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Ignacio Varela

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Frankenstein en la UCI

Con el resultado del 9-J, la investidura de Sánchez sería inviable aunque mantuviera el apoyo de todas las fuerzas que se concitaron para sacarla adelante

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press)
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Por primera vez desde que se dio por liquidado el bipartidismo, en las elecciones europeas del 9 de junio la criatura que Rubalcaba bautizó como “coalición Frankenstein” quedó en minoría numérica respecto a los partidos de la derecha de ámbito nacional. Si prefieren decirlo así, por primera vez en una votación de ámbito nacional Godzilla derrotó a Frankenstein.

Con el resultado del 9-J, la investidura de Sánchez sería inviable aunque mantuviera el apoyo de todas las fuerzas que se concitaron para sacarla adelante en un acuerdo que comenzó y concluyó con el mismo acto de la investidura. Tanto el Gobierno como la oposición están en minoría en el Congreso, lo que explica la pertinaz sequía del Parlamento más estéril de la democracia.

Allá por el año 2015, Pedro Sánchez llegó a la conclusión de que el PSOE jamás podría volver a gobernar con su propia mayoría y, por tanto, estaba obligado a buscar el poder mediante alianzas heterogéneas. Ello abrió una crisis abismal en el seno del Partido Socialista que se saldó con la victoria de Sánchez en la votación interna plebiscitaria de mayo de 2017.

Es lógico que la batalla fuera tan cruenta como fue, porque la proposición de Sánchez conducía a que el PSOE se desprendiera de tres de sus señas de identidad más nucleares desde que Felipe González y otros lo refundaron en los años 70 del siglo XX: la vocación mayoritaria, la autonomía estratégica del partido y la voluntad de vertebrar España en torno a un proyecto nacional compartido y, a la vez, respetuoso de la diversidad del país. Añádase a esas tres renuncias históricas la conversión del PSOE en una organización autocrática de mando unipersonal y tendremos la mutación completa, aunque se mantenga el rótulo como reclamo comercial.

Foto: Ione Belarra, líder de Podemos, ayer en el Congreso (Europa Press/Eduardo Parra)

El segundo razonamiento que dio origen y sentido a la fórmula Frankenstein fue el teorema de Pablo Iglesias, según el cual el bloque resultante de una alianza duradera entre todas las fuerzas de la izquierda y todos los nacionalismos periféricos sería electoralmente imbatible y garantizaría el ejercicio prolongado del poder, bloqueando de hecho el mecanismo de la alternancia.

El problema es que, en el tiempo transcurrido, los fundamentos del modelo Frankenstein han perdido vigencia y hoy no solo son incapaces de hacer avanzar una legislatura condenada a la parálisis; lo que es más grave, no cabe pensar que sobre ellos pueda armarse una futura mayoría que sostenga un Gobierno.

Foto: Díaz y Errejón en el Congreso. (EFE/Mariscal)
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La descomposición progresiva del conglomerado sanchista se ha ido haciendo patente durante todo el ciclo electoral 2023-2024. Comenzó con el ciclón de las municipales y autonómicas, que entregó prácticamente todo el poder territorial a la derecha. En las generales del 23-J, solo la impericia inaudita del PP hizo posible que Sánchez salvara milagrosamente su investidura, al coste de agudizar la dependencia del PSOE dentro de su bloque de poder y de subir al carro al socio más disruptivo y más dispuesto a romper la baraja en cualquier instante.

Hasta veinte partidos tuvo que amalgamar Sánchez para alcanzar su segunda investidura: los 14 que se agruparon circunstancialmente bajo el paraguas de Yolanda Díaz -sin por ello perder su identidad- más seis fuerzas nacionalistas que abarcan desde la derecha xenófoba de Puigdemont al ultraizquierdismo del BNG y Bildu, pasando por el conservadurismo más o menos integrista del PNV.

No pasó ni una semana para comprobar la fragilidad del montaje. Podemos rompió con Sumar y desde entonces actúa más como fuerza de oposición que como parte leal de la mayoría de gobierno. El bluf de Yolanda Díaz quedó al descubierto en cuanto la presunta lideresa tuvo que dar consistencia al apresurado amontonamiento de siglas que se cobijaron bajo su paraguas de cartón. Sumar no ha cesado de encadenar naufragios electorales, la desbandada ha comenzado y no parará hasta el final de la legislatura: hoy casi todos sus componentes saben que apostaron en la casilla equivocada. Unos se disponen a emanciparse y otros amagan con reencontrarse con Iglesias.

Foto: Pedro Sánchez y Yolanda Díaz en una sesión de control al Gobierno en el Parlamento. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión
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Hoy Yolanda Díaz no puede garantizar la disciplina de los 35 diputados de su grupo parlamentario, ni siquiera la de sus cinco ministros ni la suya propia. El insólito espectáculo de una parte del Gobierno votando contra el Gobierno se repetirá con frecuencia. Sumar es un despojo electoral que ya no está en condiciones de ofrecer el caudal de votos necesario para completar los del PSOE, y dentro del Gobierno es más un estorbo que una ayuda. Por esa razón Sánchez ha perdido todo interés en ese compañero de viaje, salvo como repositorio de votos que saquear cuando sea preciso. El ninguneo del presidente a su vicepresidenta segunda en las decisiones importantes es tan ostentoso como la deslealtad de ella hacia su jefe -y, más que nunca, rival-. Esta ministra de Trabajo ya no le sirve ni para mantener a los empresarios dentro de los acuerdos sociales. Yolanda debe ser consciente de que, llegado el momento, no la devorará Iglesias, sino Sánchez.

Puigdemont hizo saber desde el principio que su trato inicial era exclusivamente investidura por amnistía, sin ningún otro compromiso ulterior. Si no reconquista la presidencia de la Generalitat, carecerá de todo incentivo para permanecer uncido a Sánchez hasta el final. Al contrario, querrá hacerle pagar el triunfo del PSC si finalmente Illa le arrebata el cargo que el orate considera suyo por derecho natural.

ERC vive aterrorizada por su caída en picado, que le está haciendo perder la eterna batalla por la hegemonía en el nacionalismo catalán. Se ve abocada a convertirse para siempre en un partido botifler o en una sucursal de Puigdemont. Su servil alianza con Sánchez solo le ha servido para que el PSC le arrebatara la mitad de sus votantes en las generales y cerca de 200.000 en las autonómicas. Sumida en el desgobierno interno, ya no lucha por el poder, sino por la supervivencia.

Foto: La secretaria general de ERC, Marta Rovira. (Europa Press/ERC/Archivo)

Finalmente, el PNV no se sacude el pánico de verse definitivamente sobrepasado por Bildu, que es el único socio de Sánchez (junto con el BNG) que ha sido políticamente recompensado por la alianza con el PSOE. A Bildu le está sirviendo para comerse al PNV en Euskadi y al BNG para comerse al propio PSOE en Galicia.

En la coyuntura presente, es más que dudoso que todos los componentes del Frankenstein estén disponibles para acompañar a Sánchez hasta el final en cuestiones tan vidriosas como los aprietos judiciales de su mujer, la batalla censora contra los medios o imponer un sistema de financiación a medida del nacionalismo catalán que provocaría una sublevación en el resto de España, incluidos los territorios en los que operan BNG, Compromís, Chunta, etc.

La probabilidad de que Sánchez pueda recomponer este mecano plagado de piezas díscolas o inservibles para una tercera investidura es mínima, por no decir nula. Esto no significa que la legislatura vaya a colapsar inmediatamente: más bien vegetará en la inanidad hasta que el presidente vea alguna coyuntura una combinación astral que le permita albergar alguna esperanza.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/Eduardo Parra) Opinión
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Mientras tanto, se multiplican los síntomas de que el PSOE -al menos, una parte de sus cabezas pensantes- ve claro que el plan de mantener a sus socios con respiración asistida a costa de su propio interés electoral dejó de tener sentido y comienza a poner en peligro su propia subsistencia a medio plazo. Es imposible que en los laboratorios estratégicos socialistas no se esté planteando un giro destinado a salvar al Partido Socialista, aunque sea a costa de dejar caer a sus actuales acompañantes.

Mantener al PSOE por encima del umbral del 30% ya no es compatible con preservar la salud electoral de sus socios. Si el PSC ha de seguir siendo el primer partido en Cataluña, tendrá que ser a costa de ERC y de los comunes. Si quiere volver a pintar algo en Madrid, tendrá que recuperar todo el terreno que cedió a Más País. Si quiere ser alguien en Galicia, deberá plantar cara al BNG. Y si quiere flotar en el conjunto de España, deberá liquidar a Sumar -y probablemente a Podemos- como el PP hizo con Ciudadanos.

Eso es así porque, al levantar el muro, renunció a competir en la frontera decisiva, que es la que existe entre los dos grandes partidos, donde existen varios millones de votantes potencialmente flotantes que son quienes determinan los cambios de mayorías (véase el ejemplo británico).

Incluso perdiendo las próximas elecciones, un 30% es el umbral mínimo que permitiría al Partido Socialista, con o sin Sánchez, aspirar a recuperar el poder en un plazo razonable. Para salvar al partido, hay que matar a Frankenstein. Los socios lo saben también y ya incluyen en sus árboles de decisiones el recálculo de sus estrategias en el escenario de un Gobierno de la derecha en España.

Por primera vez desde que se dio por liquidado el bipartidismo, en las elecciones europeas del 9 de junio la criatura que Rubalcaba bautizó como “coalición Frankenstein” quedó en minoría numérica respecto a los partidos de la derecha de ámbito nacional. Si prefieren decirlo así, por primera vez en una votación de ámbito nacional Godzilla derrotó a Frankenstein.

Pedro Sánchez
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