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El Gobierno populista y el asalto a la Justicia
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Ignacio Varela

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El Gobierno populista y el asalto a la Justicia

Toda la actuación del Gobierno de Sánchez desde el día que llegó al poder con esos compañeros de viaje ha sido rectilínea en el sentido de neutralizar progresivamente el poder judicial

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Rodrigo Jiménez)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Rodrigo Jiménez)
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La elección de los gobernantes mediante sufragio universal en elecciones limpias y el respeto de la libertad y de los derechos individuales y colectivos de los ciudadanos son las dos primeras condiciones (no las únicas) que permiten distinguir una democracia de una dictadura. Visto así, tiene razón Antonio Muñoz Molina cuando afirma que “quien vivió en persona una dictadura se siente ofendido cuando oye llamar dictadura a este tiempo que ahora vivimos”.

El furor hiperbólico que se ha apoderado del lenguaje político en España conduce a decir muchas estupideces, con el peligro adicional de que las dice gente influyente y millones de personas las creen y las reproducen. En mi opinión, Pedro Sánchez es un político tóxico de la cabeza a los pies. Pero su poder proviene de una elección limpia y de una votación libre del Congreso de acuerdo con el trámite constitucional, no ha instalado una dictadura (no podría hacerlo aunque se lo propusiera) ni su investidura se parece en nada a un golpe de Estado (aunque, por los modos y maneras en que se ha gestado y consumado, sí tendrá los efectos de un golpe al Estado).

Nunca antes había visto a un gobernante democrático tan deseoso de que sus adversarios le nieguen la legitimidad de origen. Como no consigue que lo haga nadie sensato, se lo inventa sin más, les atribuye lo que no han dicho y arremete igualmente contra ellos, que es de lo que se trata. Quienes hablan de dictadura y golpe de Estado hacen el ridículo y, además, prestan un servicio a aquel al que dicen combatir.

Ahora bien, lo que distingue una democracia robusta y de calidad de una contaminada por las malas prácticas y progresivamente agrietada en sus fundamentos es el funcionamiento correcto de las instituciones, la interdicción de las arbitrariedades legislativas, la capacidad de construir consensos mayoritarios y preservar la convivencia y, sobre todo, la prevalencia del imperio de la ley sobre cualquier otro criterio y la independencia irrestricta del poder judicial. Visto así, puede sostenerse que la primera etapa sanchista provocó un proceso involutivo en todos esos capítulos y la segunda amenaza con rematar la faena, dejando como legado una democracia seriamente averiada y de difícil reparación.

Foto: El ministro de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, Félix Bolaños. (Europa Press/Gustavo Valiente)

Rodearse de enemigos de la Constitución para formar una mayoría parlamentaria y sostener un Gobierno no resulta gratuito. Tiene consecuencias muy serias, entre ellas, el riesgo de contagio. Sánchez ha pasado de presentar pudibundamente ese tipo de alianzas como un hecho circunstancial a desinhibirse por completo y exhibirlo como lo que fue desde el principio: una decisión estratégica de largo alcance, con vocación de perdurar y voluntad de convertirse en un factor estructural de la política española. Ello conduce inexorablemente a la simbiosis ideológica de sus componentes —en este caso, con predominio de la cultura de los socios minoritarios sobre la del mayoritario—. No hay más que leer el texto de los pactos que el PSOE ha firmado con sus aliados para comprobar hasta qué punto ha hecho suyos el constructo conceptual y el vocabulario del izquierdismo populista y del nacionalismo disolvente.

El sanchismo no conduce a una dictadura (en España seguirá habiendo libertades y elecciones limpias mientras permanezca en la Unión Europea), pero sí a un régimen de poder de naturaleza populista, entregado además, voluntariamente, a la extorsión de las fuerzas nacionalistas. Y si hay un rasgo común a todos los experimentos populistas del siglo XXI, además del cisma social que provocan, es la determinación de someter al control gubernamental todos los poderes del Estado. Esto se refiere muy especialmente al poder judicial, que suele ser el más resistente a los intentos de invasión desde el espacio político y el más celoso de su independencia.

Foto: El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión
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El hecho político más trascendente del siglo XXI en España fue la insurrección de las instituciones catalanas en el otoño de 2017. Ante el aturdimiento del Gobierno, tuvo que ser la acción firme de la Justicia (con la ayuda decisiva del jefe del Estado en el instante más crítico) quien sofocó la sublevación, restableció la legalidad constitucional y administró las responsabilidades derivadas de los múltiples delitos que se cometieron en la asonada. Se llama Estado de derecho.

La posterior alianza del partido de Sánchez con los promotores del motín institucional, con el fin de conquistar y retener el Gobierno de España, lo condujo a pasarse directamente al otro campo. Desde la misma moción de censura, el precio del pacto fue ir desmontando de forma sistemática la actuación de la Justicia, tomando como objetivos principales demoler la sentencia del Tribunal Supremo contra la actuación subversiva de los jefes del procés y desnaturalizar la doctrina sostenida del Tribunal Constitucional respecto a la radical ilegalidad de sus propósitos destituyentes.

Toda la actuación del Gobierno de Sánchez desde el día que llegó al poder con esos compañeros de viaje ha sido rectilínea en el sentido de neutralizar progresivamente el poder judicial hasta conseguir la impunidad completa de sus aliados. Por el camino, engañó como pichones a los incautos dirigentes del Partido Popular y se hizo con el control político del Tribunal Constitucional. Y tras salir milagrosamente con vida del desfiladero del 23-J, se ha quitado definitivamente la máscara y ya no oculta que va al choque directo con la cúpula judicial hasta lograr su sometimiento por asfixia. Nada nuevo bajo el sol: como Trump, como Kirchner, como Fujimori, como Bolsonaro, como Maduro, como Viktor Orbán, Salvini o como Le Pen o Mélenchon (tanto monta, monta tanto) el día que lleguen a gobernar en Francia.

Foto: Imagen del pleno del CGPJ. (EFE/CGPJ)

El aparato argumental al servicio de esta operación de poder consta de tres falacias de fondo: a) la apelación a la “voluntad popular”, como si, además del Parlamento, todas las instituciones del Estado tuvieran que sujetarse no solo al resultado de unas elecciones destinadas únicamente a elegir diputados y senadores, sino también a los pactos partidarios posteriores a esa votación; b) la coartada de la concordia como gigantesca cortina de humo de una estrategia que se nutre de atizar la discordia, y c) la llamada “desjudicialización de la política”, que equivale a establecer el espacio de los políticos profesionales como el único ámbito de la sociedad que se autoexcepciona del cumplimiento de la ley y del escrutinio de la Justicia.

Se inicia una legislatura marcada, por un lado, por la guerra sin cuartel entre el poder territorial controlado por el PP y el Gobierno central en manos del PSOE, cautivo a su vez de sus vigilantes en el Congreso y de unos supervisores anónimos en Suiza. Y por otra, por el choque de trenes entre el ejecutivo y el judicial —que también sabe defenderse a dentelladas, como está demostrando estos días—. Todo ello, con el Tribunal Constitucional sometido a una presunción generalizada de parcialidad inédita en los 40 años anteriores de su existencia. Ciertamente, el deterioro de las instituciones y del Estado de derecho ha sido muy profundo en los últimos cinco años. Todo indica que lo será aún más en el tiempo que viene.

Tampoco ayuda precisamente el empecinamiento indefendible del PP en mantener bloqueada indefinidamente la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Feijóo sabe bien que condicionar una obligación constitucional a un cambio legislativo no es de recibo. “Nuestros votos no valen menos que los de Puigdemont”, dicen en Génova. ¿A quién se le ha ocurrido semejante burrada? ¿Acaso el PP está dispuesto a emular a Puigdemont?

Foto: Félix Bolaños. (EFE/Fernando Villar)

Mientras siga así, carecerá de autoridad moral para criticar los desafueros institucionales de Sánchez. Con 137 diputados en el Congreso y mayoría absoluta en el Senado, Feijóo tiene una ocasión inmejorable para arrancar un acuerdo equitativo que evite abusos al cubrir la enorme bolsa de vacantes en los principales tribunales. Si no lo hace, esto solo puede tener dos finales: el colapso del sistema judicial y la coartada que espera el Gobierno para consumar una nueva cacicada legislativa cambiando a su gusto las reglas del juego y arramplando con el pastel entero. En ambos casos, el principal culpable ante la sociedad será el PP, y con razón.

Sé que es una alternativa que jamás debería plantearse en un Estado sano. Pero si me obligan a elegir entre Sánchez y Marchena, me quedo con Marchena. Como todo en la vida, es una cuestión de confianza y de higiene.

La elección de los gobernantes mediante sufragio universal en elecciones limpias y el respeto de la libertad y de los derechos individuales y colectivos de los ciudadanos son las dos primeras condiciones (no las únicas) que permiten distinguir una democracia de una dictadura. Visto así, tiene razón Antonio Muñoz Molina cuando afirma que “quien vivió en persona una dictadura se siente ofendido cuando oye llamar dictadura a este tiempo que ahora vivimos”.

Pedro Sánchez
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