Una Cierta Mirada
Por
Begoña Gómez y el menudeo de la corrupción
Es de conocimiento universal que el 80% de la corrupción política en España proviene de la contratación pública de obras y servicios, donde anidan todas las corruptelas imaginables
Existen teóricos prestigiosos que defienden la tesis de que cualquier Estado (en realidad, cualquier gran organización burocrática) necesita admitir una cierta dosis de corrupción en su funcionamiento para que este sea viable. Según ellos, por debajo de esa tasa de “corrupción necesaria” el Estado completamente limpio y transparente sin mácula alguna (inexistente en la práctica) colapsaría en la maraña infinita de grandes y pequeñas decisiones que ha de tomar cada día. De la misma forma, los Estados que superan la dosis inevitable de corrupción y contaminan de ella la mayoría de sus procesos devienen también ineficientes y terminan fracasando.
Contemplada así, la corrupción sería no solo una cuestión moral, sino también un factor determinante de la eficiencia de una gran organización pública. Algo así como la grasa al organismo humano: imprescindible en cierta medida para que este funcione adecuadamente, pero sumamente nociva, incluso potencialmente mortal cuando se rebasan las tasas tolerables.
El problema es que, así como un individuo puede controlar su volumen de grasa corporal mediante la alimentación y los hábitos de vida, es imposible programar el grado de corrupción que un Estado puede permitirse sin infectarse de ella por completo. Así que los países con una vida pública más saludable optan por enérgicas políticas preventivas y restrictivas que no solo pasan por leyes más o menos efectistas para la galería, sino, sobre todo, por una cultura política e institucional enraizada en la sociedad y compartida por todos.
La salubridad política es radicalmente incompatible con la ley del embudo. El número de ocasiones en que se menciona el término “regeneración democrática” es directamente proporcional al grado de degeneración que esa democracia ha alcanzado; especialmente si lo que se pretende es “regenerar” al adversario, tomado como único agente de la degradación frente a la limpieza inmaculada de los propios. Por pura experiencia, cuando escucho a un dirigente político -especialmente si está en el poder- anunciar un programa de regeneración política, echo mano a la cartera y asumo que ese político o su partido padecen un grave trance degenerativo en su propio campo.
Por principio, solo es posible mantener limpio el espacio público si se aplican al menos iguales baremos de exigencia a los propios y a los ajenos. Es más, sería un síntoma alentador que se fuera singularmente estricto con los propios. No puede ser que el mismo comportamiento se trate como un gravísimo caso de corrupción que merece el más duro castigo o como una sucia conspiración contra personas ejemplares en función del color de su camiseta. De hecho, ese es el primer síntoma de una vida pública con los estándares de moral colectiva seriamente deteriorados.
Por lo que hasta ahora se sabe, y ya se va sabiendo bastante, es racionalmente insostenible defender como normal y aceptable el comportamiento de Begoña Gómez desde que su marido y ella se instalaron en el palacio de la Moncloa. Más allá de la calificación jurídica, uniendo la línea de puntos de todos los hechos difundidos y no desmentidos cualquier observador no sectarizado debe tener poca dificultad para reconocer su trayectoria en estos años como claramente incorrecta e impropia de una persona situada en su posición institucional, de la que puede ya afirmarse que ha venido haciendo un uso sostenidamente abusivo en beneficio propio sin necesidad de esperar decisiones judiciales. La sospecha más que fundada de que todo ello ha ocurrido con el conocimiento y el amparo de su marido agrava sustancialmente la naturaleza del problema hasta plantear una crisis política ante la que el presidente del Gobierno, sus ministros, su partido y sus aliados han reaccionado de la peor forma posible.
Toda España es consciente de que si la misma secuencia de informaciones veraces afectara al cónyuge de un presidente de la derecha, escucharíamos exactamente los mismos discursos que ahora, pero con los papeles invertidos. La oposición de izquierdas bramaría de furia y andaría en plena cacería con el aplauso de sus partidarios (los mismos que hoy defienden a Begoña a capa y espada) y los mandos gubernamentales de la derecha, secundados por sus tropas, hablarían de un complot antidemocrático y acusarían a los jueces de prevaricación y a los medios no afectos de embusteros y desestabilizadores. Ahí precisamente está el mal que infecta la sociedad española y su política: la destrucción contumaz de todos los valores comunes en el altar de un partidismo irracional en la que cualquier cosa es digerible si viene de nuestro campo o sirve para que los nuestros gobiernen -y, sobre todo, para que los otros no puedan hacerlo jamás- Para los desmemoriados, así se empieza en España a socavar la convivencia (que ya no es ni conllevanza).
Sabemos todo esto porque ha sucedido antes. El Gobierno de Felipe González sufrió una marea de casos de corrupción en su período final; y lo mismo le ocurrió al PP de Rajoy desde 2012 hasta su caída. No es preciso recordar cómo reaccionaron entonces unos y otros, aunque sí lo es admitir que, en esta ocasión, los niveles de furor sectario superan todos los precedentes y sugieren un auténtico estado de insania en la Moncloa y sus alrededores. Resulta hilarante escuchar a tertulianos del oficialismo afirmar con gran convicción que casos como el de Begoña Gómez y el de Ábalos (a quien, por cierto, se la va poniendo progresivamente cara de Bárcenas y no tardará en convertirse en “esa persona de la que usted me habla”) representan un grave problema… ¡para el PP!
Por tomar solo uno de los últimos episodios conocidos: aquí hay dos tipos de empresas en España, las que viven de presentarse a los concursos públicos y ganarlos y las que tienen por norma no presentarse a ninguno porque saben que están adjudicados de antemano. Es de conocimiento universal que el 80% de la corrupción política en España proviene de la contratación pública de obras y servicios, donde anidan todas las corruptelas imaginables.
Tratándose de lo que la ley llama “contratos menores”, que en el caso de los servicios son los de cuantía inferior a 15.000 euros, la cosa funciona así:
Primero se hace lo que haya de hacerse para que el precio sea inferior a los 15.000 €: por ejemplo, se trocean los servicios en varios expedientes o se valora una asesoría exactamente en 14.999 euros (qué descaro, en mis tiempos se ponía 14.500 por puro pudor). Así se salva la obligación de convocar un concurso público y se puede recurrir a la llamada “adjudicación directa sin publicidad”, que solo exige invitar a tres empresas a que presenten sus ofertas.
Como efectivamente el adjudicatario está elegido de antemano, este se encarga no solo de presentar su propuesta, sino de señalar a las otras dos supuestas competidoras a las que debe invitarse a participar, con las que previamente se ha puesto de acuerdo para que sus ofertas sean peores o, simplemente, no respondan o comuniquen que no están interesadas. Finalmente, se redacta un pliego de condiciones a la medida del adjudicatario previamente pactado. De tal forma que estamos ante un fraude real revestido de impecable legalidad. Hoy por ti y mañana por mí, miles de pequeñas o grandes empresas de servicios participan voluntariamente en este juego practicado desde hace décadas en todas las administraciones públicas de España. Este tipo de prácticas forma parte de lo que podríamos llamar el menudeo de la corrupción.
Ahora apliquen esa pauta de actuación a la información que publicó El Confidencial el lunes 26, firmada por José María Olmo y Alberto Pérez Giménez (“La cátedra de Begoña Gómez montó un 'concurso fantasma' para adjudicar un contrato a dedo a Deloitte”) y comprueben si encaja o no encaja en el molde.
Lo nuevo es que la protagonista de este y varios episodios más del mismo tenor sea la mujer del presidente del Gobierno; que previamente se haya asegurado el respaldo personal de los máximos ejecutivos de tres de las mayores empresas del país y que su peripecia picaresca conduzca a un choque frontal entre el poder ejecutivo y el judicial que solo puede terminar de una manera: mal.
Existen teóricos prestigiosos que defienden la tesis de que cualquier Estado (en realidad, cualquier gran organización burocrática) necesita admitir una cierta dosis de corrupción en su funcionamiento para que este sea viable. Según ellos, por debajo de esa tasa de “corrupción necesaria” el Estado completamente limpio y transparente sin mácula alguna (inexistente en la práctica) colapsaría en la maraña infinita de grandes y pequeñas decisiones que ha de tomar cada día. De la misma forma, los Estados que superan la dosis inevitable de corrupción y contaminan de ella la mayoría de sus procesos devienen también ineficientes y terminan fracasando.
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