Una Cierta Mirada
Por
Ábalos y la maldición de los números 2
Todos ellos mandaron por encima de sus posibilidades, todos olvidaron en algún momento que su poder era delegado y no autónomo y todos sin excepción, de distintas formas, terminaron como el rosario de la aurora
Dice el refrán que después de la tempestad viene la calma. Ya le gustaría a Pedro Sánchez que el dicho fuera cierto. Tengo para mí que este presidente daría por bueno todo lo sucedido en Valencia (sí, he escrito “todo”) si, a cambio, alguien le asegurara que, pasadas un par de semanas de la tragedia, se restablecería la pax sanchista y él podría proseguir apaciblemente sus tareas y viajes.
Para su desgracia y la de España, nadie puede garantizarle tal cosa. Primero, porque la tempestad valenciana amainará en lo estrictamente climatológico, pero está muy lejos de concluir en cuanto a sus efectos políticos y sociales. Además de la magnitud de la catástrofe y de la larga cola de conflictos económicos y legales que se derivarán de ella, la impúdica exhibición de incompetencia protagonizada mano a mano por Sánchez y Mazón al frente de sus respectivos gobiernos ha dejado en la sociedad española una impresión profunda -y no tengo duda de que también duradera-. Si buscaron aprovechar la ocasión para dañar políticamente al otro, ambos lo lograron sobradamente: el veredicto popular de este combate siniestro es la descalificación de los dos boxeadores y sus equipos por juego sucio con resultado de múltiples muertes evitables. Aplaudo a quien decidiera sacar a Sánchez del barrizal de Paiporta: de otro modo, el presidente del Gobierno no habría salido vivo de allí.
Tampoco se cumple la segunda parte del refrán. Cuando un buque tiene averías en el casco tan serias como las que acumula este Gobierno, tras la tempestad no viene la calma, sino el tormento de seguir batallando por evitar el naufragio en peores condiciones que antes del temporal. Aún se siguen buscando cadáveres en la Albufera y ya llaman a la puerta de nuevo los demonios domésticos que amenazan y atenazan al Gobierno, acorralado por su mala cabeza.
Estaba cantado que, más pronto que tarde, el Tribunal Supremo imputaría a José Luis Ábalos. Tanto que el fiscal general del Gobierno, sin duda siguiendo instrucciones monclovitas, lo dejó solo ante el peligro y se sumó al pelotón de fusilamiento. Tan cantado como que, tras la imputación, vendrán una instrucción escabrosa y, con toda probabilidad, un auto de procesamiento y el correspondiente juicio, del que pueden vaticinarse sin riesgo dos cosas: que Ábalos no será la única persona importante que se siente en el banquillo y que veremos a Pedro Sánchez en ese y en otros juicios, actuando como mínimo en condición de testigo y sometido a la dura prueba de decir verdad.
Los delitos por los que se investiga a Ábalos no son asunto menor: pertenencia a organización criminal, tráfico de influencias, cohecho y malversación de caudales públicos. Tiene importancia singular que el Supremo tome en consideración la doble condición del investigado en el momento en que esos delitos fueron presuntamente cometidos: la de ministro del Gobierno y la de secretario de Organización del PSOE, lo que significa que el Tribunal dispone de indicios de una posible conexión criminal entre el Gobierno de la Nación y la cúpula del Partido Socialista, ambos liderados por la misma persona.
Siempre me ha sorprendido el hecho de que no llame la atención pública la inclinación de los presidentes por situar a sus caporales orgánicos precisamente en el Ministerio de Fomento y no en cualquier otro. Por citar casos recientes, sucedió con Francisco Álvarez Cascos, después con José Blanco y, en la era sanchista, con José Luis Ábalos. Las posibles ganancias políticas asociadas al hecho de poner en las mismas manos la dirección orgánica del partido gubernamental (que coincide casi siempre con la elaboración de las listas electorales y la conducción de las campañas) y el ministerio que controla las infraestructuras y reparte más recursos en todo el territorio es demasiado obvia para que haya que detallarla; desde luego, no tiene que ver con el buen funcionamiento del ministerio ni del partido.
Lo asombroso es que no se vea también el riesgo extremo de que, a causa de esa simultaneidad de cargos, cualquier incidente sospechoso (llamémoslo así) ponga en la picota a la vez al Gobierno y a la dirección de su partido. No parece higiénico ni prudente que quien dirige de facto el aparato partidario tenga a la vez la potestad de decidir cómo y dónde se realiza una obra pública multimillonaria de la que puede depender la posición política de un alcalde o de un presidente autonómico. En esa tesitura, no veo la manera de que el ministro de Fomento adjudique la construcción y trazado de una carretera o de una línea ferroviaria, o la ampliación de un aeropuerto sin que se entere el secretario de organización de su partido. O, en el caso que nos ocupa, la compra presuntamente fraudulenta de varios millones de mascarillas en plena pandemia, el rescate turbio de una línea aérea, la relación cómplice con una dictadura latinoamericana… y, como aparece en algún mensaje en poder del juez, del petróleo ya hablaremos.
José Luis Ábalos es el penúltimo ejemplar de una especie que tiene honda raigambre en la historia de España: la del favorito o valido, que obtiene un caudal inmenso de poder delegado por parte de quien detenta el liderazgo y llega a mandar en el país mucho más de lo que correspondería a su cargo nominal. Salvando las obvias diferencias entre los distintos personajes, antes que Ábalos existieron Fernando Abril, Alfonso Guerra, Francisco Álvarez Cascos, José Blanco y Soraya Sáenz de Santamaría. El valido actual sería el inefable Bolaños. También, en la autodenominada “nueva política”, Errejón para Iglesias y Villegas para Rivera. Parece inevitable que todos los líderes, violentando el organigrama, reclamen junto a sí una figura todopoderosa que actúe a la vez como capataz y cancerbero, con poderes exorbitantes. Se hace difícil deslindar cuánto hubo en cada caso de máxima confianza o de máxima precaución. Ya saben, aquello de que alguien orine desde dentro de la tienda hacia fuera o al revés.
En el caso que más de cerca he conocido, siempre hubo en torno a Felipe González un pequeño grupo de ministros y notables beligerantemente antiguerristas cuya real aspiración era… ser Alfonso Guerra. Y tratándose de Ábalos y su cese fulminante en 2021, la pregunta del millón es qué persona con asiento de preferencia en el Consejo de Ministros se ocupó de entregar personalmente a Pedro Sánchez las pruebas documentales y gráficas de la vida disoluta del entonces ministro de Fomento y gerifalte máximo de Ferraz. Los macrolíderes coleccionan cortesanos serviles y los números 2 todopoderosos coleccionan más enemigos de los que una persona prudente se puede permitir.
Pero se puede ir mucho más atrás en la historia. Saltando por encima de los siglos y de los regímenes, no hay diferencias sustantivas entre el papel funcional de los mencionados y el de Cisneros para los Reyes Católicos, Antonio Pérez para Felipe II, el duque de Lerma para Felipe III, Olivares para Felipe IV, Esquilache para Carlos III, Godoy para Carlos IV y otros muchos (incluso el almirante Carrero para Franco).
Todos ellos mandaron por encima de sus posibilidades, todos olvidaron en algún momento que su poder era delegado y no autónomo y todos sin excepción, de distintas formas, terminaron como el rosario de la aurora. Los validos, también llamados favoritos, son una institución hispánica de larga data y una profesión de alto riesgo, como está comprobando José Luis Ábalos.
Lo que sigo sin comprender (o quizá lo comprendí desde el principio y también deglutí la trola) es por qué se da generalmente por cierto que los Ábalos son siempre excepciones y los Bárcenas son categorías. Pero esa es cuestión para otro día.
Dice el refrán que después de la tempestad viene la calma. Ya le gustaría a Pedro Sánchez que el dicho fuera cierto. Tengo para mí que este presidente daría por bueno todo lo sucedido en Valencia (sí, he escrito “todo”) si, a cambio, alguien le asegurara que, pasadas un par de semanas de la tragedia, se restablecería la pax sanchista y él podría proseguir apaciblemente sus tareas y viajes.
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