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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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¿Y ahora, qué? Bienvenidos a La Grieta española

Es la primera vez que un presidente recién reelegido sale de su investidura más quemado que al entrar. Todo lo cual preanuncia una legislatura tan abrasiva como estéril

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
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Un Gobierno puede ser poderoso y útil, que es la mejor combinación. Puede ser débil pero, aun así, útil. Puede ser tan débil como inútil. Finalmente, puede ser a la vez poderoso e inútil, lo que suma lo peor de ambos mundos. Este es el caso de lo que emerge tras esta investidura

Si se repasan todas las sesiones de investidura de la democracia, incluidas las que resultaron fallidas, se constata que en todas ellas el candidato incluyó en su discurso inicial una declaración casi ritual, afirmando su voluntad de ser el presidente de todos por encima de las diferencias partidarias. La certeza respecto al resultado de la votación invitaba a subrayar aún más la vocación integradora del presidente electo, aunque fuera repetidor en el cargo. Siempre fue una fórmula —por otra parte, de aplicación universal— para suavizar las asperezas de la pasada lucha electoral y dar un aire positivo al comienzo del nuevo mandato.

Por mucho que se busque, no se encontrará ni rastro de eso en el torrente verbal de Pedro Sánchez en esta sesión de investidura. Por el contrario, quizás este haya sido su discurso más abiertamente sectario, divisivo y hostil —pese a que su listón estaba ya por las nubes en ese aspecto—. Llevo horas preguntándome qué necesidad había de agudizar hasta el delirio el perfil cismático de su figura cuando la votación no corría ningún riesgo. La única explicación racional que se me ocurre es que, probablemente, sus aliados no le habrían admitido otra cosa. Otras explicaciones posibles escapan del ámbito del análisis político y serían objeto de otras disciplinas.

Era también convencional que el líder de la oposición incluyera una cláusula de estilo anunciando su intención de ejercer una oposición tan firme como fuera necesario, pero institucionalmente leal y de espíritu constructivo. En los tiempos de la política civilizada, se habrían escuchado por ambas partes deseos, más o menos retóricos, de contribuir a la unidad de los españoles y al interés general.

Se dirá que había mucho de hipocresía en esos formulismos, porque luego se mataban igual. Bueno, pues a mí eso me sigue pareciendo preferible a la agresión al descubierto, no solo disimulada sino exagerada a propósito, que ha marcado una investidura presidencial que, en ambos bandos de la trinchera, ha extendido aún más la preocupación en la parte sensata de la población y los gritos de victoria y/o revancha en la insensata.

No es justo repartir la responsabilidad en partes iguales. El desarrollo y el tono de una sesión de investidura siempre los marca el candidato con su primer discurso y sus intervenciones posteriores sin límite de tiempo. Pedro Sánchez no pronunció una alocución presidencial, sino una declaración de guerra. No únicamente contra el PP o la derecha política, sino contra cualquiera que rechace su concepción del ejercicio del poder. Como siempre hay momentos simbólicos, me quedo con dos que me resultaron estremecedores: cuando se atribuyó la misión de levantar un muro entre la España “progresista” y la “retrógrada” (digo yo que más bien se tratará de hacer aún más alto y grueso el muro construido en los años anteriores) y la incontenible risa sardónica, propia del Joker que encarnó Joaquin Phoenix, con la que trató de ridiculizar unas palabras de Feijóo previamente manipuladas. Que la cadena oficialista de radio lleve 24 horas jaleando ese brote como el momento estelar de la jornada es un síntoma ominoso adicional.

Foto: Una manifestante sujeta una pancarta durante una protesta contra la investidura de Pedro Sánchez. (Europa Press/Diego Radamés) Opinión

El ya oficialmente líder de la oposición se limitó a aceptar el desafío en sus propios términos. Quizá no le quedaba espacio para hacer otra cosa por aquello de que si te afliges, te aflojan; pero su terminante declaración de intenciones (“cuando todo le falle, no me busque”) tampoco resulta tranquilizadora cuando la pronuncia quien posee un enorme volumen de poder institucional y está dispuesto a usarlo, como anunció Feijóo, como fuerza de choque para combatir al Gobierno por tierra, mar y aire. El balance de este ciclo electoral es que al consenso político en España se le puede aplicar ya el viejo refrán: entre todos la mataron y ella sola se murió.

Así que entre Sánchez levantando un muro entre las dos Españas, Feijóo poniendo los poderes territoriales y el Senado en pie de guerra y entregado a una oposición de tierra quemada, Abascal elevando la apuesta hasta el paroxismo de sacar a pasear el espectro del Führer, y el pelotón de aliados destituyentes del PSOE sujetando por el cuello al presidente del Gobierno y socavando la Constitución con el poder judicial neutralizado, ya me dirán quién se ocupará aquí en los próximos años de garantizar algo que se parezca lejanamente a una gobernación razonable del país.

Lo más escalofriante del discurso de Sánchez, más allá de la catarata de insultos y navajazos que, por contraste, hizo parecer a Óscar Puente un caballero de Eton, fue el cúmulo de conceptos burdamente binarios, dicotomías de chatarrería, falsedades históricas groseras y supresión drástica de matices con que dibujó los términos de la confrontación política en España y en el mundo en la tercera década del siglo XXI.

Foto: El presidente del Gobierno en funciones y candidato a la reelección, Pedro Sánchez. (Europa Press/Gustavo Valiente) Opinión
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La pamplina de las Fuerzas del Bien Absoluto defendiendo heroicamente la libertad y los derechos del pueblo frente a la ofensiva de las Fuerzas del Mal de la derecha y la ultraderecha que se comen a los niños crudos es menos sofisticada que los libros de Formación del Espíritu Nacional que se impartían a los adolescentes hace 60 años. Ni el populista más consumado superaría un relato tan rudimentario de la realidad contemporánea.

Sostiene ahora Sánchez que la culpa del quilombo catalán corresponde, por orden de aparición, en primer lugar al Tribunal Constitucional, que osó retocar 14 artículos de los 223 que forman el Estatuto de Cataluña y convalidar todos los demás (lo que entonces no impidió a Artur Mas gobernar durante dos años más con el apoyo del PP). Después, a Mariano Rajoy, que fue quien provocó (incluso instigó) la sublevación de otoño del 17, y finalmente al Tribunal Supremo, que sentó en el banquillo a los bondadosos dirigentes independentistas y dictó una sentencia prevaricadora y represiva. Es proverbial la capacidad de este presidente no solo para aliarse con cualquiera, sino para amalgamarse con él y terminar reproduciendo su discurso. En este caso, el de Puigdemont, que puede considerarse coinvestido con la votación de ayer en el Congreso.

Quienes reprochan a esta ley de amnistía que no haya sido fruto del consenso como la del 77 quizá no han comprendido que la discordia que ha generado era condición indispensable para que la operación investidura produjera el efecto buscado. Esta amnistía necesitaba disenso tanto como la del 77 precisó consenso. Si el PP hubiera siquiera amagado con secundarla, el negocio se habría arruinado. Lo seguro es que la tramitación de esa ley en las Cortes será un infierno de varios meses que atizará aún más la hoguera de la crispación.

Bien, ya tenemos un presidente y pronto un Gobierno formateado con la expulsión de Podemos. Una mayoría parlamentaria que Rufián definió a la perfección: “Lo único que nos une es la decisión de frenar a la derecha” (se supone que no incluye a la derecha nacionalista, que es la más arcaica de todas). También una colección de pactos a varias bandas que, agrupados, conducen a un dilema: si se pagan todas las facturas que contienen, reventarán las costuras institucionales y económicas del país y se habrá implantado un modelo inverso de solidaridad territorial, con las comunidades pobres financiando a las ricas. Pero si no se cumplen, lo que reventará será la mayoría que sostiene al Gobierno.

Sánchez ocupa ahora una posición de fuerza porque en este Congreso no existe combinación posible para que prospere una moción de censura. A la vez, su debilidad deriva del chantaje permanente de sus aliados, de la avería estructural de su crédito social (que no ha hecho sino deteriorarse aún más en estos meses) y de la imposibilidad absoluta de encontrar un mínimo espacio de entendimiento con la oposición. Es decir, de lo que él mismo ha sembrado. Logró retener el poder, que es lo que le importa: pero es la primera vez que un presidente recién reelegido sale de su investidura más quemado que al entrar. Todo lo cual preanuncia una legislatura tan abrasiva como estéril. Bienvenidos a La Grieta española.

Un Gobierno puede ser poderoso y útil, que es la mejor combinación. Puede ser débil pero, aun así, útil. Puede ser tan débil como inútil. Finalmente, puede ser a la vez poderoso e inútil, lo que suma lo peor de ambos mundos. Este es el caso de lo que emerge tras esta investidura

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