Una Cierta Mirada
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Jugando en el límite: Biden y el síndrome de omnipotencia
La más que correcta presidencia de Biden no le librará de un duro juicio de la historia por la forma en que ha llevado a su partido al borde del abismo, por su ceguera autoinducida y su egoísmo
La concatenación de hechos insólitos que se ha producido durante el último mes en Estados Unidos cabría en una serie de Aaron Sorkin, y aún criticaríamos al guionista por pasarse varios pueblos en su derrame creativo.
Entre la sien y la parte superior de la oreja hay una distancia inferior a dos centímetros. Si el disparo dirigido a la sien de Donald Trump hubiera alcanzado su destino, la situación sería apocalíptica. Un caudillo populista asesinado cuando estaba a punto de recuperar la presidencia del país, un anciano políticamente desahuciado y con síntomas evidentes de demencia senil en la Casa Blanca, dos décadas y media alimentando la confrontación civil y la fractura social y una sociedad en cuyos hogares hay más armas de fuego que personas.
No me parece exagerado suponer que el asesinato de Trump habría conducido a un estallido incontrolable de furia y violencia y a una crisis política inusitada, porque las huestes del candidato muerto no vacilarían en señalar directamente al Gobierno -al propio Biden- como inductor del magnicidio, y la mitad del país lo creería.
Quizás hoy estaría en peligro hasta la celebración de las elecciones. La muerte violenta de Trump habría hecho inviable la retirada de Biden y, en el menos malo de los casos, asistiríamos a una contienda envenenada entre algún candidato ultra espoleado por la cólera vengativa de sus bases y un hombre enfermo señalado por la mitad de la sociedad como homicida. Todo ello, con dos guerras explosivas en marcha, en Ucrania y en Palestina.
Más allá del escalofrío por lo que pudo ocurrir, lo de Trump pertenece a esa clase de singulares sucesos azarosos que cambian la historia del mundo. No es el primero ni será el último. Más interesante políticamente me parece el repaso del proceso borrascoso que ha conducido al abandono de Biden y la apresurada promoción de Kamala Harris a la candidatura presidencial de Partido Demócrata.
Joe Biden ya estaba incipientemente aquejado de su mal hace cuatro años, cuando ganó la elección a Trump. Pese a ello, ha tenido fuerzas y oficio para ser un buen presidente. Pero ya entonces se instaló la convicción generalizada de que su condición física daría para un mandato como mucho. Él mismo afirmó que sería un presidente de transición. Algo que asumió todo el Partido Demócrata y la gran mayoría de sus votantes. De hecho, la designación de Kamala Harris como vicepresidenta adquirió un inequívoco aroma sucesorio.
Así pues, Biden y los dirigentes de su partido han tenido cuatro años para planificar el relevo y ejecutarlo sin mayores traumas. Pero lo que sobrevino fue la tozudez del presidente enfermo por continuar cuatro años más en el cargo, el oscurecimiento deliberado de una vicepresidenta sometida a un implacable anonimato por su propio jefe y la increíble parálisis de un partido encogido, consciente de que con Biden iban a la catástrofe y que ha derrochado el tiempo, confiando en que algún juez les quitara de en medio a Trump mientras este completaba cómodamente el secuestro del Partido Republicano, transformado en un guiñapo inerte al servicio de un solo hombre.
La más que correcta presidencia de Biden no le librará de un duro juicio de la historia por la forma en que ha llevado a su partido al borde del abismo, por su ceguera autoinducida y su egoísmo. Finalmente, ha tenido que ser literalmente extraído de la candidatura en el tiempo de descuento y sin margen para hacer otra cosa que sacar a Harris del cuarto oscuro en que él la encerró y lanzarla a toda prisa a una campaña improvisada en la que todo juega en su contra.
Además de su evidente deterioro cognitivo, Biden ha sido víctima de un fenómeno conocido en la política, del que sobran los ejemplos: la del personaje que, al pisar el despacho del máximo poder, se imbuye de una especie de síndrome de omnipotencia que le hace olvidar sus limitaciones, sentirse invulnerable -y, lo que es peor, imprescindible- y convencerse de que todo le está permitido.
El complemento necesario para que el síndrome de omnipotencia de un gobernante produzca todo su efecto maléfico es que lo acompañe la parálisis atemorizada de su entorno. Tenga usted un gobierno entero, el aparato de un gran partido político y centenares de asesores a su alrededor para que ninguno de ellos se atreva a cumplir con la obligación política de bajarle de la nube y plantearle directamente el problema del que todos son agudamente conscientes. Si es mala la soledad del poder, resulta mucho peor cuando el que está en la cúspide ha extraviado su contacto con la realidad y nadie, NADIE, es capaz de ayudarle a restablecerlo.
Tuvo que producirse el hecho insólito de un debate entre los dos candidatos antes de que lo fueran formalmente -algo sin precedentes en la historia electoral de Estados Unidos- para que saltaran todas las luces de alarma y se activara in extremis el mecanismo de emergencia de la evacuación de un presidente en ejercicio de su propia candidatura y su reemplazo forzado por la única persona que podía ocupar su lugar sin crear un caos en la campaña y una guerra civil en el partido.
Justo a tiempo. Si el debate se hubiera celebrado una semana más tarde, la actuación de Biden habría sido igualmente penosa, pero ya no habría tiempo para nada. Soy muy poco dado a las teorías conspiratorias, pero no dejo de preguntarme por qué los directores de la campaña demócrata aceptaron un debate prematuro con Trump al que no estaban obligados en absoluto, siendo conscientes de que su candidato fracasaría con estrépito y quedaría al desnudo la verdadera dimensión de su incapacidad actual.
Llámenme loco, pero si eso no fue una voladura controlada se le parece mucho. De hecho, no pasaron ni veinte minutos entre el final del debate y la aparición de grandes titulares y decenas de columnas de opinión en los medios emblemáticos de los demócratas -The New York Times, The Washington Post- exigiendo a gritos la retirada inmediata de Biden. Se ve que esa noche todos a la vez se cayeron del guindo y descubrieron súbitamente que el presidente y candidato no está para hacer otra cosa que finalizar dignamente su mandato y cuidar de sí mismo.
Téngase en cuenta que el 5 de noviembre, además del presidente, se elegirá la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio de los senadores. A priori parece difícil que Kamala Harris sea capaz de levantar la elección presidencial; pero, al menos, puede que haya llegado a tiempo de evitar una debacle completa, dejando a Trump con la Casa Blanca y una hegemonía absoluta en el Congreso, además de la mayoría conservadora consolidada en el Tribunal Supremo: es decir, sin contrapeso alguno. Entonces sí habría que preocuparse seriamente por la democracia en Estados Unidos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, hubo un momento en que la Luftwaffe de Hitler destruía fácilmente a los aviones soviéticos, que estaban en un estado lamentable. Como nadie se atrevía a decir la verdad a Stalin, los gerifaltes del Politburó hicieron llamar al jefe de la flota aérea de la URSS. Tras soportar un vendaval de reproches, este se dirigió a Stalin: “Camarada presidente, no se extrañe de que esto suceda con los féretros voladores en los que enviamos a nuestros pilotos al sacrificio”. El dictador se levantó y se le oyó musitar: “No debería usted haber dicho esto”. Al día siguiente, el militar fue fusilado.
Se explica que ese tipo de cosas sucedan en una dictadura sanguinaria como la de Stalin. Se explica mucho peor que, en una democracia avanzada, un gobernante cegado por su omnipotencia imaginaria y poseído de impunidad se obstine en comportamientos visiblemente lesivos para sí mismo, para su país y para su partido sin que nadie a su alrededor reúna el valor para, al menos, advertirle del peligro. Y conste que el tema de esta columna es Biden, las deducciones ulteriores corren por cuenta del lector.
La concatenación de hechos insólitos que se ha producido durante el último mes en Estados Unidos cabría en una serie de Aaron Sorkin, y aún criticaríamos al guionista por pasarse varios pueblos en su derrame creativo.
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