Una Cierta Mirada
Por
El concierto del desconcierto: ni progresista, ni federal
La política que resultaría de la improbable aplicación de ese pacto es a la vez reaccionaria (o, si se prefiere, regresiva) y radicalmente antifederal. Y lo es porque no responde al ideario socialista sino al nacionalista
Si el partido de Pedro Sánchez tuviera 175 diputados en el Congreso, seguramente el Gobierno no habría indultado a los responsables de la insurrección institucional de 2017 en Cataluña. No se habrían suprimido del Código Penal delitos como el de sedición, dejando la Constitución indefensa ante agresiones como aquella. En ningún caso se habría promovido una ley de amnistía. Y por supuesto, la búsqueda de la presidencia de la Generalitat para el PSC jamás habría conducido a suscribir un pacto político que contiene una quiebra fundamental de la Hacienda Pública española.
No se habría hecho ninguna de esas cosas -ni otros muchos desafueros perpetrados en este período- simplemente porque no habrían sido necesarios para conquistar el poder y gobernar de forma coherente y autónoma. Pero también porque ninguna de ellas es constitucionalmente pacífica, ni guarda relación con los presupuestos ideológicos de un partido socialdemócrata vinculado al Estado de derecho, ni nace de las resoluciones de los Congresos o de los programas electorales del PSOE ni es congruente con su concepción territorial de vocación federal, plasmada en la Declaración de Granada (“Un nuevo pacto territorial: la España de todos”) que todos los socialistas españoles, incluidos los del PSC, rubricaron unánimemente en esa ciudad el 6 de julio de 2013, con la dirección de Alfredo Pérez Rubalcaba.
Tres de los cinco puntos que inspiraron aquel texto mencionaban expresamente “la solidaridad para seguir reduciendo las desigualdades territoriales”, “la cooperación efectiva entre el Gobierno de España y los gobiernos autonómicos, y de estos entre sí” y “la igualdad de derechos básicos de todos los ciudadanos, cualquiera que sea el lugar en el que residan”. Además, formulaba un rechazo drástico del tránsito -ya entonces manifiesto- del nacionalismo catalán hacia el secesionismo.
Toda la política que desde su nacimiento ha desarrollado el Gobierno de Sánchez respecto a Cataluña es doblemente fraudulenta. Lo es programáticamente porque esas decisiones no se anunciaron jamás en los sucesivos programas de ese partido en las elecciones generales. Es más, el líder las repudió hasta abrazarlas el día siguiente de la votación. Y lo es ideológicamente porque torsiona principios constitucionales no renunciables y porque, como sucede con el pacto sobre financiación firmado con ERC, no hay forma de hacerlo casar con un planteamiento progresista de los recursos públicos y mucho menos con una concepción federal del Estado.
La política que resultaría de la improbable aplicación de ese pacto es a la vez reaccionaria (o, si se prefiere, regresiva) y radicalmente antifederal. Y lo es porque no responde al ideario socialista sino al nacionalista, genéticamente reaccionario y antifederal en cualquiera de sus versiones históricas.
El tercer fraude de la cosa proviene del hecho de que ambas partes contratantes son conscientes de que lo firmado es tan inaplicable en la práctica como comprometerse por escrito a que solo llueva por las noches. En realidad, unos y otros únicamente buscaron un salvoconducto para salvar un aprieto del momento: los socialistas querían hacer presidente a Illa y los de ERC necesitaban desesperadamente evitar la repetición de las elecciones en Cataluña. Ambos firmaron en barbecho y ahora les toca gestionar las consecuencias del timo mutuamente consentido.
Me pregunto qué puede encontrarse de progresista o de izquierdas en el abstrusamente llamado “principio de ordinalidad”. Si tal principio se aplicara con carácter general, los vecinos del barrio de Salamanca de Madrid ya están tardando en exigir al Ayuntamiento que ese distrito sea el primero en inversiones y servicios, puesto que es el que más aporta a las arcas municipales. En consecuencia, barrios como Vallecas o Vicálvaro quedarían condenados a las últimas posiciones por lo escaso de su aportación. Trasladen el ejemplo a cualquier otra ciudad o comunidad autónoma de España y verán a lo que conduce.
Que yo sepa, la idea de la Hacienda Pública como un instrumento de redistribución de la riqueza y corrección de las desigualdades es un principio originalmente progresista, aceptado universalmente en las democracias modernas. Su formulación inicial es que contribuye más quien más tiene; pero el siniestro criterio de ordinalidad parido por los nacionalistas -y deglutido por el sanchismo- se carga de raíz la redistribución al añadir que “quien más contribuye, más debe recibir”. Imaginen que Alemania y los países nórdicos formularan tal política en la Unión Europea: hace tiempo que esta habría fenecido.
El engendro se hace aún más indigesto cuando se acompaña de la demanda paralela de singularidad. Al nacionalismo catalán (categoría en la que desde ahora hay que incluir al PSC) no le basta con reclamar que sean ellos quienes recauden íntegramente y administren a su capricho la totalidad de los recursos fiscales que se generen en Cataluña, y quienes decidan a su libre albedrío qué cantidad de esos recursos, a modo de limosna, entregan generosa y temporalmente al Estado al que aún pertenecen (gran concepto de la solidaridad). Además del privilegio, exigen su monopolio.
La “singularidad” de la que habla este pacto consiste en que, si España se volviera loca y estableciera no uno, sino 17 conciertos fiscales, los nacionalistas catalanes se sentirían a la vez frustrados y traicionados. Porque no se trata de que ellos tengan más de lo que tienen ahora, sino de tener más que los demás y que se note. Igual que son enemigos acérrimos del auténtico federalismo (por definición cohesivo y multilateral), también rechazarían un hipotético modelo confederal de café para todos.
Ciertamente, la Constitución consagró de modo irreversible una excepción confederal al principio de cohesión fiscal que inspira el Estado autonómico al consolidar el arcaico régimen foral del País Vasco y Navarra. Aquello no se explica sin considerar la circunstancia excepcional -e irrepetible- que existió en la Transición y condicionó el pacto constitucional. Lo de ahora es distinto: se trata de ir dotando progresivamente a Cataluña de las estructuras de Estado que le faltaron en 2017, aquellas sin las que es inconcebible hacer viable un Estado independiente. Y a la vez (son operaciones complementarias), ir debilitando las estructuras que dan sentido a España como Estado-nación histórico.
En ese camino, la independencia fiscal es decisiva. Como explicó en este periódico Eloy García, el fisco es el origen y la base del Estado moderno. En sus palabras, “la dinámica fiscal fundada en el pago de impuestos establecidos por todos, que también deben ser utilizados de manera acordada por todos, es justamente la esencia de una forma política llamada Estado que desde el siglo XIII hasta hoy preside nuestra existencia moderna y que tiene en el Parlamento su pieza clave”. Eso es lo que está en el fondo del acuerdo que Sánchez ha suscrito con ERC para comprar la presidencia de la Generalitat para Illa.
Existe un problema técnica y políticamente endiablado, que consiste en encontrar un sistema de financiación autonómica que sea a la vez viable y equitativo, atendiendo equilibradamente a la enorme diversidad geográfica y sociodemográfica de las necesidades de los distintos territorios, entre ellos Cataluña. No creo que haya más de cien personas en España capaces de comprender en profundidad y explicar todas las esquinas del asunto.
Todos los acuerdos de financiación autonómica alumbrados en España desde 1978 nacieron de un acuerdo previo entre el Gobierno central y el de Cataluña, que después se extendía, mal que bien, a las demás comunidades. Ese modelo ya no sirve, porque lo que ahora se pretende es romper el sistema desde sus cimientos, estableciendo en Cataluña un régimen fiscal privilegiado cuya máxima virtud para los nacionalistas es que resulte inaccesible para los demás.
Por eso son tan embusteros los balbuceos de la ministra de Hacienda, transformando el concierto en desconcierto. En este debate no se discute sobre financiación de las comunidades autónomas, sino de soberanía política para una de ellas (y solo para ella) a costa del empobrecimiento de las restantes. Es mucho más una cuestión de gran calado ideológico y político que técnico, aunque se camufle con palabros de despiste como singularidad, ordinalidad, bilateralidad o, lo más gracioso, “concierto solidario”.
Siempre es igual con el sanchismo. Primero se satisface la necesidad propia y después se construye la virtud presuntamente general. Pero esta vez costará hacer pasar este guiso por un producto progresista y, además, federal. Ni una cosa ni la otra. Hacer prevalecer todo lo que es identitario (y como tal, centrífugo) sobre lo comunitario y los territorios como sujetos de los derechos por encima de los ciudadanos es exactamente lo contrario de lo que la izquierda defendió desde que el concepto existe.
Si el partido de Pedro Sánchez tuviera 175 diputados en el Congreso, seguramente el Gobierno no habría indultado a los responsables de la insurrección institucional de 2017 en Cataluña. No se habrían suprimido del Código Penal delitos como el de sedición, dejando la Constitución indefensa ante agresiones como aquella. En ningún caso se habría promovido una ley de amnistía. Y por supuesto, la búsqueda de la presidencia de la Generalitat para el PSC jamás habría conducido a suscribir un pacto político que contiene una quiebra fundamental de la Hacienda Pública española.
- Antología del abuso del poder Ignacio Varela
- La segunda fuga de Puigdemont: un cohecho de libro Ignacio Varela
- Sánchez pide el carné de ERC Ignacio Varela