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Teoría y práctica del fango informativo
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Teoría y práctica del fango informativo

El modelo de relación del Gobierno de Sánchez con el universo de la información es similar al que practicó Trump: se llama neurosis obsesiva

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/Eduardo Parra)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/Eduardo Parra)

Se atribuye a Voltaire la archifamosa frase “detesto lo que dices, pero defenderé con la vida tu derecho a decirlo”. Su traducción en muchas democracias contemporáneas (también en España, pero no solo en España”) es “detesto lo que dices y, por ello, haré lo posible para que no lo digas”. Es peligroso cuando ese espíritu se trasluce en el comportamiento del poder político, pero no lo es menos, sino más, cuando emana de la propia sociedad.

La censura no es posible salvo en una dictadura. Su lugar lo ocupa el acoso de las jaurías que apatrullan las redes sociales, frecuentemente alimentadas -incluso organizadas en formación de combate- por quienes detentan el poder o aspiran a él. El siglo XXI contempla la reedición de la Inquisición, con sus torquemadas y sus herejes. Y ¡ay!, con los papeles tradicionales cambiados: hoy La Codorniz la prohibiría la izquierda y Voltaire sería quemado en la hoguera por alguna Belarra que lo señalara (suponiendo que Belarra haya leído a Voltaire, que es suponer mucho). La Ilustración expira de forma irreversible a manos de los Savonarolas de nuestro tiempo.

¿Está en peligro la libertad de expresión en España con este Gobierno? Si la pregunta se formula así, la respuesta evidente es que no. No podría estarlo en el marco de una democracia constitucional que pertenece a la Unión Europea. Nada ni nadie me impedirá escribir y difundir este o cualquier otro artículo, por crítico que sea con el poder, siempre que esté dispuesto a asumir que para mí (o para cualquiera que se exprese en el mismo sentido) estarán vetadas las oficinas del oficialismo, así como las de los medios alineados con él; que el periódico que acoja opiniones similares (aunque también acoja las opuestas, como hace El Confidencial) será sometido a asfixia económica, privado de ayudas oficiales y severamente discriminado por las oficinas de prensa gubernamentales en la dispensa de información o en la posibilidad de entrevistar a los gobernantes. Que los directivos de este periódico recibirán llamadas de la Moncloa exigiendo mi cabeza o la de otros colegas. Y que, indefectiblemente, las turbas cibernéticas reclutadas al efecto nos llamarán fascistas. En la España de hoy, si no te han llamado fascista no eres nadie entre los librepensadores. O quizá, en algún momento que ni siquiera recuerdas abdicaste del pensamiento libre.

La libertad de expresión en España no está ni más ni menos en peligro que lo estuvo en Estados Unidos durante la primera presidencia de Donald Trump. No se cerraron el New York Times, el Washington Post o la CNN, ni fueron sometidos a censura previa; y ninguno de ellos se privó de criticar sistemática y acerbamente al presidente y sus políticas. Tampoco se derogó la Primera Enmienda de la Constitución, que sacraliza la libertad de expresión. Cuentan, sin embargo, que, en la noche electoral de 2020, se oían por todo el recinto de la Casa Blanca los aullidos de un Trump iracundo insultando a Rupert Murdoch, propietario de la cadena ultraconservadora Fox News. Motivo: a la vista de la evolución de los resultados, los periodistas de la Fox comenzaron a referirse a Biden como “presidente electo”, lo que ya llevaban varias horas haciendo los demás medios. Pronostico que algún día los responsables del consorcio mediático que sostiene a este Gobierno vivirán una situación similar a la de Murdoch.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ante los medios. (Reuters/Violeta Santos Moura) Opinión

El modelo de relación del Gobierno de Sánchez con el universo de la información es similar al que practicó Trump: se llama neurosis obsesiva. Oscila entre el intervencionismo obsceno en la estructura de propiedad de los medios (de los que se dejan meter mano, entre los que no está El Confidencial), la aplicación selectiva de premios y castigos entre adictos y desafectos y la intimidación como instrumento disuasorio para los rebeldes.

La principal diferencia es que, por desgracia, los medios informativos en España son mucho más débiles y dependientes de los poderes públicos que los norteamericanos. Es cierto que nadie puede prohibirte publicar lo que desees siempre que no violes la ley que protege la libertad y la seguridad de los demás; pero cualquier gobierno de monda, incluso un alcalde -para qué hablar de las empresas públicas disfrazadas de privadas- puede hacerte la vida realmente difícil si se lo propone. Al parecer, este se lo ha propuesto.

Foto: Correo electrónico Rubén Eladio López. (EC)

Fango, pseudomedios, tabloides digitales, máquinas de bulos… La fábrica monclovita de neologismos posee una fertilidad asombrosa; tanto como la disciplina con la que el presidente repite hasta la náusea las consignas que le suministra su servicio de propaganda. En las últimas semanas, Sánchez ha pronunciado la palabra “fango” no menos de un millar de veces, viniera o no a cuento. Coincide con la fase histérica en que entraron Pedro el Grande (el del barrio de Tetuán, no el de San Petersburgo) y su corte cuando El Confidencial y otros medios comenzaron a publicar informaciones veraces y no desmentidas, potencialmente comprometedoras para Begoña Gómez.

Otro síntoma fue el órdago de farol de promulgar una ley que ate corto a la prensa insumisa, con el pretexto de trasponer un reglamento europeo sobre prevención de la desinformación que, en realidad, se refiere a la llamada “guerra híbrida” entre Estados; vaya, que tiene mucho más que ver con Putin que con Cardero. Por cierto, el reglamento ya está vigente en España, como todos los de la Unión Europea, que se convierten directamente en derecho interno de los países miembros.

Hablando de fango como excrecencia de la información: lo he observado desde dentro durante décadas y puedo asegurar que nadie intoxica más a la opinión pública y esparce tanto fango informativo como los departamentos de comunicación de los gobiernos y de los partidos políticos, especialmente en las proximidades de una cita electoral. Ninguno de ellos está diseñado para suministrar al público información transparente, neutra y objetiva sobre los asuntos propios de su ámbito de gestión. Abundan más bien las campañas de autopromoción más o menos obscena, las estadísticas truchas o manipuladas, los lavados del cerebro colectivo, la inoculación de subproductos ideológicos, la ocultación de las partes incómodas de la realidad, las filtraciones embusteras para consumo de periodistas incautos… No les pagan para que usted esté debidamente informado, sino para hacer con la imagen del ministro, presidente o secretario general de turno lo que la Academia de la Lengua con el idioma: limpiar, fijar y darle esplendor.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. (Europa Press/Eduardo Parra) Opinión
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Lo que el PSOE gastó durante la última semana de la campaña de las elecciones generales del 23-J en una campaña de intoxicación masiva y segmentada a través de las redes sociales (especialmente, de las aplicaciones de mensajería) duplicó el presupuesto anual de este periódico.

Además, el Gobierno es el primer anunciante de España, a una distancia sideral de todas las empresas comerciales. Entre los ministerios y las empresas públicas dependientes de él, en 2023 gastaron más de 200 millones de euros en la autodenominada “publicidad institucional” (que frecuentemente tiene poco de institucional). Penetrar en el reparto detallado de esa cifra es misión imposible, pero, a la vez, es un secreto a voces con qué criterios se hace.

Imaginen la cantidad de fango que puede producirse y las servidumbres que pueden crearse en un universo mediático crónicamente menesteroso manejando esas cifras como retribución o pago adelantado por los servicios prestados a la causa. Y pese a todo, la historia demuestra que siempre que un Gobierno ha declarado la guerra a la prensa independiente, la ha perdido.

Se atribuye a Voltaire la archifamosa frase “detesto lo que dices, pero defenderé con la vida tu derecho a decirlo”. Su traducción en muchas democracias contemporáneas (también en España, pero no solo en España”) es “detesto lo que dices y, por ello, haré lo posible para que no lo digas”. Es peligroso cuando ese espíritu se trasluce en el comportamiento del poder político, pero no lo es menos, sino más, cuando emana de la propia sociedad.

Pedro Sánchez
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