertos en política internacional. (PP/David Mudarra)
  • El pobre papel de España en la crisis de Oriente Medio no deriva de que su Gobierno esté en funciones, sino de que está fracturado en los asuntos más sensibles para la comunidad internacional. No infunde precisamente confianza un país en el que una parte del Gobierno no disimula que simpatiza más con Putin que con Ucrania y con Hamás que con sus víctimas. Explicar semejante contrasentido como una muestra de libertad de expresión solo sirve para que aumente la preocupación por la salud política del país.
  • Atravesamos el momento más peligroso para la paz mundial desde 1945 y esta es la hora en que el presidente del Gobierno en funciones y el líder de la oposición (igualmente en funciones) no han tenido cinco minutos para ponerse en contacto y evaluar la situación. Se los ve demasiado ocupados renovando el repertorio de insultos recíprocos.
  • Desde 1980, el Tribunal Constitucional ha tenido 12 presidentes y cerca de 40 magistrados de distintas orientaciones ideológicas. Jamás ese órgano trascendental padeció una presunción de parcialidad progubernamental como la que padece ahora. Apenas ha comenzado la legislatura y todos los actores políticos —empezando por los miembros del Gobierno— dan públicamente por hecho que Cándido Conde-Pumpido y la “mayoría progresista” del tribunal arbitrarán este partido enfundados en la camiseta del oficialismo, y que se disponen a convalidar cualquier cosa que proceda de la Moncloa.
Foto: El presidente del TC, Cándido Conde-Pumpido. (EFE/Fernando Alvarado)

Lo que no resulta extraño, siendo como es un secreto a voces que magistrados en ejercicio del TC asesoran en estos días al Gobierno en la redacción de la ley de amnistía para obrar el milagro de hacerla digerible a la vez para Puigdemont y para una lectura creativa de la Constitución. El juez guiando la mano del justiciable no es lo más edificante que puede esperarse en un Estado de derecho que los dirigentes políticos van convirtiendo por turnos en una barricada frente al derecho.

Lo peor de todo es que unos y otros aseguran, muy solemnes, que todo esto lo hacen por cumplir el mandato de las urnas. Como diría Mafalda, ¡puaj!

Es unánime entre quienes más y mejor saben la convicción de que uno de los desperfectos más clamorosos de nuestro Estado de las autonomías proviene de la muy deficiente regulación del Senado en la Constitución, agravada por el desaseado uso que los partidos y todos los gobiernos sin excepción han hecho de él. Proclamado enfáticamente como Cámara de representación territorial, jamás ha cumplido cabalmente esa función. No hay programa político que se prive de plantear como imprescindible la reforma del Senado, pero nadie ha encontrado ni encontrará la ocasión para ponerse seriamente a la tarea. Como consecuencia de ello, la mayoría de los ciudadanos lo ven como un artefacto prescindible, un mero cementerio de elefantes para que los partidos depositen allí a sus viejas glorias, siempre que se mantengan leales al mando.

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