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Una Cierta Mirada
Por
Engañar a todos todo el tiempo
La trayectoria política de Pedro Sánchez no es sino un esfuerzo sostenido y tenaz por mantenerse a flote en cualquier circunstancia y a cualquier coste desafiando el apotegma de Lincoln
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“Se puede engañar a todos algún tiempo y a algunos todo el tiempo, pero no es posible engañar a todos todo el tiempo”. Esta frase clásica se atribuye universalmente a Abraham Lincoln. Pero resulta que es apócrifa: nadie ha encontrado fuentes o registros veraces de que la pronunciara el presidente más admirado de la historia norteamericana. Pero nadie ha dudado jamás de la autoría del aserto. Tampoco de su veracidad.
¿Se puede engañar a todos durante todo el tiempo? Digamos que, al menos, se puede intentar. Sin ir más lejos, en eso precisamente consiste la trayectoria política de Pedro Sánchez, que no es sino un esfuerzo sostenido y tenaz por mantenerse a flote en cualquier circunstancia y a cualquier coste desafiando el apotegma de Lincoln.
No puede decirse que le haya ido mal: el tipo lleva diez años mandando en su partido y más de seis en el Gobierno, siempre galopando sobre el virtuosismo en el arte de mentir, que practica a diario aunque sólo sea por mantenerse en forma, y lo inculca a sus colaboradores como requisito imprescindible para prosperar en su corte. Hasta el punto de que su relación borrascosa con la verdad ha perdido la pertinencia que siempre tuvo como rasgo infamante para un responsable público. De hecho, ha logrado que carezca de importancia si lo que dice -o lo que otros dicen en su nombre- es cierto o falso. Creerlo o no es un acto de voluntad emancipado de los hechos. Y aunque el embuste esté a la vista, se da por bueno mientras resulte práctico.
Para comprender, por ejemplo, su peculiarísima relación con sus aliados y sus partidarios, hay que contemplarla con este prisma. Todo el que pacta algo con Sánchez lo hace desde la presunción -cuando no desde la certeza- de que el acuerdo contiene una dosis considerable de fullería. Lo supo Albert Rivera cuando en 2016 negoció con él un programa para escenificar una investidura inviable. Lo sabía Pablo Iglesias cuando montaron en 24 horas un gobierno de coalición que tres días antes a Sánchez le quitaba el sueño. Lo sabían de sobra Puigdemont cuando consintió en entregarle el poder a cambio de una amnistía que a él no le llegó, ERC cuando firmó un papel prometiendo una imaginaria soberanía fiscal para Cataluña o tantos colaboradores fidelísimos que han terminado en el basurero. Lo saben sus terminales mediáticas. Y lo sabe la mayoría de sus votantes.
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Sánchez no ofrece credibilidad, fundamentos ideológicos, proyectos políticos sólidos o consistencia en sus compromisos: lo único que ofrece -y a ello sí se atiene fieramente- es que mientras él permanezca en el poder no estarán “los otros”. El caso es que eso parece ser suficiente para quienes lo sostienen. Su función histórica es impedir mientras pueda la alternancia en el poder, usando para ello todos los recursos a su alcance. Cuando ya no pueda, sabrá lo que es la soledad.
Es típico de ese proceder aprovechar la formalidad de la trasposición de una directiva europea (que habría sido aprobada por aclamación) para sacarse de la manga un diluvio de impuestos; negociarlos por separado con cada uno de sus presuntos socios, prometiendo a cada uno cosas incompatibles entre sí; organizar una confusa zapatiesta de votaciones encontradas, -casi todas perdedoras para el Gobierno- en la comisión de Justicia del Congreso; y en el último segundo, enviar un propio para que ordene detener la votación final y ganar 48 horas para urdir algún cambalache que le permita escapar por la gatera con algún adefesio legislativo o, en el peor de los casos, culpar del batacazo a la derecha. Como diría Carlos Rodríguez Braun, es su dinero, señora.
Si eso sucede con un manojo de impuestos traídos a contrapié, imaginen la que podría liarse si el Gobierno decidiera finalmente presentar los presupuestos con varios meses de retraso respecto al mandato constitucional. En la amalgama de siglas que votó la investidura de Sánchez hay de todo, y todo desordenado: un compañero de Gobierno en proceso acelerado de descomposición, paradójicamente llamado Sumar; su enemigo más acérrimo en la extrema izquierda -Podemos en busca de venganza-; los albaceas testamentarios de ETA; un partido ancestralmente conservador como el PNV, otro como Junts en donde se juntan el carlismo rancio de Puigdemont y el vínculo con la oligarquía catalana de Pujol; la empanada ideológica de ERC -a la que no se le conoce históricamente un pacto que no haya traicionado-. Y al frente del pelotón, un PSOE disecado por su jefe y definitivamente trasmutado al populismo en su versión más cínica. Para todos ellos, Sánchez es únicamente un escapulario de ocasión, el detente bala encargado de cerrar el paso a la pérfida derecha, neutralizar las defensas del Estado de derecho, acumular espacios de poder y repartirlos entre los aliados como si fueran las chochonas de una tómbola.
La “mayoría progresista” no es ni una cosa ni la otra. Cualquier intento de legislar o gobernar seriamente desemboca en un carnaval de chantajes contrapuestos por parte de sus dispares socios, dispuestos a exprimir al máximo el botín de una ocasión que saben que tardará en repetirse. En su seno, todos se miran de reojo (PNV y Bildu, Junts y ERC, Sumar y Podemos) y van tomando posiciones para cuando llegue el postsanchismo. No existe nada parecido a un programa de gobierno para la legislatura: el programa es durar.
Cada situación crítica pone al descubierto los agujeros del buque: los heredados tras cuarenta años de incuria en la planificación de las infraestructuras y en la prevención de las calamidades, los que se derivan de la toxicidad de una práctica política que ya es más enfermedad que remedio y los que provoca una clase dirigente (producto de dos décadas de selección regresiva de la especie) a la que no se ve un destello de responsabilidad o talento.
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El Gobierno está atenazado por su propia coalición. En la Moncloa pasan la mayor parte del tiempo vigilando el frente judicial, apatrullando a los medios como Torrente, programando viajes presidenciales a cualquier lugar del mundo para evitar sofocos al jefe y su pareja, tomando el pulso a Yolanda por ver si aún respira y esperando el próximo patinazo del PP para revivir.
La decadencia del régimen se respira por todas sus esquinas. Sin embargo, no está escrito que esta agonía no se prolongue hasta el final ni que la alternativa vaya a ser mucho mejor. Lo que ya puede asegurarse sin margen de error es que, dure lo que dure, este será el período más estéril para España desde 1975.
Adolfo Suárez pilotó la transición. Calvo Sotelo gestionó la salida del 23-F y nos hizo el favor de entrar en la OTAN. Felipe González consolidó la democracia y modernizó España. Aznar consiguió entrar a tiempo en el euro y proporcionó a la derecha española lo que nunca había tenido: un partido de verdad, capacitado para competir en democracia. Zapatero avanzó en derechos y libertades y dio pasos decisivos para derrotar a ETA. Rajoy logró salir de la crisis financiera eludiendo el traumático rescate. ¿Y Sánchez? Seis años más tarde, su mayor logro es aguantar seis años. Lo exhibe porque es lo que tiene para exhibir. En su momento habrá que hacer el recuento de daños.
“Se puede engañar a todos algún tiempo y a algunos todo el tiempo, pero no es posible engañar a todos todo el tiempo”. Esta frase clásica se atribuye universalmente a Abraham Lincoln. Pero resulta que es apócrifa: nadie ha encontrado fuentes o registros veraces de que la pronunciara el presidente más admirado de la historia norteamericana. Pero nadie ha dudado jamás de la autoría del aserto. Tampoco de su veracidad.