Es falso que lo que más preocupa a los españoles sea la inmigración, la economía, el desempleo, la sanidad o la vivienda. Una de las muchas fullerías de Tezanos consiste en desagregar hasta en nueve categorías distintas todo aquello que expresa malestar hacia la política. La cosa es tan ridícula que, al pedir a los encuestados que señalen los problemas más importantes de España, el CIS presenta por separado, como si fueran cuestiones diferentes, respuestas como estas: “los problemas políticos”, “el comportamiento de los políticos”, “el Gobierno y los partidos políticos”, “lo que hacen los partidos políticos”, “la situación política”, “el funcionamiento de la democracia”, “los extremismos”, “la falta de confianza en los políticos”, “la corrupción y el fraude”…
Basta sumar los porcentajes de quienes se expresan así para concluir que el 60% de la población adulta abomina de la política (fundamentalmente, de la política de los partidos, que también aparecen en todos los estudios conocidos como la institución pública más desprestigiada, junto con el Gobierno y el Parlamento). La trampa del instituto gubernamentalpara ocultar esta realidad es pueril, además de científicamente detestable.
Tienen razón los ciudadanos que ven la política y los políticos como el mayor problema de la España actual. La parálisis pertinaz de todas las reformas necesarias desde hace más de una década, la corrosión del entramado institucional, el deterioro de la convivencia cívica, el aumento de las desigualdades bajo el mando del sedicente Gobierno más progresista que jamás existió, la crisis inducida del principio de legalidad al servicio de objetivos mercenarios, las embestidas contra la integridad territorial del país consentidas (cuando no alentadas) por quienes tienen más que nadie la obligación de preservarla, el sectarismo cerril y la paupérrima calidad del debate público, entre otros muchos males que nos aquejan, derivan directamente de una práctica política tóxica y miserable en sus modos, en sus propósitos y en sus efectos.
El presidente del Gobierno y sus cortesanos repiten tozudamente que esta legislatura durará hasta 2027, naturalmente con ellos en el poder. Da igual que ellos lo crean o no, como a ellos ya les da igual que creamos o no en su sinceridad. Hemos alcanzado el punto en que los billetes falsos se mezclan con los auténticos y ambos se aceptan como medio de pago, siempre que provengan de uno de los nuestros. La diferencia entre la verdad y la mentira, entre la virtud y el vicio, entre la honestidad y la golfería, se ha emancipado de los hechos y solo se mide por el color de la camiseta.
Cuánto durará la legislatura es asunto más para apostadores y adivinos que para analistas. La cuestión pertinente es si servirá para algo útil, además de para sostener a Sánchez en la Moncloa (lo que no dudo sea un fin en sí mismo para algunos). ¿Alguien cree que lo que está cayendo es un chaparrón momentáneo al que seguirá, en la segunda parte de esta película gore, una nueva primavera repleta de logros y avances? ¿Alguien espera sinceramente algo bueno para España de los años 25, 26 y 27 con este Gobierno cubierto de mugre y sus infames aliados, con este Parlamento convertido en una gallera horrísona y con una oposición mediocre que sigue sin superar el estrés postraumático del gatillazo y oscila, de un día para otro y en el mismo tema, entre pifias de pazguato y arrebatos de torero tremendista?
La legislatura ha entrado en descomposición acelerada porque se torció desde la misma noche de las elecciones. Porque Feijóo no supo ganar una votación que le sirvieron en bandeja y Sánchez se empeñó en prolongar ad infinitum su poder personal, estirando los números, las alianzas y las concesiones más allá de lo razonable, pese a que nada permitía esperar que el experimento funcionara. Un dirigente sensato, con una relación sana con la realidad, habría permitido que gobernara quien más votos obtuvo o, en su defecto, habría dado paso a una repetición electoral en la que, probablemente, su partido se habría fortalecido para ejercer una oposición consistente y quedar en condiciones de regresar al Gobierno a medio plazo. A cambio, lo que ahora espera a esa sigla es una agonía dolorosa en un poder parásito, seguida de una travesía del desierto que se les hará eterna.
Cuánto durará la legislatura es asunto más para apostadores y adivinos que para analistas. La cuestión pertinente es si servirá para algo útil
Llueven los casos de corrupción como les sucedió a Felipe González en su tramo final y a Rajoy en plena recesión. Pero no conviene abusar de los paralelismos, porque cada episodio es diferente. En el caso de Sánchez, se dan circunstancias muy específicas. Siendo el presidente con menor apoyo electoral y menor fuerza parlamentaria autónoma de su partido desde 1977, es el que más ha abusado del poder, el que más inclinaciones autocráticas ha mostrado, el que más ha dividido todo lo que ha tocado y el que más ha padecido el peligroso síndrome de la omnipotencia. También el que más lejos ha llegado en su enfrentamiento con los demás poderes, muestra de una grave confusión de base entre el ámbito del Gobierno y el del Estado.
Por otra parte, no es de extrañar que, cuando se violentan sistemáticamente el principio de legalidad y la afición por la anomia o por el uso alternativo del derecho en el plano institucional, eso termine contagiándose a los comportamientos personales. Al fin y al cabo, si se pueden hacer mangas y capirotes con el Código Penal o con la propia Constitución, si se pueden repartir los altos cargos institucionales entre los amigos como en un bingo trucado, ¿por qué no permitir que la familia practique el lobby desde la Moncloa, que se paguen juergas y fornicamientos con el erario público o que se mantengan relaciones oscuras con los caciques de algunas dictaduras, con maletas sospechosas circulando entre Barajas y Ferraz? El desprecio por la ley es un virus altamente contagioso; desde que se introduce en código de conducta con fines políticos, termina invadiendo el organismo entero.
El clima se ha encanallado de repente porque venía contaminado de base, pero también porque todo el mundo parece haber equivocado su papel. El Gobierno y su partido, con su presidente a la cabeza, ha reaccionado histéricamente a las revelaciones sobre los comportamientos (delictivos o no, pero claramente abusivos e inapropiados) de Begoña Gómez, embistiendo ciegamente contra jueces y periodistas.
El Partido Popular no sale del atolondramiento y, aparentando fortaleza, delata su debilidad. Al grito de “¡hay que hacer algo!”, reúne a su dirección en domingo para concluir que, ya que no pueden presentar una moción de censura que perderían, presentarán una querella. Un movimiento doblemente absurdo: porque todos los presuntos delitos que aparecen en los informes de la UCO (único actor que está cumpliendo rigurosamente su papel en este enredo) son judicialmente perseguibles de oficio, por lo que una querella de parte solo sirve para estorbar, y porque, una vez más, se pretende que se haga en los juzgados hagan lo que debería hacerse en el Parlamento. ¡Con lo fácil que habría sido que el partido del Gobierno y el de la oposición se limitaran a expresar su respeto por la Justicia y, mientras tanto, hicieran el trabajo por el que les pagamos!
Mientras tanto, los aliados del Gobierno, que son quienes arbitran la situación y deberían mover el culo antes de que el chapapote los contamine también a ellos, están mortalmente callados. No es tan difícil, señores: la legislatura está muerta y amenaza putrefacción. O se convence a Sánchez de que convoque elecciones, o se propicia un acuerdo parlamentario para que otro presidente lo haga al día siguiente de su investidura. Pero paren ya este juego macabro.
Es falso que lo que más preocupa a los españoles sea la inmigración, la economía, el desempleo, la sanidad o la vivienda. Una de las muchas fullerías de Tezanos consiste en desagregar hasta en nueve categorías distintas todo aquello que expresa malestar hacia la política. La cosa es tan ridícula que, al pedir a los encuestados que señalen los problemas más importantes de España, el CIS presenta por separado, como si fueran cuestiones diferentes, respuestas como estas: “los problemas políticos”, “el comportamiento de los políticos”, “el Gobierno y los partidos políticos”, “lo que hacen los partidos políticos”, “la situación política”, “el funcionamiento de la democracia”, “los extremismos”, “la falta de confianza en los políticos”, “la corrupción y el fraude”…