Una Cierta Mirada
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España, en la espiral del caos institucional
El empeño de Pedro Sánchez de sostener contra viento y marea una fórmula de gobierno para la que no hay mimbres viene sometiendo al engranaje de las instituciones del Estado a un estrés que se hace insoportable cada día que pasa
En la noche electoral del pasado domingo, sostuve en Onda Cero que el impacto de las elecciones europeas en nuestra política doméstica duraría hasta el viernes. Me equivoqué: duró hasta el martes. No habían pasado 48 horas del recuento y las elecciones europeas eran historia antigua, salvo por el episodio chusco de la dimisión fake de Yolanda Díaz fingiendo que dejaba la dirección orgánica de un partido fantasmal que, precisamente, carece de organicidad.
Lo que no es fantasmal ni fake, sino muy real, es el destrozo de la ingeniería institucional sobre la que se asentó el sistema político español nacido en 1978. Un proceso degenerativo que comenzó al paso en 2004, aceleró al trote a partir de 2015 y cabalga a galope tendido desde las elecciones de 2023, al parecer sin posibilidad de freno.
El empeño de Pedro Sánchez de sostener contra viento y marea una fórmula de gobierno para la que no hay mimbres viene sometiendo al engranaje de las instituciones del Estado a un estrés que se hace insoportable cada día que pasa. El llamado “bloque de constitucionalidad”, que no es solo la Constitución, sino el edificio normativo que la desarrolla y el conjunto de convenciones no escritas que engrasan el funcionamiento del sistema, se aproxima a una situación de colapso por la vía de hecho. Como recuerda Emilio Lamo de Espinosa, quienes viven en directo esas espirales destructivas solo descubren que las cosas no tienen remedio cuando, efectivamente, ya no tienen remedio. Serán los historiadores del futuro quienes nos mostrarán la dimensión de lo deshecho sin reparación posible.
La primera institución despedazada por la violenta tracción del sanchismo es el propio partido del presidente del Gobierno. Para quienes aún albergan ilusiones al respecto: no, no queda nada reconocible del partido que Felipe González y otros refundaron en los años 70 del siglo pasado, el que contribuyó decisivamente a la construcción de esta democracia y encabezó desde el Gobierno (singularmente en sus primeros años) el período reformista más intenso y fructífero de la España contemporánea.
Sobre el mismo solar se ha montado una organización de funcionamiento autocrático, despojada de todo mecanismo de elaboración colectiva de las decisiones, basada en la obediencia ciega y el culto a la personalidad y, sobre todo, migrada a la ideología del populismo divisivo. Quedan una sede y una sigla que se usa como cobertura legitimadora de una práctica política radicalmente opuesta a su naturaleza anterior.
La determinación de alcanzar el poder y sostenerse en él mediante una alianza duradera con un conjunto de fuerzas extraconstitucionales (en algunos casos, abiertamente anticonstitucionales) subvierte la lógica de una maquinaria institucional diseñada para funcionar desde la concertación política transversal y la lealtad constitucional, suplantada por las exigencias partidarias del caleidoscopio que forma el tinglado gobernante.
El resultado inmediato es la congelación de la agenda reformista del país y su impotencia ante los desafíos del siglo XXI. La consecuencia inexorable (de la que estamos en pleno auge), un choque masivo entre las instituciones del Estado llamadas originalmente a colaborar entre sí. Y el daño más profundo, el deterioro de la convivencia a medida que el veneno polarizador fabricado en los laboratorios de la política se inocula en el organismo social y produce sus efectos cismáticos.
La ley de impunidad (sacrílegamente nominada de amnistía) con la que Sánchez compró su investidura ha provocado, como era de esperar, una tempestad en la relación de los tres poderes del Estado. El Ejecutivo humilló al Parlamento haciéndole tragar como proposición de un grupo parlamentario lo que en realidad fue una operación cocinada entre los despachos de la Moncloa y la residencia de un fugitivo en Waterloo. Por regatear al Consejo de Estado y al Consejo General del Poder Judicial, ni siquiera tuvieron la gallardía de presentarla como un proyecto de ley del Gobierno (lo que casó con la displicente chulería del jefe del Ejecutivo ausentándose ostentosamente de los dos debates en el Congreso y encargando la defensa de la ley a subalternos pendencieros).
El Parlamento se dejó pisotear deglutiendo textos sucesivos redactados fuera de España, sin que a los diputados responsables del debate y tramitación de la ley se les permitiera hacer otra cosa que acudir el día que les indicaron y apretar un botón para convalidar un texto que ni siquiera conocían.
En la hora de la aplicación de la ley por los tribunales competentes, se ha desatado la batalla campal anunciada. El Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional, en acción defensiva evidentemente coordinada, solo necesitaron tres horas desde la publicación de la ley para empezar a desplegar su fuero legítimo, pese a las amenazas implícitas (a veces, explícitas) del Gobierno. Es obvio que los autos estaban redactados hace semanas. Como ni unos ni otros se fían del Tribunal Constitucional (aquejado de una fatal presunción de parcialidad partidista), el campo de batalla elegido será la Justicia europea. Sufriremos varios meses de forcejeos, trampas y maniobras oscuras hasta saber si la única ley que justifica la legislatura cumplirá o no la única función para la que se redactó, que era exonerar a Puigdemont y ponerlo en condiciones de recuperar la presidencia de la Generalitat desde la que encabezó la sublevación del año 17.
Tras cinco años de bloqueo irresponsable por parte del PP y de argucias escapistas de la Moncloa, están a punto de conseguir la liquidación práctica de un órgano constitucional como el Consejo General del Poder Judicial. Siempre fue anómalo el protagonismo del Gobierno en una negociación en la que el Ejecutivo no pinta nada, puesto que se trata de un mandato directo de la Constitución al Parlamento. Tan anómalo como la huelga de brazos caídos de los presidentes de ambas cámaras, como si el asunto no fuera con ellos. O como el hecho de que el presidente, inmediatamente antes de retomar la negociación, se presente en la televisión gubernamental para amenazar al CGPJ con la represalia final, la que lo dejaría convertido en un pingajo inútil. Si se consuma el atraco, ningún juez digno debería aceptar formar parte de un organismo arrastrado durante cinco años y finalmente vaciado de todo contenido. Por cierto, el silencio presidencial sobre quién designaría a los jueces en España en lugar del CGPJ permite legítimamente presagiar lo peor.
La bronca entre el Gobierno y sus aliados políticos frente a la Justicia, con acusaciones expresas de prevaricación judicial por parte del presidente y sus voceros, se acompaña de otra no menor entre jueces y fiscales, y muy singularmente en el interior del Ministerio Fiscal. Si hay sospechas de partidismo respecto al presidente del Tribunal Constitucional, en lo que se refiere al fiscal general del Estado lo que hay es certeza de beligerancia partidaria. El crédito y el prestigio de la Fiscalía es otra de las víctimas de esta etapa política.
Mientras, el Parlamento permanece en el marasmo, incumpliendo sistemáticamente sus funciones constitucionales. Puesto que tanto el Gobierno como la oposición están en minoría en el Congreso y el Senado es una caja vacía (como mucho, una estéril cámara de resonancia del PP que lo controla), no hay rastro de actividad legislativa, aprobar un presupuesto es una utopía y el control de Gobierno se reduce a las horrisonas sesiones de los miércoles, que dejan el hemiciclo perdido de basura. El debate del estado de la Nación pasó a la historia. Desde hace una larga temporada, el edificio de la Carrera de San Jerónimo sirve mayormente para que lo visiten los turistas.
El Partido Popular se hizo con la mayoría del poder territorial y, desde entonces, sus alcaldes y gobiernos autonómicos se alinearon en formación de combate contra el Gobierno, mientras este aplica un método de premios y castigos selectivos que padecen los habitantes de los territorios que osaron votar mayoritariamente al PP. No hay ninguna esperanza de que en esta legislatura se alcance una reforma del sistema de financiación autonómica que espera desde 2013. Y Sánchez no ha convocado ni convocará la Conferencia de Presidentes, otro órgano de cooperación institucional convertido en juguete roto.
A medida que se debilita la posición política del Gobierno y se agrieta la mayoría de ocasión que lo puso en pie, este se siente forzado a aumentar la presión sobre el entramado institucional, jugando siempre al límite del reglamento. Pronto asistiremos a nuevas cacicadas en la renovación de los órganos reguladores de la economía, empezando por el Banco de España. La violación continuada de todas las convenciones de una institucionalidad saludable es la peor herencia del sanchismo. Entre otros motivos, porque ha sembrado el campo de juego de precedentes altamente peligrosos que sus sucesores reproducirán en caso necesario.
Como dice Virgilio Zapatero, con esta política esta Constitución no tiene futuro. Y cuando la cosa no tenga remedio, caeremos en la cuenta de que no tiene remedio y que nos hemos cargado lo más sabio que hicimos los españoles desde que Isabel y Fernando decidieron casarse y fundar esta nación.
En la noche electoral del pasado domingo, sostuve en Onda Cero que el impacto de las elecciones europeas en nuestra política doméstica duraría hasta el viernes. Me equivoqué: duró hasta el martes. No habían pasado 48 horas del recuento y las elecciones europeas eran historia antigua, salvo por el episodio chusco de la dimisión fake de Yolanda Díaz fingiendo que dejaba la dirección orgánica de un partido fantasmal que, precisamente, carece de organicidad.
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