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Pedro Sánchez, campeón del 'lawfare'
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Ignacio Varela

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Pedro Sánchez, campeón del 'lawfare'

La ejecutoria de Sánchez al frente del Gobierno contiene un curso completo y avanzado de instrumentalización partidista de las instituciones y de fraudes de ley incubados y perpetrados en los despachos de la Moncloa

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Paco Paredes)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Paco Paredes)
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Ha vuelto a hacerlo. Es notable la inclinación de Pedro Sánchez por impregnar progresivamente su discurso del ideario y el vocabulario de sus aliados hasta metabolizarlos como propios. Igual que en su lenguaje actual aparecen recurrentemente conceptos ideológicos y expresiones que, siendo ajenas a la tradición socialdemócrata, resultan reconocibles en el podemismo original, también su forma de relatar su visión de España se aproxima día a día a la de sus aliados nacionalistas (incluido el torrente de falsedades históricas que estos manejan con pasmosa soltura de cuerpo).

Repentinamente, irrumpió entre nosotros el vocablo lawfare, un neologismo que hasta hace poco no aparecía en ningún diccionario de la lengua inglesa y, por supuesto, completamente desconocido en España. Es un juego de palabras (mezcla de law y warfare) inventado por los caudillos populistas de América del Norte (Donald Trump) y rápidamente importado por sus colegas del sur (Cristina Kirchner) para encubrir sus actos corruptos y su desprecio de la ley bajo la manta de un imaginario acoso judicial contra ellos.

Puigdemont se apoderó del palabro en la campaña que desarrolla desde su fuga para difundir en Europa la idea de una Justicia española arbitraria y antidemocrática, embarcada en una persecución de los líderes de la noble causa independentista al servicio del opresivo poder político español (representado, entre otros, por el Gobierno de Sánchez). Lo secundó el resto de las fuerzas extraconstitucionales, dentro y fuera de Cataluña (también Podemos). Durante años, una legión de diplomáticos y funcionarios de nuestro servicio exterior, los partidos constitucionalistas españoles en el Parlamento europeo (también el PSOE) y el propio poder judicial se esforzaron en desmontar la falacia que pretendía contaminar el crédito de la democracia española.

Eso fue así hasta que Sánchez necesitó el auxilio de los independentistas para permanecer en el poder. Entonces, también en esa materia se hizo bífido. Durante un tiempo, siguió defendiendo retóricamente la justeza de la respuesta del Estado ante los delitos cometidos por los insurgentes; pero, en la práctica, encadenó una sucesión de decisiones metódicamente destinadas a neutralizar primero y desmontar después la acción de los tribunales, abrazando la doctrina bastarda de la “desjudicialización de la política” (eufemismo de “impunidad para los políticos amigos”).

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/Raúl Terrel) Opinión
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El paso siguiente vino con la necesidad imperiosa de contar con los siete votos de Puigdemont para la investidura. La palabra lawfare (que contiene una acusación de prevaricación contra la cúpula del sistema judicial español) apareció por primera vez en un documento encabezado por el logotipo del PSOE en el pacto del partido de Sánchez y el de Puigdemont, firmado en Bruselas.

Lo que pareció inicialmente una concesión forzada por la necesidad de comprar esos siete votos ha tardado muy poco en transformarse en doctrina propia. Se apuntó en el que se recordará como “el discurso del muro” y se consumó este jueves en una entrevista en la televisión gubernamental. Preguntado por la existencia en España del lawfare, el presidente asintió enérgicamente y lo formuló como “instrumentalización de las instituciones”. En realidad, una traducción más aproximada sería “fraude de ley cometido conscientemente por una autoridad pública”.

En mala hora lo hizo. Porque en cualquiera de esas dos acepciones, la ejecutoria de Pedro Sánchez al frente del Gobierno contiene un curso completo y avanzado de instrumentalización partidista de las instituciones y de fraudes de ley incubados y perpetrados en los despachos de la Moncloa.

La lista no puede ser exhaustiva, porque este artículo se haría interminable. Pero, visto así y solo por citar algunos ejemplos, lawfare gubernativo es dictar en la pandemia dos estados de alarma inconstitucionales y eludir la responsabilidad propia traspasando el marrón de gestionar una crisis sanitaria nacional a los gobiernos autonómicos. Lawfare, o fraude de ley, es modificar preceptos constitucionales mediante órdenes ministeriales, como se hizo en ese mismo periodo sin que nadie se haya encargado de reparar el estropicio.

Lawfare es adulterar el procedimiento legislativo ordinario mediante un uso descaradamente abusivo del utensilio excepcional de los decretos-leyes, o mediante el trampantojo de presentar como proposiciones de ley los proyectos del Gobierno con el único fin de sortear los informes preceptivos del Consejo de Estado y del Consejo General del Poder Judicial.

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Lawfare es también programar un uso clientelar de los fondos europeos (ser además incapaces de ejecutar ni la mitad de ellos no sería lawfare, sino simple incompetencia). Lawfare es permitir que los decretos de indulto y la ley de amnistía se redacten al dictado de sus beneficiarios. También lo es suplantar por la vía de los hechos el Estado autonómico por una relación confederal para dos territorios, mientras se implanta un sistema de solidaridad invertida, con las comunidades pobres financiando a las ricas. O promulgar leyes adefésicas que solo han servido para cargarse el feminismo y, de paso, hacer un favor a los violadores. Y lo es, hasta el punto de lo insoportable, que el control político de la acción del Gobierno se desplace del Parlamento español a un despacho oscuro de Ginebra.

Un caso clamoroso de lawfare por ambas partes es el culebrón vergonzoso de la no renovación del Consejo General del Poder Judicial. Por un lado, el bloqueo contumaz del PP con pretextos indefendibles, como si cumplir un mandato constitucional fuera un acto volitivo sujeto a condiciones previas. Y también la represalia del Gobierno, requisando la competencia del órgano de gobierno de los jueces para nombrar magistrados y provocando el colapso inminente de los principales tribunales del país.

En cuanto a la instrumentalización de las instituciones, terminaríamos antes citando las que no hayan sido instrumentalizadas desde la Moncloa por motivos de interés partidario. Tezanos es la representación viva del lawfare demoscópico pagado con el dinero de los contribuyentes. Junto a él, la lista se hace interminable: la Fiscalía General ("¿De quién depende?", pues eso), la Abogacía del Estado, el Instituto Nacional de Estadística, los medios de comunicación públicos y también los privados que se prestaron a ello, la empresa nacional de correos, el famoso Falcon usado como taxi privado del señor presidente, la presidencia del Congreso de los Diputados rebajada a la condición de sucursal de la Moncloa, la lenidad ante los ataques al jefe del Estado por parte de los socios del Gobierno, las ruedas de prensa del Consejo de Ministros transformadas en mítines, un BOE cuya lectura frecuentemente produce hilaridad… Por no hablar de la relación extremadamente accidentada de este presidente con la verdad.

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Con todo, lo más grave del momento actual no es que Sánchez haga suyo el discurso de Iglesias o el de Puigdemont (o, en ocasiones, el de Maduro). Es que se reproduzca en España la pauta según la cual los gobiernos populistas de cualquier signo declaran inexorablemente la guerra al poder judicial, en su propósito de someterlo a sus designios, y este, por mero instinto de autodefensa, caiga en la tentación de responder al envite de forma parecida. Ese es el punto en que el Estado de derecho se aproxima a la quiebra.

No soy equidistante en esa batalla: tengo muy claro quién empezó primero y de qué parte está la razón. Pero, dentro de la calamidad, preferiría que la práctica del lawfare siguiera siendo monopolio del Gobierno. Carlos Alsina citó hace unos días la respuesta de Martin Baron cuando Trump acusó al Washington Post de combatirle insanamente: “No estamos en guerra, presidente. Estamos trabajando”. Necesito confiar en que, pese a las provocaciones, la respuesta de los jueces españoles será exactamente esa.

Ha vuelto a hacerlo. Es notable la inclinación de Pedro Sánchez por impregnar progresivamente su discurso del ideario y el vocabulario de sus aliados hasta metabolizarlos como propios. Igual que en su lenguaje actual aparecen recurrentemente conceptos ideológicos y expresiones que, siendo ajenas a la tradición socialdemócrata, resultan reconocibles en el podemismo original, también su forma de relatar su visión de España se aproxima día a día a la de sus aliados nacionalistas (incluido el torrente de falsedades históricas que estos manejan con pasmosa soltura de cuerpo).

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