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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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El tercer entierro del 'procés'

Los partidos constitucionales tienen que aferrarse a este Parlamento catalán y mantenerlo vivo a toda costa, porque nada bueno saldrá de permitir que ruede de nuevo la bola de la ruleta

Foto: El candidato de Junts a la presidencia de la Generalitat, Carles Puigdemont. (EFE/David Borrat)
El candidato de Junts a la presidencia de la Generalitat, Carles Puigdemont. (EFE/David Borrat)
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Ha llegado tan lejos el juego siniestro de la polarización que la satisfacción de los dos partidos principales de España por un resultado positivo no es completa por no ir acompañada del fracaso del otro. Los socialistas y los populares fueron los vencedores de la votación porque solo ellos alcanzaron holgadamente sus objetivos electorales. Ambos celebran su propio éxito, pero no pueden ocultar el fastidio que les produce compartirlo. Y se retuercen de escozor ante la idea de admitir que la victoria común es mejor para España y para la causa constitucional que si hubiera sido únicamente de uno de ellos.

Qué quieren que les diga, a mí me parece una noticia excelente que las dos fuerzas encargadas de vertebrar España dentro del orden constitucional hayan ganado conjuntamente cerca de medio millón de votos y 21 escaños en el Parlamento de Cataluña, aunque dudo que en la Moncloa y en Génova se comparta este punto de vista.

La frase más repetida desde el 12-M es que el 'procés' ha muerto. Para verificar la veracidad del aserto primero habría que precisar el concepto, porque hay quienes confunden 'procés', independentismo y nacionalismo. La extinción del primero -si es que efectivamente se ha producido- no conlleva en absoluto la de los otros dos, aunque todos ellos han recibido un sonoro bofetón en las urnas.

Si entendemos por "procés" la insurrección institucional que se incubó en Cataluña entre 2012 y 2017 y desembocó aquel otoño en la abolición ilegítima de la Constitución Española y del Estatuto de autonomía (6 y 7 de septiembre) y la no menos ilegítima -y fantasiosa- proclamación de la independencia (27 de octubre), estoy de acuerdo en que se puede firmar el certificado de defunción, salvo si nos empeñamos en resucitar al muerto. No lo estoy si se pretende instalar la idea de que con ello se ha resuelto el llamado “conflicto” y mucho menos si ese imaginario milagro histórico se atribuye en exclusiva a las decisiones de un Gobierno.

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El 'procés' no fue gorilazo cuartelero ni una revolución popular. Fue la rebelión programada de las instituciones de la Generalitat contra el orden legal al que deben su existencia y contra el Estado democrático que las cobija. Su epicentro no estuvo en las calles, ni siquiera en el Gobierno catalán, sino en el Parlamento autonómico. Y solo fue posible porque las fuerzas políticas destituyentes detentaron durante todo ese período una mayoría parlamentaria de la que abusaron, aplastando a la vez el derecho -en singular- y los derechos -en plural. Esa mayoría parlamentaria acuñó el término “unilateralidad” que estuvo desde el principio en la base de la sublevación. Todo fue unilateral porque se hizo al margen y en contra de la Constitución y al margen y en contra de al menos la mitad del pueblo de Cataluña y del resto de los españoles.

Vista así, la sublevación se ha enterrado al menos tres veces. En primer lugar, la enterró la propia Constitución activando (aunque tarde y mal) uno de sus instrumentos legítimos, el artículo 155. Después la enterró la Justicia, cumpliendo con su obligación. Finalmente, la han enterrado los propios catalanes en las urnas. Singularmente, los catalanes que en su día simpatizaron con ella y, tras una década larga de trampantojo sostenido, renegaron de ella y de sus gerifaltes quedándose en casa el día de la votación.

Foto: Entrevista a Michael Ignatieff. (Alejandro Martínez Vélez)

Sin duda, el Gobierno y sus seguidores reclamarán el protagonismo reivindicando los efectos virtuosos de su política de apaciguamiento -que otros llamamos de impunidad-. Me parece una pérdida de tiempo discutirlo en este momento y no me interesa el reparto de medallas; si ello les satisface, bienvenidos sean a la celebración, siempre que no pretendan expedir un título excluyente de propiedad a nombre de Pedro Sánchez o erigirle estatuas en Barcelona y Madrid que sustituyan a las de Colón.

Lo importante es que nos reconozcamos de acuerdo en lo trascendente, aunque duela estar de acuerdo en algo-. A saber:

a) Que el 'procés' se ha enterrado porque repetirlo ya no es materialmente posible. “Lo volveremos a hacer” ha quedado reducido a una paparrucha inane: aunque quisieran repetir la jugada, no podrían hacerlo con 61 diputados separatistas frente a 74 que, por encima de sus diferencias, quieren que Cataluña siga en España y representan a 600.000 catalanes más que ellos.

Foto: El candidato de Junts a la Generalitat de Catalunya, Carles Puigdemont. (Europa Press/Glòria Sánchez)

El debate sobre la unilateralidad quedó obsoleto. Mientras siga en pie el Parlamento elegido el 12-M, que Puigdemont, Junqueras o quienes los sustituyan renuncien a ella es tan relevante como si yo renuncio a acostarme con Ava Gardner. Simplemente, la vía unilateral dejó de estar en sus manos. Como tampoco lo está ya presidir un Gobierno, dictar leyes descaradamente anticonstitucionales, convocar referendos ilegales o inventar repúblicas independientes de su casa. Si no hay unilateralidad viable, no hay 'procés' que valga (lo que no impide que se cometan otros desafueros legales urdidos en Madrid).

b) Que pasarán las décadas y seguirá habiendo una “cuestión catalana” y un sentimiento nacionalista enraizado en una gran parte de la población de ese territorio, dispuesta a expresarse políticamente y con derecho a hacerlo. Ciertamente, la especie humana se ahorraría un sinfín de calamidades si desaparecieran del planeta los nacionalismos, pero la tarea del momento no es extirpar el nacionalismo de Cataluña, sino reconducirlo hacia la racionalidad y el respeto del orden democrático. Y mientras recuperan la cordura, nada tan eficaz como privarlos del poder con la fuerza de los votos.

c) Que es tan estúpido que un partido de ámbito nacional se atribuya el monopolio de la solución política del problema de Cataluña -o de la vertebración territorial de España- como que otro se declare único intérprete autorizado de la Constitución. Actuando así, el primero hace imposible la vertebración de España y el segundo hiere de muerte a la Constitución que dice defender. Semejantes pretensiones solo serían posibles si, a la vez, se impidiera de hecho o de derecho la alternancia en el poder, como a ratos parece buscar el oficialismo actual.

Foto: Manifestación independentista en una imagen de archivo. (Reuters/Albert Gea) Opinión

Si el presidente del Gobierno tuviera un gramo de sentido del Estado, hace años -exactamente, seis- que se habría sentado con el líder de la oposición para diseñar mano a mano una respuesta conjunta al desafío secesionista y una hoja de ruta compartida para la cuestión territorial, de tal forma que ningún partido nacionalista, con una cifra ínfima de votos ciudadanos, pudiera someter a chantaje al Gobierno de España, jugar a su antojo con las mayorías parlamentarias en el Congreso o especular con provocar cambios de Gobierno para reavivar las cenizas del conflicto. Tras el 12-M, resulta que los independentistas son más poderosos en Madrid que en Cataluña.

La ineptitud de los dirigentes independentistas propició un Parlament que quizás no sea el ideal, pero sí el mejor posible, aquí y ahora, para que este entierro del 'procés' sea el definitivo. Cargárselo por ganar un par de escaños más o por hacer daño al otro sería una gamberrada aún peor que la de abril de 2019.

La lógica política indica que los partidos constitucionales tienen que aferrarse a este Parlamento catalán y mantenerlo vivo a toda costa, porque nada bueno saldrá de permitir que ruede de nuevo la bola de la ruleta, como Puigdemont busca desesperadamente para resucitar de su fracaso. Es asunto suyo cómo lo hagan, siempre que no hagan tonterías. Y para evitar las tonterías en este juego concreto, por algún motivo confío más en Salvador Illa y Alejandro Fernández que en Sánchez y Feijóo. ¿Es pedir demasiado que los dejen hacer su trabajo?

Ha llegado tan lejos el juego siniestro de la polarización que la satisfacción de los dos partidos principales de España por un resultado positivo no es completa por no ir acompañada del fracaso del otro. Los socialistas y los populares fueron los vencedores de la votación porque solo ellos alcanzaron holgadamente sus objetivos electorales. Ambos celebran su propio éxito, pero no pueden ocultar el fastidio que les produce compartirlo. Y se retuercen de escozor ante la idea de admitir que la victoria común es mejor para España y para la causa constitucional que si hubiera sido únicamente de uno de ellos.

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