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La septicemia de una legislatura inviable
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Ignacio Varela

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La septicemia de una legislatura inviable

Tres meses desde la investidura han bastado para que emerjan con virulencia inusitada todos los vicios de origen que hacen de esta legislatura un artefacto inviable para una gobernación productiva del país

Foto: El presidente del Ejecutivo, Pedro Sánchez, interviene en la sesión de control al Gobierno. (EFE/Mariscal)
El presidente del Ejecutivo, Pedro Sánchez, interviene en la sesión de control al Gobierno. (EFE/Mariscal)
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Me disculpo con el maestro Sabina por la apropiación, quizás indebida, del título de una de sus mejores canciones. Su personaje confiesa que los 19 días que tardó en aprender a olvidar a la mujer que lo abandonó fueron en realidad 500 noches de pesadilla. Manteniendo la proporción, los 1.200 días que Pedro Sánchez anunció, desafiante, que le quedan a esta legislatura con él en la Moncloa pueden vivirse como 27.600 noches de suplicio.

Y no para el propio Sánchez, que por su gusto aún añadiría algún cero a la cifra de su estancia en el poder; ni siquiera para sus adversarios, a cuya incuria culposa debe la prórroga que le regalaron el 23-J, sino, sobre todo, para la sociedad española y para el partido que se enfeudó voluntariamente a un dirigente tóxico y ahora tiembla por su futuro.

Tres meses desde la investidura han bastado para que emerjan con virulencia inusitada todos los vicios de origen que hacen de esta legislatura un artefacto inviable para una gobernación productiva del país. Un partido gobernante que, extraviada la vocación de aglutinar una mayoría social, sólo aspira a que no la tenga el enemigo. Una coalición parlamentaria negativa y cosida a machetazos, atravesada por un amasijo de contradicciones y rivalidades, sostenida sobre el principio del chantaje mutuo asegurado y contaminada por el designio destituyente de casi todos sus componentes. La ausencia total de un proyecto compartido que vaya más allá de bloquear la alternativa. Un designio cismático que condena a la parálisis al chocar frontalmente con un diseño institucional que obliga a la concertación para todo lo importante.

La figura del presidente Sánchez llegó abrasada en su crédito a las elecciones generales, cuya convocatoria precipitó a la desesperada tras un desastre que lo dejó desnudo de poder territorial. El resultado pírrico del 23-J le dio una ocasión de sanear el clima político, regresar a la centralidad constitucional y recomponer, dentro o fuera del Gobierno, un liderazgo que no resulte insoportable para la mitad del país. Pero optó por redoblar su apuesta más hiriente y corrosiva para la convivencia.

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Tres meses que parecen tres décadas. La legislatura se inició con una declaración de guerra: por primera vez, un candidato a la presidencia del Gobierno omitía la declaración tradicional de gobernar para todos los españoles y anunciaba, como núcleo de su programa, la construcción de un muro. Una declaración de intenciones tan perversa como imprudente, porque ignoraba el hecho de que, por el camino, su oposición se había hecho con el grueso del poder territorial, además de la mayoría absoluta en el Senado y el grupo más numeroso del Congreso. El resultado fue que, también por primera vez, un presidente electo salió de su investidura aún más averiado de lo que entró.

El empeño por perpetuarse en el poder lo obligó a sumar al consorcio Frankenstein al partido de Puigdemont, lo que, a su vez, condujo a convertir una amnistía radicalmente divisiva en el acto fundacional de la legislatura del que penden todos los equilibrios que sostienen al Gobierno, y desatar una confrontación abierta con el poder judicial que venía incubándose desde el período anterior.

Foto: El presidente del Ejecutivo, Pedro Sánchez, interviene en la sesión de control al Gobierno. (EFE/Mariscal) Opinión
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Todo lo sucedido desde entonces compone un muestrario completo de las descomposturas que hacen siniestra la perspectiva de los 1.200 días con que Sánchez amenazó (ese fue el tono):

Con la fórmula elegida, sólo es posible estar en el poder si se renuncia a gobernar. Para empezar, legislar se ha hecho tarea imposible. Cada decreto-ley obliga a una convalidación en el Congreso 30 días más tarde, que se convertirá invariablemente en un ejercicio de extorsión por parte de los socios. La alternativa es aprobar proyectos de ley en el Consejo de Ministros, jalearlos como grandes conquistas y, a continuación, dejarlos dormitar durante meses.

La ley de amnistía permanece atascada en un desfiladero con salida tormentosa por ambos lados. El auto del Supremo ratificando la imputación de Puigdemont por terrorismo deja al Fiscal del Estado en ridículo ante todo su gremio y convierte la negociación con el fugitivo en un pulso de pie sobre un campo de minas.

Si finalmente el Parlamento la aprueba tras un apaño con Junts cocinado en Ginebra, entraremos en un forcejeo infernal con la Justicia española y europea para que algún día lejano pueda aplicarse. Si la ley cae por el camino (lo que no es descartable), el Gobierno no sólo perderá a Puigdemont; también, probablemente, a toda la grey nacionalista.

En todo caso, es ilusorio pensar que la “operación amnistía” esté completada a tiempo de presentar y aprobar los presupuestos; y mezclar ambas negociaciones sólo puede enredar aún más la borrascosa relación con los socios. Empieza a ser verosímil que el año 24 termine sin amnistía, sin presupuestos y con una producción legislativa misérrima.

Mientras, el PP parece dispuesto a usar su flota de gobiernos autonómicos y municipales como fuerza de choque contra el Gobierno de Sánchez. Hay que abandonar toda esperanza de ver resueltas cuestiones de fondo como la financiación autonómica o encauzado cualquier asunto que exija cooperación entre gobiernos (que son la mayoría).

Empieza a ser verosímil que el año 2024 termine sin amnistía, sin presupuestos y con una producción legislativa misérrima

Por si algo faltara, ha estallado el gigantesco grano de pus embalsado desde la pandemia, sacando a flote todas las miserias de la gestión de la tragedia y, tras ellas, el cúmulo de prácticas turbias instalado en el período sanchista.

Ninguna de las dos máximas que inspiran el llamado manual de resistencia (“siempre que llueve, escampa” y “no hay mal que cien años dure”) servirá para esta ocasión. Aquí no funcionará la amnesia colectiva. Al contrario, el destape del escándalo de las mascarillas introduce en la sociedad una brutal dosis de recuerdo sobre lo que, para muchas personas, fueron los meses más traumáticos y amargos de sus vidas.

La idea de una élite de políticos en el poder, adláteres de los políticos y una corte de aprovechados en su entorno granujeando con los productos que nos podían dar o quitar la vida mientras nos mantenían encerrados -y, en muchos casos, arruinados- es demasiado sucia para que se digiera fácilmente o se camufle con algún gesto circense como en ocasiones anteriores.

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A medida que se revelan nuevos episodios túrbidos, la infección local (Koldo) avanza hacia una septicemia que afecta a todo el organismo del poder. En el momento de escribir estas líneas, además del “aizkolari de la militancia están en la picota el exministro de transportes (al que le caerá un suplicatorio más pronto que tarde), la presidenta del Congreso de los Diputados, los actuales ministros de Interior y Política Territorial, el secretario de Organización del PSOE, la esposa del presidente del Gobierno, el líder del PSC… y todo lo que venga detrás. En Bruselas se extiende la irritación por el sospechoso manejo español de los fondos europeos.

Y en la mira de todos los fusiles, Su Persona. Como ha señalado Pablo Pombo, la temperatura del antisanchismo alcanza ya un nivel en el que un personaje como Ábalos puede convertirse en 24 horas en un héroe popular por el simple hecho de haberle propinado (en defensa propia) una patada en los huevos al Voldemort de la Moncloa.

Se nota que la crisis deviene en descomposición cuando resuena el silencio de quienes deberían acudir en tu socorro. Para empezar, el silencio de Yolanda Díaz, que bastante tiene con que no se le desmonte su partido antes del acto de fundación. El silencio de los socios nacionalistas, en vísperas de sus elecciones, atruena como un síntoma ominoso. Y lo peor de todo: aunque nadie se atreve a levantar la voz, en las filas socialistas comienza a extenderse la pegajosa sensación de que este líder puede llevarlos a todos a la ruina política para un par de décadas.

¿De verdad pretende Sánchez seguir así durante 1.200 días? Se lo digo como lo veo: salvando las distancias de época y de contexto, la dupla Koldo-Ábalos tiene mucha pinta de ser el Roldán del siglo XXI. Y estas cosas no se sabe cómo empiezan, pero sí cómo terminan.

Me disculpo con el maestro Sabina por la apropiación, quizás indebida, del título de una de sus mejores canciones. Su personaje confiesa que los 19 días que tardó en aprender a olvidar a la mujer que lo abandonó fueron en realidad 500 noches de pesadilla. Manteniendo la proporción, los 1.200 días que Pedro Sánchez anunció, desafiante, que le quedan a esta legislatura con él en la Moncloa pueden vivirse como 27.600 noches de suplicio.

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