Es noticia
Cómo se subasta un Estado
  1. España
  2. Una Cierta Mirada
Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

Por

Cómo se subasta un Estado

Cataluña dispone de la fuerza coercitiva​ para que un Gobierno de España consienta en poner el Estado en pública subasta a cambio de seguir vivo

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/J.J. Guillén)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/J.J. Guillén)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

No había que ser un genio del análisis político para prever que, con el resultado combinado de las elecciones del 28 de mayo y las del 23 de julio, cualquier fórmula que excluyera de raíz cualquier forma de concertación entre los dos partidos que recibieron el voto de dos de cada tres españoles haría la legislatura no solo ingobernable en la práctica, sino altamente tóxica para la convivencia cívica y para la salud del sistema constitucional.

Empieza uno a fatigarse de sostener debates postizos con voluntariosos biempensantes del ámbito autoconsiderado progresista que, desde la llegada de Sánchez al poder, parecen haber desarrollado una voluntad infinita de deglutir y hasta justificar cosas que los habrían hecho vomitar en cualquier momento anterior de sus biografías.

Funciona en ese espacio político el manido pero realmente existente sentimiento de superioridad moral, que hace posible expedir un salvoconducto universal valedero para cualquier conducta del campo propio, estableciendo una frontera tajante entre el bien y el mal —el famoso muro—, y también funciona el socorrido pretexto —igualmente universal— de que siempre será peor la alternativa proveniente del campo del mal, representado por la denominación infamante de la derecha.

Además de un reduccionismo irracional que evoca el famoso axioma de los viejos comunistas, según el cual es preferible equivocarte con tu partido que tener razón frente a él, ello trae consigo dos puñaladas mortales a la esencia de la democracia: la liquidación del pensamiento crítico, sustituido por la adhesión religiosa a la propia tribu, y la negación en la práctica de la alternancia en el poder, puesto que se da por válido y bien empleado cualquier recurso útil para evitar el mal mayor, que sería el Gobierno del Maligno.

Foto:  El presidente Pedro Sánchez, en su reunión con todos los miembros del Gobierno en Quintos de Mora. (EFE/Moncloa) Opinión
TE PUEDE INTERESAR
Sánchez y los límites de la política virtual
Carlos Sánchez

Escucho atónito una entrevista de Carlos Alsina al secretario general del PSOE de Madrid (que pasa por ser del sector menos zorrocotroco del sanchismo) en la que este, asediado por un racimo de preguntas pertinentes sobre el pacto entre el PSOE y JxCAT sobre la inmigración, termina atrincherándose en esta insólita construcción argumental: entregar a la Generalitat la gestión de la inmigración o de otras competencias del Estado será bueno si allí gobierna Salvador Illa, pero no lo será si gobierna el nacionalismo xenófobo (perdón por la redundancia). En consecuencia, lo procedente no es preguntarse por la mejor ubicación institucional de las políticas migratorias o cualesquiera otras, sino trabajar para que gane Illa en Cataluña y jamás gobierne la derecha en España. Ni siquiera Alsina encontró la forma de sacarlo del disparate.

Adviértase la resbaladiza derivación que contiene semejante razonamiento aplicado con carácter general. La importante no es ordenar el Estado según un reparto racional de las competencias en el marco de la Constitución, sino en función de la etiqueta política de quien gobierne en cada momento y lugar; y, en la circunstancia presente, en función sobre todo de los apremios aritméticos de Pedro Sánchez para sostenerse en el Gobierno. Es el extremo accidentalismo convertido en principio inspirador del orden jurídico e institucional. Lo preocupante es que, además de un refugio improvisado para salvar una entrevista difícil, esa visión refleja con exactitud la praxis del actual oficialismo gubernamental y el discurso de sus seguidores.

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo (d), saluda al presidente del Senado, Pedro Rollán (i). Por detrás, la presidenta del Congreso, Francina Armengol. (EFE/Mariscal)

Hay políticas que corresponden al ámbito de actuación del Gobierno y otras que deben considerarse ínsitas a la existencia misma del Estado porque aluden a elementos nucleares de la soberanía: por ejemplo, la defensa nacional, las relaciones exteriores, el reconocimiento de la nacionalidad española… y, por supuesto, el control de las fronteras y la decisión de qué personas extranjeras pueden entrar en el territorio español o ser expulsadas de él.

Es fácil comprender que, cuando el artículo 150 de la Constitución contempla la posibilidad de que las Cortes autoricen a alguna comunidad autónoma a dictar normas “para sí misma” en materias de competencia estatal, se refiere a las primeras y no a las segundas. Trocear esas competencias es tanto como trocear la soberanía: justamente lo que pretenden los independentistas y lo que jamás se ha escuchado defender a un dirigente socialista hasta que, la semana pasada, Pedro Sánchez se vio compelido a hacerlo para salvar un par de decretos-leyes en el Congreso.

Es como si lo estuviera viendo. El Gobierno se ve con el agua al cuello. Iglesias ha tumbado uno de sus decretos y Puigdemont amenaza con tumbar los otros dos. Faltan minutos para la votación. En lugar de parar el reloj, la siempre sumisa Armengol finge un fallo del sistema de votación para ganar tiempo. El centurión Cerdán se acerca a su jefe:

—Oye, que estos dicen ahora que solo votan si les entregamos la política de inmigración. ¿Qué hago?

—Firma, coño, firma lo que te pongan. Diles a todo que sí y después ya veremos cómo apañamos el asunto.

Ni un minuto para reflexionar sobre las implicaciones del compromiso. No es descabellado preguntarse qué haría Sánchez si a Puigdemont le diera por exigir el control de las instalaciones del Ejército en Cataluña o el reconocimiento oficial de las embajadas de la Generalitat en el mundo y la autonomía de Cataluña en materia de política exterior (no descarten que ello se produzca en cualquier momento, cuatro años de chantaje sostenido dan para casi todo).

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Fernando Villar) Opinión
TE PUEDE INTERESAR
Sánchez: hacedor de la realidad
Antonio Casado

Es perfectamente concebible —y deseable— que España acepte voluntariamente una transferencia de soberanía hacia una entidad supranacional como la Unión Europea. Por ello se propugna una política europea de defensa o de relaciones exteriores; por ello hemos aceptado compartir la misma moneda con otros 19 países. Y por ello España, singularmente el Gobierno que preside Pedro Sánchez, lleva años reclamando en Bruselas una política común para la gestión de los flujos migratorios. Lo que es radicalmente contradictorio con regionalizar la gestión de la inmigración dentro de España, como, sin duda, los socios europeos harán notar a Sánchez la próxima vez que reitere esa demanda. Por cierto, también resulta paradójico defender en Davos la concertación política entre conservadores, liberales y socialdemócratas en el Parlamento Europeo mientras se sabotea esa misma concertación en el Parlamento español.

El compromiso que Míriam Nogueras (en este momento, la diputada más poderosa del Congreso) arrancó al Gobierno no es solo irreflexivo y dudosamente legal: es inaplicable en la práctica, y lo saben tanto Sánchez como Puigdemont. Para el primero, fue simplemente una forma de salir del apuro y ganar unos días antes de enfrentarse a la próxima extorsión. Para el segundo, un paso más en la demostración simbólica de que Cataluña puede disponer de poderes soberanos y que él —y solo él— dispone de la fuerza coercitiva para que un Gobierno de España consienta en poner el Estado en pública subasta a cambio de seguir vivo. La alternativa, ya lo sabemos, es “colorín colorado”.

Los independentistas catalanes han tenido tiempo para reflexionar desde su fracaso de 2017. Su primera conclusión es que resulta más fácil sacar a España de Cataluña que sacar a Cataluña de España. La segunda, que la sublevación del 17 no la derrotó el Gobierno, sino la acción de los poderes del Estado: singularmente, el poder judicial y el jefe del Estado. Se han puesto a la tarea de conseguir lo primero con la colaboración imprescindible de un Gobierno central complaciente. Para neutralizar lo segundo, es preciso desarticular poco a poco el entramado institucional del Estado hasta dejarlo inerme. Ese es el sentido último de toda la plataforma reivindicativa de Puigdemont. El método es mantener el Gobierno de España bajo secuestro tanto tiempo como sea posible, y la ocasión se la ofrece la vocación cainita de quienes, a ambos lados de la trinchera, se niegan a admitir que más de dos tercios de los españoles les dieron su voto para entenderse, no para destrozarse y destrozar el país.

Foto: La ministra de Hacienda, María Jesús Montero. (EFE/Julio Muñoz)

Tiene razón Virgilio Zapatero: España no tendrá remedio hasta que se siente en la Moncloa alguien que invierta los términos de la actual ecuación moral y se disponga a hacer de la virtud, necesidad. A la vista de la oferta disponible, temo que sea pedir demasiado.

No había que ser un genio del análisis político para prever que, con el resultado combinado de las elecciones del 28 de mayo y las del 23 de julio, cualquier fórmula que excluyera de raíz cualquier forma de concertación entre los dos partidos que recibieron el voto de dos de cada tres españoles haría la legislatura no solo ingobernable en la práctica, sino altamente tóxica para la convivencia cívica y para la salud del sistema constitucional.

Pedro Sánchez
El redactor recomienda