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Gómez&Sánchez, entre el presunto delito y el indecoro manifiesto
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Gómez&Sánchez, entre el presunto delito y el indecoro manifiesto

La política española no empezará a resolver el problema crónico de la corrupción política hasta que desaparezcan los paraguas de protección para los propios y los fusilamientos sumarísimos de los ajenos

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), y su esposa Begoña Gómez. (EFE/Miguel Ángel Molina)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), y su esposa Begoña Gómez. (EFE/Miguel Ángel Molina)
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A medida que avanza, el caso de Begoña Gómez se hace tan extraordinario como conocido y tan pringoso como tentador.

Es insólito porque jamás antes en la democracia española la mujer de un primer ministro protagonizó un escándalo público presuntamente relacionado con la corrupción. No recuerdo un caso semejante en las democracias europeas, aunque me vienen a la memoria nombres como Kirchner, Fujimori o Donald Trump. Pero, a la vez, los comportamientos de los actores políticos son idénticos a los de los casos de corrupción -presunta o probada- que se han vivido anteriormente en España. Todo responde a un guion archirrepetido, como si viéramos la misma película por enésima vez.

Las peores tentaciones están ahí, llamando a unos y otros a reproducir los disparates de siempre. Los adversarios pisotean la presunción de inocencia, esparcen condenas anticipadas y extraen el jugo partidario de la escandalera. A la vez, los partidarios se bunkerizan: primero lo niegan todo -incluso los hechos comprobados-, luego inventan conspiraciones político-mediáticas, a continuación sacan del desván los escándalos ajenos desde el Pleistoceno y, más pronto que tarde, terminan acusando a los jueces de prevaricar. Si por medio hay una cita electoral próxima, todo se hace aún más sucio y marrullero.

La política española no empezará a resolver el problema crónico de la corrupción política hasta que desaparezcan los paraguas de protección para los propios y los fusilamientos sumarísimos de los ajenos. Los aspavientos actuales del Gobierno de Sánchez y sus voceros ya los contemplamos antes, en términos similares, en los de Rajoy, Zapatero, Aznar o González (aunque ninguno alcanzó el grado de cinismo circense de Sánchez con la carta fake y su grotesco desenlace, incluida la manipulación del jefe del Estado). Lo mismo cabe decir de las sucesivas oposiciones y su oportunismo inquisitorial.

Se puede maldecir con razón al legislador que inventó la palabra “imputación” para designar una garantía que la ley ofrece a quien, eventualmente, podría llegar a ser acusado de un delito. La carga infamante del vocablo es evidente, y no se solucionó al sustituirla por “investigado”. Pero fueron los partidos políticos quienes se pusieron la soga al cuello convirtiendo un trámite procesal previo a cualquier juicio (y, por supuesto, a cualquier condena) en una guillotina preventiva. Pedro Sánchez se ha hartado de enviar al cadalso a otros políticos por insinuaciones mucho más livianas que las que se atribuyen a su esposa. Nadie como él ejerció de fiscal, juez y verdugo implacable de presuntos inocentes. Nadie aplicó con tanta soltura de cuerpo el uso alternativo del derecho y la moral reversible. Y nadie ejerció el clientelismo con la intensidad y el descaro de este Gobierno.

En el mundo de la política, el Código Penal no puede ser la única frontera que delimite el bien del mal. Es obvio que el gobernante que comete un delito debe responder por él. Pero además, existe un amplio catálogo de comportamientos que, sin necesidad de ser delictivos, resultan impropios y frecuentemente incompatibles con el ejercicio de una responsabilidad pública. Cuando se administran intereses y recursos colectivos y se dispone de poderes coactivos inaccesibles para el resto de los ciudadanos, los códigos de conducta han de ser más estrictos. Por pura higiene, esos códigos limitan también el margen admisible de actuación de las personas de su entorno más próximo.

Foto: Begoña Gómez en una imagen de archivo. (Europa Press/Eduardo PArra)

Imagine, querido lector o lectora, que usted necesita para su trabajo disponer de un software sofisticado y altamente costoso. Imagine que pretende entrevistarse con los más altos responsables ejecutivos de corporaciones gigantescas como Indra, Telefónica (ambas participadas por el Estado) y Google. ¿Cuál es la probabilidad de que lo dejen pasar de la puerta del ascensor? ¿Cabe esperar que no solo atiendan su petición sino que le suministren el software gratis total, sacrificando el dinero de sus accionistas y el trabajo de sus técnicos para darle satisfacción? ¿Es lógico que la universidad para la que trabaja le permita inscribir ese software a su nombre para lucrarse con él como le convenga?

Pues bien, la probabilidad de que suceda tal cadena de milagros pasa de cero a cien si su cónyuge es el presidente del Gobierno y de él dependen contratos públicos multimillonarios, la cuenta de resultados de las empresas y, quizá, la suerte personal de esos ejecutivos. Por eso el decoro indica abstenerse.

Imagine también que un funcionario, al que sientan en una mesa de contratación para adjudicar una obra o servicio, abre el expediente y encuentra una carta de recomendación firmada por la mujer del presidente del Gobierno a favor de una empresa concursante. Menudo dilema. Puede hacer caso omiso de la recomendación, puede atenderla o puede presentársela a su jefe y que él resuelva. En cualquiera de los tres casos, quien firmó esa recomendación puso al funcionario en una situación injusta y peligrosa. Otros lo llamarían extorsión implícita.

La segunda carta que ayer difundió el ciudadano Pedro Sánchez (se supone que a título de esposo doliente, puesto que no se identifica institucionalmente como presidente del Gobierno ni como secretario general de su partido) es tan extravagante en la forma y en el fondo como la primera, aunque en esta ocasión se cuida de abrir el menor resquicio de duda sobre su permanencia en el poder. Al margen de la estomagante retórica populista y la sintaxis detestable, en ella hay varios elementos que no son de recibo en la normalidad democrática:

Conectar directamente la actuación del juez instructor con la votación del 9 de junio presenta al magistrado como actor electoral de parte y contiene una acusación directa de prevaricación por razones partidistas. La gravedad del ataque basta para explicar que el ciudadano Sánchez no se atreva a poner un sello oficial en el texto calumnioso, lo que no impide constatar que se está alimentando un choque institucional de consecuencias devastadoras. Si la imputada Gómez comparte ese texto de su marido, ya está tardando en recusar al magistrado antes de que este o cualquier otro abra una causa a ambos por desacato.

Es falso que exista una “regla no escrita” que obligue a los órganos de la Justicia a acoplar -por acción o por omisión- su agenda procesal al calendario electoral. Si tal cosa se practicara, sería radicalmente inconstitucional. Sánchez confunde una convención parlamentaria con un cambalache jurisdiccional que se ha inventado para injuriar a este magistrado.

Foto:

Relacionar la causa de su mujer ante la Justicia con los conflictos de Ucrania y Palestina es simplemente inmoral. Y es una ofensa al Parlamento Europeo requerir a los simpatizantes de su partido que utilicen el voto no para lo que es, sino para tomar partido en una causa judicial de naturaleza privada.

Quizá lo más fraudulento del panfleto sea mezclar este asunto con la causa feminista. No se trata de que la mujer de un presidente no pueda trabajar, esa es una estupidez que nadie sensato sostiene. Pero es razonable que un familiar íntimo del primer ministro en un país serio (sea esposa, esposo, hermano, padre o hijo) tenga convencionalmente vedadas ciertas actividades. Entre ellas, sin ninguna duda, dedicarse al lobby (o, como dicen en Hispanoamérica, al cabildeo). Por muy legal que sea.

Hablando de feminismo, sorprende que la única persona que no ha abierto la boca para defender su honra presuntamente mancillada sea la propia Begoña Gómez. Me pregunto qué o quién le impide hacerlo, o por qué prefiere escudarse tras un ejército de hombres y un aparato institucional a su servicio para defender una causa estrictamente personal, puesto que ella es la única investigada.

Mientras la Justicia no dictamine lo contrario, considero a Begoña Gómez inocente de cualquier delito. Me pregunto por la posible responsabilidad del presidente del Gobierno si se demostrara que conoció las andanzas de su mujer, que conoció también su situación judicial de investigada desde el primer día y que no hizo nada por frenar las primeras y ocultó deliberadamente lo segundo. Y en lo que se refiere a los hechos conocidos y no desmentidos, afirmo que el comportamiento de la esposa del presidente, legal o no, fue manifiestamente impropio de su posición y carente de decoro.

Por lo demás, con la enardecida defensa de su esposa pro domo sua, Sánchez ha conseguido hacerla universalmente famosa en el peor de los sentidos posibles. Con ciertos amigos, no son necesarios los enemigos.

A medida que avanza, el caso de Begoña Gómez se hace tan extraordinario como conocido y tan pringoso como tentador.

Begoña Gómez Pedro Sánchez
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