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Una Cierta Mirada
Por
España no es país para jóvenes
Este furor transversal que les ha entrado a los políticos de uno y otro signo por cubrir de favores a los viejos es cualquier cosa menos inocente. Y cualquier cosa menos progresista
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Disponer de una fuente estable de ingresos derivada del trabajo, tener acceso a una vivienda en propiedad o en alquiler, que la posibilidad de formar una familia y tener hijos sea una decisión vital libre al alcance de cualquier adulto. No parece pedir demasiado en un país desarrollado cuya economía figura entre las 15 primeras del mundo, aunque baja más de veinte puestos si se considera la riqueza per cápita y aún más si se mira la tasa de pobreza, indicadores en los que empeoramos consistentemente (lo que dice mucho sobre el aumento de la desigualdad en España pese a disfrutar del gobierno más progresista que vieron los tiempos).
Hablo de bienes elementales a los que las personas pueden aspirar legítimamente para tener eso que ha dado en llamarse una vida digna. Un salario, un lugar donde habitar y un marco familiar propio son condiciones básicas de la autonomía personal: para transitar de la adolescencia a la edad adulta no solo cronológicamente, sino también materialmente, sin depender de forma perpetua de tus mayores o de la beneficencia pública.
Sin embargo, solo los viejos y los claramente acomodados tienen eso asegurado en la España de 2024. La gran mayoría de los mayores de 65 años tiene la certeza de recibir una renta vitalicia en forma de pensión, no debe preocuparse por hallar una vivienda y pudo decidir libremente si emparejarse y tener o no descendencia, lo que les proporciona un marco familiar estable. Puede que las condiciones de vida de muchos de ellos sean modestas, pero la sociedad y los poderes públicos se han ocupado de dotarles, en el tramo final de sus vidas, de las condiciones mínimas de seguridad. Es uno de los éxitos más resonantes del llamado Estado del bienestar, que emergió en Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial y que hoy muestra claros síntomas de obsolescencia.
Nada que ver con la realidad -y mucho más con el horizonte vital - con el que topa la mayoría de los adultos jóvenes, llevando muy extensivamente ese concepto hasta los 45 años o incluso un poco más.
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Nuestras ciudades -especialmente, los grandes núcleos urbanos donde se agolpa el 80% de la población- están repletas de personas que, tras haber recibido una educación muy superior a la de sus mayores (jamás antes hubo en España un porcentaje similar de individuos con estudios universitarios o equivalentes), se aproximan a la mitad de la vida sin haber debutado laboralmente, o bien con empleos precarios y salarios miserables, o instalados definitivamente en el subempleo. Parejas que, aun sumando dos sueldos, son incapaces de pagar el alquiler y mucho menos la adquisición de una vivienda, aunque sea en el extrarradio urbano, sin que el arrendamiento o la hipoteca los deje económicamente exhaustos. Y por supuesto, que no pueden ni soñar con embarcarse en la aventura de procrear y hacerse cargo de la crianza de uno o más hijos. Miran atrás y perciben una montaña de ocasiones perdidas y la amenaza de una generación aún más joven que ya les come el terreno de los empleos más sofisticados. Miran adelante y ya saben que, cuando lleguen a viejos, la probabilidad de recibir una pensión como la de sus padres es mínima. Así dejan pasar la existencia, con una amarga sensación de estar perdiendo el tren de la vida e instalados en una extraña prolongación de la adolescencia. Son carne de cañón para el escepticismo político y para los mensajes populistas impugnadores de la democracia institucional.
Hace ya algún tiempo que traspasé la barrera de los 65. Cuando -de forma totalmente inesperada- me sucedió tal cosa, descubrí que ese simple hecho biológico me otorgaba un alud de chollos, bicocas, bagatelas, gangas, sin otra justificación que la edad y sin conexión alguna con mi nivel de renta y mis necesidades reales. Todo ello, con cargo a los presupuestos públicos y pagado por el resto de mis conciudadanos.
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Desde entonces, puedo viajar a cualquier lugar por precios irrisorios, puedo usar toda clase de transportes gratuitamente, puedo acudir a teatros, espectáculos conciertos, etc. pagando la mitad que el resto de los mortales, tengo entrada gratis en la mayoría de los museos y disfruto de innumerables privilegios de todo tipo que no son otra cosa que el producto clientelar de una desenfrenada carrera de los gobiernos, a todos los niveles, por ganarse el voto de los 10 millones de ciudadanos que comparten conmigo la circunstancia de ser viejos.
Es una subvención universal a la edad que no distingue situaciones personales, niveles de renta o necesidades reales. No niego que haya muchas personas mayores que realmente necesiten todas esa ayudas. Pero les aseguro que hay al menos otras tantas que, sin necesidad de ser ricas, podemos pagar a su precio un billete de metro, una entrada en un teatro o un fin de semana en un hotel. Y da un poco de vergüenza beneficiarse de semejante derroche de favores cuando hay parados con hijos para quienes esas cantidades que otros nos ahorramos sin necesidad suponen la diferencia entre cenar o no cenar.
Que no haya error: además de viejo, soy un socialdemócrata clásico (aunque temo que solo por inercia) y creo firmemente en la acción de los poderes públicos para corregir las injusticias y las desigualdades sociales. Pero a fuer de todo ello, siempre pensé, y todavía sostengo, que las ayudas y subvenciones horizontales, que benefician a grupos enteros de población por el mero hecho de estar ahí, al margen de sus necesidades objetivas, son el cáncer que finalmente destruirá el Estado del bienestar, además de reaccionarias y suciamente populistas.
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Tan absurdo económicamente como socialmente injusto es regalar 2.500 euros a todo el que tenga un hijo (aunque ocupe la presidencia de un banco) como hizo en su día Zapatero, como sacarse de la manga una rebaja universal de la gasolina como ha hecho Sánchez, igual para el propietario de un Lamborghini que para quien trabaja con una furgoneta y vive de ella. Eso no es política social, es política a secas de la peor estofa demagoga. Tiene mucho que ver con el peronismo que infectó durante décadas la política argentina hasta llevar a su país a la bancarrota y entregarlo a un detrito como Milei.
El envejecimiento de la población ha disparado la pulsión demagógica de los gobernantes y, junto con una exhibición de planes de pega para simular estímulos a la natalidad o supuestas (ínfimas) ayudas a los jóvenes, los ha conducido a hacer cosas tan irresponsables como indexar las cuantía de las pensiones a la inflación, incluso cuando esta se dispara. Un Estado que emplea casi la mitad de su gasto en pagar las pensiones del 20% de la población objetivamente menos desamparado mientras se endeuda hasta las cejas, deja en la estacada a quienes más necesitarían un impulso para que sus vidas productivas arranquen de una vez y maltrata la investigación científica de la que nace el verdadero progreso en la era tecnológica está condenado a empantanarse en el atraso, la ineficiencia y la desigualdad.
Este furor transversal que les ha entrado a los políticos de uno y otro signo por cubrir de favores a los viejos es cualquier cosa menos inocente. Y cualquier cosa menos progresista. En el mejor de los casos, es política social de brocha gorda. Sé que la administración pública en España es ancestralmente ineficiente y torpe (incapaz, por ejemplo, de ejecutar ni la mitad de los fondos europeos o de aplicar el ingreso mínimo vital), pero, simplemente coordinando la información de la que dispone sobre cada uno de nosotros, podrían diseñarse políticas sociales de pincel, casi a la medida, en las que todo el que necesita una ayuda la reciba y todas las ayudas estén justificadas y sirvan para algo más que para publicarlas en el BOE y exhibirlas en los mítines.
Y si de verdad quieren ayudar a los viejos, que alguien se ocupe de verdad de mejorar la sanidad, que quedó desnuda con la pandemia y desde entonces no ha dejado de retroceder.
Disponer de una fuente estable de ingresos derivada del trabajo, tener acceso a una vivienda en propiedad o en alquiler, que la posibilidad de formar una familia y tener hijos sea una decisión vital libre al alcance de cualquier adulto. No parece pedir demasiado en un país desarrollado cuya economía figura entre las 15 primeras del mundo, aunque baja más de veinte puestos si se considera la riqueza per cápita y aún más si se mira la tasa de pobreza, indicadores en los que empeoramos consistentemente (lo que dice mucho sobre el aumento de la desigualdad en España pese a disfrutar del gobierno más progresista que vieron los tiempos).