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Sumar, la libertad de expresión y el tratamiento selectivo de la injuria
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Ignacio Varela

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Sumar, la libertad de expresión y el tratamiento selectivo de la injuria

Últimamente, a la coalición gobernante le ha dado por juguetear con el Código Penal, que es la norma más trascendente del ordenamiento jurídico después de la Constitución

Foto: La líder de Sumar y vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz. (Europa Press/Gabriel Luengas)
La líder de Sumar y vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz. (Europa Press/Gabriel Luengas)
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La democracia no se limita a la libertad de expresión, pero empieza con ella. Benjamín Cardoso, primer magistrado de origen hispano en el Tribunal Supremo de Estados Unidos, dejó dicho en una de sus sentencias que “la libertad de expresión es la matriz y condición indispensable de todas las demás libertades”. Por eso es la más sagrada de todas. Ciertamente, en un Estado de derecho no hay libertades ilimitadas. Pero si en alguna de ellas hay que ser militantemente garantista y combatir las pulsiones restrictivas, es justamente en la libertad de expresión, a la que me cuesta reconocer otro límite que el punto en el que se ponen en peligro la libertad y la seguridad de los demás.

Quien realmente crea en ella ha de hacerse incompatible con la ley del embudo y las asimetrías morales que han encharcado nuestra vida pública en las últimas dos o tres décadas, singularmente desde que las distintas versiones del nacionalpopulismo hicieron de nuevo acto de presencia y plantearon una guerra cultural que, por desgracia, van ganando (no tanto por la vía electoral, sino por la del contagio).

Últimamente, a la coalición gobernante le ha dado por juguetear con el Código Penal, que es la norma más trascendente —y por ello, más delicada— del ordenamiento jurídico después de la Constitución. Lo malo es que no lo hacen guiados por una doctrina jurídica incubada con solidez y orientada al interés general, sino al son de sus conveniencias tácticas y/o de sus prejuicios ideológicos. Uno de los daños estructurales que dejará la era sanchista será el cúmulo de estropicios —algunos, difícilmente reparables— que ha infligido a la ley penal.

No deja de ser paradójico que Sumar, la fuerza política que más cabalmente representa en España la llamada cultura woke (que no es otra cosa que la versión contemporánea de la Santa Inquisición, sobrevenida esta vez desde “la deriva reaccionaria de la izquierda” que Félix Ovejero describió con brillantez), presente en el Congreso una proposición de ley que pretende derogar sin más —es decir, sin ofrecer redacción alternativa— varios artículos del Código Penal “para la protección de la libertad de expresión”, según reza el título.

Foto: Pedro Sánchez y Yolanda Díaz. (Carlos Luján/Europa Press)

Se trata de suprimir los tipos penales que castigan específicamente las injurias y ofensas públicas a la Corona, a las principales instituciones del Estado, a los sentimientos religiosos y a los símbolos o emblemas oficiales. También se suprime el delito de enaltecimiento (antes apología) del terrorismo.

El caso es que, desde una concepción integral de la libertad de expresión, es difícil no compartir el espíritu de la propuesta, más allá de su evidente oportunismo para reforzar la protección penal de los socios destituyentes del Gobierno.

En el Código Penal actual, aparecen ya hasta 30 tipos delictivos relacionados con la difusión pública de datos, opiniones o informaciones

En el Código Penal del pasado siglo existían dos delitos básicos, la injuria y la calumnia. Poco más. Pero en el texto actual aparecen ya hasta 30 tipos delictivos relacionados con la difusión pública de datos, opiniones o informaciones. Casi todos, introducidos en los últimos años.

Esa inflación de delitos de opinión se debe en parte al difícil intento de abarcar las trasgresiones que se producen en el espacio digital. Algunos tienen pleno sentido. Otros son redundantes o están hechos para la galería. Y unos cuantos vienen cargados de ideología prohibicionista.

Es lógico descargar el Código Penal de figuras delictivas que, además de innecesarias, podrían llegar a ser peligrosas en manos de según quién. Como el del artículo 543, que reprime “las ofensas o ultrajes de palabra, por escrito o de hecho, a España, a sus comunidades autónomas o a sus símbolos o emblemas”. También se habla de injurias al Gobierno o al Parlamento.

Foto: Un juez dictando sentencia. (iStock)

No quiero ni pensar lo que podría hacer con ese texto en la mano un Gobierno con tentaciones autoritarias y una interpretación expansiva de lo que es un ultraje a España. Pero también hay otros con los que algún Echenique de turno nos enviaría a Siberia sin vacilar.

Digo que es innecesario ese despliegue de delitos de opinión porque, en realidad, casi todos ellos pueden encajar sin dificultad en los dos tipos básicos de la injuria y la calumnia, sin necesidad de cualificar a la víctima. A condición, claro está, de que todo el mundo, empezando por los jueces, se tome en serio el castigo de las conductas descaradamente injuriosas o calumniosas, lo que sucede raramente. Y también a condición de que se admita, sin reservas ni cortapisas, que todas las personas e instituciones, incluidos el jefe del Estado y su familia, tienen legítimo derecho de defenderse como cualquier ciudadano, reclamando la defensa judicial frente a las toneladas de basura que se vuelcan sobre ellos de forma impune y cotidiana.

Pero, ya puestos a la tarea de proteger la libertad de expresión para todos sin sesgos sectarios, los promotores de esta propuesta y sus socios podrían aprovechar para desembarazarse de su notoria inclinación a confundir lo “políticamente correcto” con lo legalmente admisible. De criminalizar las ideas (incluso los sentimientos) que, por resultarles rechazables, pretenden convertir en condenables. Qué quieren que les diga, que algo tan humano como el odio se considere delictivo me parece extravagante y turbio, al menos mientras ello no se traduzca en actos demostrables dañinos para el prójimo.

Foto: Foto: EFE. Opinión
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Si alguien saliera a la calle y diera una paliza a un negro, a una mujer o a un inmigrante —o incitara a otros a hacerlo—, eso sería obviamente un delito. Pero quien opine que hay razas superiores, que un sexo debe mandar sobre el otro, que deben clausurarse las fronteras y expulsar a los inmigrantes, que ya estamos tardando en implantar la dictadura del proletariado o que Franco o Stalin fueron benefactores de la humanidad, debe poder decirlo públicamente sin que nadie pretenda silenciarlo por la fuerza. Por supuesto, quienes detestamos esas ideas podemos y debemos ejercer el derecho correlativo a combatirlas con todas nuestras fuerzas. Quien ofende con sus ideas debe estar preparado para ser ofendido por las ideas opuestas, sin que en ello tenga que intervenir para nada el Código Penal hasta que alguien traspase la frontera de la injuria o la calumnia: una frontera que debe ser objetiva y no selectiva, al contrario de lo que se ha hecho práctica común.

Caso aparte es lo del terrorismo. Me parece confuso y pretencioso el vocablo enaltecimiento para describir lo que, en la mayoría de los casos, es complicidad. El argumento de que ya no existen ETA ni el Grapo es peregrino: ¿acaso se ha extirpado el terrorismo del mundo? ¿Quién nos asegura que no aparezca una banda terrorista en cualquier momento? Aquí se ve claro el propósito de los proponentes de echar un manto protector a sus recientes cofrades de Bildu y, de paso, persistir en la tarea de ir desmantelando el Estado por piezas hasta dejarlo inerme. Matícese la redacción si se quiere, pero eliminar sin más el artículo 578 no es proteger la libertad de expresión, sino amparar la colaboración con el terrorismo (que es lo que hicieron, por ejemplo, Arnaldo Otegi y su portavoz parlamentaria en el Congreso).

Dicen que la Constitución española no es militante. Pero hay quienes se han empeñado en que el Código Penal sí lo sea, y no precisamente en el sentido de fortalecer el Estado de derecho. Para una vez que el yolanda-podemismo presenta algo que me parece inicialmente razonable, resulta que lo examinas con atención y rezuma hipocresía.

La democracia no se limita a la libertad de expresión, pero empieza con ella. Benjamín Cardoso, primer magistrado de origen hispano en el Tribunal Supremo de Estados Unidos, dejó dicho en una de sus sentencias que “la libertad de expresión es la matriz y condición indispensable de todas las demás libertades”. Por eso es la más sagrada de todas. Ciertamente, en un Estado de derecho no hay libertades ilimitadas. Pero si en alguna de ellas hay que ser militantemente garantista y combatir las pulsiones restrictivas, es justamente en la libertad de expresión, a la que me cuesta reconocer otro límite que el punto en el que se ponen en peligro la libertad y la seguridad de los demás.

Yolanda Díaz
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