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¿De qué sirve una amnistía manchada de mugre?
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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¿De qué sirve una amnistía manchada de mugre?

La mugre sigue cayendo sobre esta ley de amnistía que, finalmente, no servirá para nada: ni siquiera para que Puigdemont se dé por satisfecho y afloje el dogal sobre el cuello de Sánchez

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánche. (EFE/Borja Sánchez Trillo)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánche. (EFE/Borja Sánchez Trillo)
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En la noche electoral del 3 de marzo de 1996, durante la mayor parte del recuento, el PSOE fue ganando en votos y el PP en escaños. Era una situación inédita y, además, peligrosa. Puedo atestiguar, porque estuve allí, que el presidente Felipe González estaba sumamente inquieto. Considerando el clima de crispación existente, el Gobierno resultante de ese resultado tendría que soportar un serio déficit de legitimidad política.

González solo se tranquilizó cuando, al filo del 90% del recuento, el PP pasó por delante también en la cuenta de los votos. Peso a ello, los números daban de sobra para que el PSOE intentara una coalición con Izquierda Unida y los partidos nacionalistas. Con una fórmula Frankenstein como la de Pedro Sánchez, González podría haber agrupado 190 votos en aquel Congreso y permanecer cuatro años más en el poder. Pero ni por un instante se le ocurrió encaramarse a un balcón y proclamar: “Somos más”. Por el contrario, trabajó durante varias semanas para convencer a CiU y PNV de que prestaran sus votos para hacer posible la investidura de José María Aznar, ganador legítimo de las elecciones.

No pretendo equiparar situaciones y personajes disímiles. Traigo a colación este recuerdo para subrayar que, en la interpretación y gestión de un resultado electoral, los números no lo son todo. Ante datos ajustados, un dirigente responsable tiene que sopesar, además, el clima reinante en la sociedad, el contexto político, la viabilidad de sostener una fórmula productiva de gobierno y, sobre todo, la demanda del momento histórico. Solo incluyendo en su análisis todos esos ingredientes podrá saber cuál es el camino correcto.

El 23 de julio de 2023, nadie en la cúpula del Partido Socialista realizó un ejercicio como ese. Pedro Sánchez y los suyos se limitaron a amontonar números irreflexivamente hasta concluir que, amalgamando todo lo que no fuera el PP y Vox, podrían superar el listón de la investidura y quedarse en la Moncloa. ¡Somos más!, gritaron con alborozo, dando por descontados apoyos y pactos que ni siquiera habían comenzado a negociar.

Foto: El presidente del Gobierno en funciones y secretario general del PSOE, Pedro Sánchez. (Europa Press/Álex Zea) Opinión

Les faltó el razonamiento posterior. Si lo hubieran realizado con honestidad, habrían comprendido que esa fórmula de gobierno por hacinamiento de siglas contenía contraindicaciones y servidumbres que harían de la tarea de gobernar un infierno, profundizarían el cisma político y social, provocarían un choque institucional en cadena y meterían al Gobierno y al país en un pantano enfangado. Es lo que comenzó a suceder al día siguiente de la investidura y se agravará durante el tiempo que dure esta legislatura desquiciada.

A partir del imprescindible ingreso del partido de Puigdemont en el bloque de poder, el presupuesto de viabilidad de la legislatura fue una amnistía que garantizara la impunidad completa para todos los autores de hechos delictivos cometidos en Cataluña durante más de una década y relacionados —aunque fuera lejanamente— con la insurrección de 2017. Empezando por la impunidad del propio Puigdemont, sin la que —él mismo lo dejó claro— no habría investidura ni legislatura.

Foto: La vicepresidenta primera, María Jesús Montero, y el ministro de Presidencia y Justica, Félix Bolaños, este martes en el Senado. (EFE/Kiko Huesca)

Una amnistía así planteada contiene al menos cinco vicios de origen que enervan cualquiera de sus presuntas propiedades sanadoras y la convierten en una operación tóxica:

La primera es su inverosímil encaje con el espíritu de la Constitución, en lo que coincidió sin vacilar el propio Partido Socialista hasta el 24 de julio.

La segunda, su carácter descaradamente instrumental. Nadie en España cree que esta ley tenga algo que ver con el interés de la sociedad, sino que nace exclusivamente de un tráfico de intereses particulares: yo te libro de la acción de la Justicia y tú me das el poder.

Foto: El expresidente catalán Carles Puigdemont durante un debate del Parlamento Europeo el pasado noviembre. (EFE/Ronald Wittek)

La tercera, su vocación confrontativa. Esta amnistía se distingue de cualquier otra en que, para producir el efecto político deseado, necesita el disenso. Cualquier aproximación a un acuerdo con la oposición arruinaría el negocio. La amnistía nació con la misión de ser un instrumento de combate y un pilar del famoso muro. Nada de reconciliación, pues, sino todo lo contrario: cuanto más encabrona a la otra mitad del Parlamento y del país, tanto mejor para sus promotores.

La cuarta, que conduce necesariamente a una descalificación radical del poder judicial en su conjunto y, en particular, de algunos de sus órganos más significados (el Tribunal Supremo, sin ir más lejos). Para asegurarse de neutralizar cualquier obstáculo judicial al designio político de la amnistía, ha sido preciso no solo desautorizar expresamente al poder judicial, sino desacreditarlo con acusaciones de prevaricación, intentar maniatarlo para impedirle ejercer su fuero constitucional y, finalmente, invadir su espacio con apaños legislativos sucesivos, todos ellos improvisados ad hoc y cada uno más aberrante que el anterior.

La última —seguro que olvido alguna— es la dificultad de que los órganos judiciales y políticos de la Unión Europea traguen en un país miembro una medida que supone la exculpación de delitos de corrupción política, de presunto terrorismo y de connivencia desestabilizadora con el régimen de Putin. Todo ello, en contradicción flagrante con los Tratados de la Unión.

Foto: El eurodiputado del PP Javier Zarzalejos. (Partido Popular Europeo)

Ya en la legislatura anterior, desde que optó por aliarse con las fuerzas destituyentes y separatistas, Sánchez se embarcó en una sucesión de decisiones orientadas a neutralizar de facto los efectos judiciales de una sublevación institucional. Primero vinieron los indultos, luego la instrumentación política de la Fiscalía y la Abogacía del Estado, a continuación los cambios arbitrarios del Código Penal para hacer desaparecer unos delitos y aliviar otros, siempre a la medida de los inculpados.

Desde la irrupción de Puigdemont en el juego, la cosa ha adquirido caracteres delirantes. En los últimos meses, el presidente del Gobierno se ha visto forzado a redactar y presentar como propia una ley dictada desde Waterloo, aceptar modificaciones sucesivas para acomodarla a las exigencias crecientes de su secuestrador, someter su gestión al escrutinio de mesas clandestinas instaladas en el extranjero y de mediadores foráneos (unos conocidos y otros no), hacer propio el discurso y el vocabulario del nacionalismo disgregador, embarcarse en la cacería de los jueces hasta el punto de incluir el vocablo lawfare en un documento con el logotipo del PSOE, comerse el veto nacionalista a la presencia del PSC en la negociación, sobrepasar su función dedicándose a calificar la existencia o no de ciertos delitos en causas abiertas por los tribunales… y, por el camino, soportar que el mismo partido que le exigió la ley de amnistía la tumbe en el Congreso, añadiendo nuevas exigencias que (bien lo sabe Sánchez, porque se lo han hecho saber quienes pueden hacerlo) conducirían a un casi seguro rechazo en el Tribunal Constitucional y en el de Luxemburgo, además de un conflicto político en el Consejo Europeo y quizá con Estados Unidos, que no está el patio para tolerar veleidades con Putin en un país miembro de la Unión Europea y de la OTAN.

El auge del populismo ha traído consigo una versión totalmente desviada del concepto de soberanía. Suponer que los jueces y los fiscales se dejarían avasallar sin resistencia por el santo capricho del Gobierno y sus aliados parlamentarios es de una ingenuidad asombrosa. Naturalmente, actúan en defensa propia; además, lo hacen con la certeza de que la razón jurídica está de su parte.

Foto: El presidente el Gobierno, Pedro Sánchez, durante una entrevista con la Sexta TV.

Los próximos pasos del Gobierno serán desoír la posición mayoritaria del Consejo Fiscal y la unánime de lo que queda del CGPJ, y, como ha anunciado el señor presidente a su entrevistador de cámara, intentar un nuevo regate legislativo para acortar drásticamente los plazos de las instrucciones judiciales: exactamente lo contrario de lo que el propio Sánchez decretó cuando los casos de corrupción afectaban al PP y le convenía que las instrucciones se eternizaran para mayor desgaste del enemigo. El uso alternativo del derecho, que es el paso previo a la extinción del derecho mismo, se ha instalado firmemente en la averiada democracia española.

Mientras, la mugre sigue cayendo sobre esta ley de amnistía que, finalmente, no servirá para nada: ni siquiera para que Puigdemont se dé por satisfecho y afloje el dogal sobre el cuello de Sánchez. Si algún día, después de muchos meses de batalla cruenta en todos los frentes, termina aprobándose en el Parlamento, recordaremos el verso de Luis Mejía al Tenorio: “Con lo que habéis osado, imposible la habéis dejado para vos y para mí”.

En la noche electoral del 3 de marzo de 1996, durante la mayor parte del recuento, el PSOE fue ganando en votos y el PP en escaños. Era una situación inédita y, además, peligrosa. Puedo atestiguar, porque estuve allí, que el presidente Felipe González estaba sumamente inquieto. Considerando el clima de crispación existente, el Gobierno resultante de ese resultado tendría que soportar un serio déficit de legitimidad política.

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