Una Cierta Mirada
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¿Quién regenera a Pedro Sánchez?
Cuando se habla de regeneración, hay que admitir que algo ha degenerado. Y si llevas seis años ininterrumpidos gobernando y pretendes seguir ahí por tiempo indefinido, lo primero sería hacértelo mirar
En algo estoy completamente de acuerdo con Pedro Sánchez: la democracia española necesita regenerar muchos de sus elementos nucleares. Por decirlo de otro modo, necesita una reparación a fondo de sus piezas motrices. Hasta aquí la coincidencia. La discordancia comienza al precisar el diagnóstico, el origen del mal y el tratamiento.
Si hay que regenerar el tejido democrático es porque en lo que llevamos de siglo -y mucho más agudamente durante la última década- se le ha sometido a una degradación contumaz, premeditada y alevosa, perpetrada en los laboratorios de las cúpulas partidarias y gubernamentales. Y si hay que identificar a los agentes de esa degradación, en lo más alto del podio (un podio sobradamente concurrido) aparece inevitablemente la figura del actual presidente del Gobierno.
En el tiempo transcurrido desde la llegada de Sánchez a la dirección del Partido Socialista y después a la presidencia del Gobierno, es difícil encontrar un pilar del edificio institucional que se construyó en la Transición que no haya sido cuestionado, sacudido y, en ciertos casos, simplemente liquidado. Y hay que estar muy ciego o ser irremediablemente sectario para negar el protagonismo del propio Sánchez en esa deconstrucción.
Se comenzó practicando una endodoncia masiva al Partido Socialista convirtiéndolo en un cuartel (aunque el trato a los soldados en un cuartel es más respetuoso que el que reciben los militantes y cuadros del partido de Sánchez). El siguiente paso, aún en la oposición, fue instalar como principio estratégico un modelo maniqueo de confrontación binaria irreductible, condensado en el tristemente célebre “no es no” que estuvo a punto de provocar en 2016 un colapso institucional por la imposibilidad de que el Parlamento eligiera un presidente del Gobierno.
Tras el seísmo de la sublevación institucional en Cataluña en el otoño de 2017, Sánchez aprovechó una sentencia judicial (lo que tiene su guasa a la luz de lo que ha sucedido después entre él y la justicia) para montar una coalición negativa que lo propulsó al poder mediante el mecanismo constitucional (a mi juicio, perverso) de la llamada “moción de censura constructiva”. Para dar ese paso tuvo que enfeudarse políticamente a una colección de partidos hostiles a la Constitución, incluidos los promotores de la insurrección encausados por la Justicia. “Tenemos que hablar”, musitó a Sánchez el reo Junqueras al pasar junto a su escaño. Y vaya si hablaron.
La única forma de sostener el poder conquistado mediante aquella amalgama disforme de siglas (en la que la socialdemocracia sindicó sus intereses con los del populismo destituyente de Iglesias y la galaxia secesionista entera) era convertir lo circunstancial en estructural. Cronificar la confrontación de bloque contra bloque, dinamitar los mecanismos de diálogo y concertación entre Gobierno y oposición, celebrar y jalear la aparición de la extrema derecha al otro lado de la trinchera y convertir el debate político en un vertedero de ácido sulfúrico. Todo ello amparándose en la mística de una sigla histórica que, para algunos, contiene un salvoconducto universal legitimador de cualquier cosa.
El engendro resultante, autodenominado “mayoría progresista”, fue el producto del abandono por parte del PSOE de tres de sus principios existenciales formulados en Suresnes hace medio siglo: la vocación mayoritaria, la voluntad de vertebrar España y la autonomía estratégica compatible con el consenso transversal. Como resultado de ello, en lugar de transmitir a sus aliados el ideario socialdemócrata, el partido de Sánchez ha ido asimilando progresivamente el aparato retórico y doctrinal de sus socios: populismo plebiscitario, accidentalismo jurídico extremo (“la política por encima de la ley”), instrumentalización partidista de las instituciones y centrifugación territorial del Estado, con compromisos siempre funcionales a los designios del secesionismo.
Desde entonces, el Estado de derecho ha sido violentado sistemáticamente desde el poder ejecutivo por todos sus flancos. Se ha sacrificado el sacrosanto principio de legalidad en favor del uso alternativo del derecho, herramienta de todas las derivas autárquicas conocidas. Se han estirado hasta extremos no soportables los límites de la Constitución (cuando no se han sobrepasado abiertamente). Se ha postergado el procedimiento legislativo ordinario, en la anterior legislatura por sustitución (diluvio de decretos-ley) y en la actual por inanición. Han llegado a las páginas del BOE productos legales inspirados por el dogmatismo pero técnica y conceptualmente detestables, en algunos casos con consecuencias tan repulsivas como la liberación de centenares de violadores. Se ha maltratado el Código Penal como si fuera un muñeco de goma, poniendo y quitando delitos a la única luz de las exigencias de la política de alianzas del Gobierno.
Se ha jugado con la sociedad improvisando sobre la marcha constructos doctrinales de ocasión para justificar una cosa y, a continuación, la contraria. La verdad y la mentira han perdido toda relevancia en favor de la oportunidad y la conveniencia. Las posiciones han ocupado el lugar de los hechos. Los mecanismos y hábitos intrínsecos a la democracia representativa se han pauperizado hasta la mascarada, sustituidos por una suerte de despotismo nada ilustrado. Y se ha instaurado un nepotismo escandaloso en los nombramientos: altas instituciones del Estado, organismos reguladores, grandes empresas públicas y embajadas de primer nivel están hoy ocupadas por exministros, colaboradores íntimos o amigos personales del presidente del Gobierno. Pedro Sánchez es, de los presidentes de la democracia, el que ha tenido un respaldo electoral y parlamentario más precario y el que más poder personal ha acumulado. En ese clima de arbitrariedad generalizada, no es extraño que la persona más próxima a él creyera que todo el monte es orégano.
Se ha arrancado por las malas o por las peores el perdón de delitos imperdonables. Se ha traficado obscenamente con los votos en el Parlamento. Recientemente, se ha desvinculado públicamente la continuidad del Gobierno del soporte del poder legislativo, sacrilegio en una democracia que se llama precisamente parlamentaria. En todo este tiempo, quienes más y mejor han contribuido a apuntalar el espíritu de la Constitución han sido precisamente los jueces y los medios informativos, señalados ahora -como siempre hacen los regímenes populistas cuando se sienten débiles- como culpables de todos los males de la patria.
Más allá de los peculiares rasgos de personalidad del personaje, que son cruciales para descifrar su comportamiento, el llamado sanchismo padece varios desenfoques de base que contaminan por completo su forma de gobernar. El primero es la dificultad para comprender la diferencia entre el Gobierno y el Estado. A Sánchez -y, por extensión, a sus palafreneros- les cuesta asumir que existen ámbitos e instituciones del Estado que no deben estar sometidos al control político del Gobierno. El segundo, derivado del anterior, es la dificultad para aceptar los límites infranqueables del poder político en una sociedad democrática y abierta. El tercero es la tendencia a liquidar en su partido y en el Gobierno los mecanismos de toma colectiva de decisiones, conduciendo a una especie de ejercicio unipersonal del poder. El cuarto es la búsqueda compulsiva de enemigos sobre los que descargar la cólera de los partidarios y la culpa de los desafueros propios. “La derecha y la ultraderecha” como coartada universal viene dando de sí mucho más de lo razonable tratándose de un partido que ha gobernado durante trece de los últimos 20 años.
Con todo, si hubiera que describir con una sola palabra la criatura política que hemos dado en llamar sanchismo, esta sería cinismo. El sanchismo es, ante todo, la instauración del cinismo como método de acción política y de Gobierno. Según la RAE, se trata de la “desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de doctrinas o prácticas vituperables”. Por eso es tan estéril debatir con ellos en serio: porque los argumentos son siempre instrumentales y, por tanto, efímeros.
En el envés de cada uno de los 31 puntos del “plan de acción por la democracia”, tan pretencioso como vacuo, aparece alguna práctica habitual de este Gobierno. Cuando se habla de regeneración, hay que admitir que algo ha degenerado. Y si llevas seis años ininterrumpidos gobernando y pretendes seguir ahí por tiempo indefinido, lo primero sería hacértelo mirar.
En algo estoy completamente de acuerdo con Pedro Sánchez: la democracia española necesita regenerar muchos de sus elementos nucleares. Por decirlo de otro modo, necesita una reparación a fondo de sus piezas motrices. Hasta aquí la coincidencia. La discordancia comienza al precisar el diagnóstico, el origen del mal y el tratamiento.
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