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La "kakistocracia": ¿quién defiende a la democracia de los demócratas?
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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La "kakistocracia": ¿quién defiende a la democracia de los demócratas?

Si prefieren recurrir a un lenguaje más convencional, sufrimos una crisis generalizada de liderazgos que merezcan tal nombre

Foto: Declaración de Macron tras la dimisión de Barnier en Francia. (Reuters/Christian Hartmann)
Declaración de Macron tras la dimisión de Barnier en Francia. (Reuters/Christian Hartmann)
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La revista “The Economist” ha elegido “kakistocracy” como su palabra del año 2024. Es un neologismo de raíz griega cuyo significado más aproximado sería “the rule of the worst” (el gobierno de los peores), como antónimo intencional de “aristocracia” (en su versión clásica, el gobierno de los mejores). El término se ha puesto de moda en Estados Unidos a raíz de la segunda elección de Donald Trump como presidente y de los nombramientos extravagantes que viene anunciando para ocupar los puestos más relevantes de su Gobierno. A la espera de una definición académica, la Wikipedia la describe como “un gobierno formado por los más ineptos (los más incompetentes, los menos calificados y los más cínicos) de un determinado grupo social”.

Creo que la elección es acertada. Kakistocracia (o caquistocracia, según la grafía recomendada por la RAE) no es la palabra más usada del año, pero sí la que describe con mayor precisión lo que está ocurriendo en el mundo democrático. De un tiempo a esta parte, padecemos una epidemia de caquistocracia. Si prefieren recurrir a un lenguaje más convencional, sufrimos una crisis generalizada de liderazgos que merezcan tal nombre. La contumaz selección negativa de los dirigentes políticos, de la que hemos hablado mil veces referida a España, es en realidad un fenómeno generalizado.

Localizar en el hemiciclo del Congreso de los Diputados a quienes no entren en la categoría de caquistócratas es como buscar una aguja en un pajar. Con contadas excepciones, sus jefes de filas se ocupan de que permanezcan en silencio, más que nada para evitar el agudo contraste que se produce cuando les permiten hablar unos minutos. Que los dos grupos más importantes de la Cámara tengan como portavoces (más bien como capataces) a Miguel Tellado y Patxi López es una exhibición grosera de caquistocracia. Si me permiten el juego de palabras, se diría que en el partido de Sánchez predomina el matonismo y en el de Feijóo el mazonismo.

En cuanto al banco azul, un somero repaso basta para constatar que cada Gobierno de Sánchez es peor que el anterior y mejor que el que vendrá. El propio presidente del Gobierno se muestra hoy más cínico y sectario que hace seis años, lo que es decir mucho considerando su punto de partida.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/Jesús Hellín) Opinión

En 2020 muchos creímos en el presidente Biden para cambiar un rumbo de embrutecimiento creciente de la política norteamericana y devolverle la racionalidad. Se esperaba de él una gestión profesional, honesta y sensata en el plano internacional; y, dada su edad y estado de salud, que diera paso con tiempo suficiente a quien pudiera sucederle. Su misión principal era crear las condiciones que hicieran imposible el regreso a la Casa Blanca de Trump o tipos similares, capaces de organizar barbaridades como el asalto al Capitolio.

El balance es desolador. El tipo ordenó y dirigió la catastrófica retirada de Afganistán. Se aferró a la candidatura contra todo atisbo de razón hasta que, sospecho, sus campañistas tuvieron que montar in extremis un debate extemporáneo -del que salió apalizado- para provocar la precipitada sustitución por Kamala Harris. Para colmo, en el tiempo de descuento ha consumado uno de los actos más corruptos que se recuerdan, firmando un indulto vitalicio para su hijo que contiene también un salvoconducto para que Trump repita cacicadas como esa sin que el Partido Demócrata se las pueda reprochar.

Francia, Alemania y Reino Unido

Emmanuel Macron, la esperanza de los moderados en Europa, tardó muy poco en creerse Napoleón. Como no le pareció suficiente la victoria pírrica contra Le Pen en 2022, convocó unas elecciones legislativas temerarias con evidente propósito plebiscitario de su persona, de las que él salió escaldado y triunfadores los extremismos de la izquierda y de la derecha. Su penúltima hazaña supera en caradura las del mismísimo Sánchez: constatando que carece de votos en el Parlamento para sacar adelante los Presupuestos del Estado, decide promulgarlos por decreto. De momento, han cortado la cabeza de su primer ministro y la suya pende de un hilo. Mientras, la economía francesa se aproxima al colapso.

Tras la debacle de los tories, el laborista Starmer, con su talante moderado y una mayoría absoluta abrumadora, parecía prometer un período de sentido común y buen gobierno en el Reino Unido. Ha necesitado sólo unos meses para convertirse en un juguete roto. Pocas veces se vio un desplome tan rápido de un primer ministro aclamado por las urnas. No hay comparación posible entre su estatura política y las de Toni Blair o Gordon Brown. Los medios británicos más solventes pronostican que los laboristas ocuparán la legislatura en lo que mejor saben hacer: matarse entre ellos.

El socialdemócrata Olaf Scholz, otrora eficiente ministro de finanzas de Angela Merkel, resultó ser un pésimo canciller, incapaz de mantener la cohesión de su coalición de gobierno ni de frenar la decadencia de la economía alemana. En 2025 tendrá que pasar por otras elecciones que, en el menos malo de los casos, obligarán a otra gran coalición dirigida por el centro-derecha y a soportar el crecimiento de la extrema derecha y la extrema izquierda. La Unión Europea se cae por su núcleo más firme, el eje franco-alemán.

Foto: Macron y Scholz en una foto de archivo. (Getty)

Muchos hemos sostenido durante años que la gran batalla política del siglo XXI ya no se libra entre la derecha y la izquierda convencionales, sino entre la democracia representativa y las distintas versiones del nacionalpopulismo. Es hora de admitir que el análisis es insuficiente por voluntarista, dictado en gran medida por el afán de reproducir esquemas que distingan claramente el campo del bien y el del mal.

Es difícil discutir que la democracia representativa padece una crisis de legitimidad, derivada de su ineficiencia para dar respuestas útiles al cambio del tiempo histórico asociado a la transición de la era industrial a la tecnológica. Pero es reduccionista y engañoso culpar de todo a la amenaza de los nacionalismos y los populismos extremosos. Somos los propios demócratas, con nuestra confusión de ideas, nuestras concesiones cobardes a modelos no sólo ajenos sino hostiles, nuestras querellas domésticas y nuestra incomprensión del signo de los tiempos, aferrados a la superioridad moral como única pieza de convicción, quienes estamos debilitando mortalmente el sistema político más civilizado que ha sido capaz de crear la especie humana.

No son Podemos y Vox, ni Bildu o Puigdemont quienes se están cargando la democracia española, aunque colaboran a ello. Este 6 de diciembre viene teñido de melancolía, y la culpa mayor es de los partidos que recogen el voto de dos de cada tres ciudadanos y son los principales responsables de mantener la salud de la Constitución, en su letra y en su espíritu. En primer lugar el irreconocible PSOE de Sánchez, y también el muy confuso PP de Feijóo.

El partido de los huérfanos, al que me honra pertenecer, crece cada día en cantidad y calidad, pero está igualmente ayuno de liderazgos

En Estados Unidos no ha ganado Trump; han perdido los demócratas, transformados en un partido de élites urbanitas que miran al populacho por encima del hombro. No son Le Pen y Melenchon quienes están desestabilizando Francia, sino la soberbia bonapartista de Macron y la gandulería política de los socialistas.

Las democracias se han quedado sin líderes de referencia. Lo que es peor, sin gobernantes en los que confiar. Tuvimos a Obama y a Merkel como últimos exponentes de una raza en trance de extinción. Los populistas y autoritarios tienen su Trump, su Putin, su Milei, su Le Pen o su Maduro. En España, tras González y Aznar vinieron la banalidad de Zapatero, la indolencia de Rajoy y el encanallamiento de Sánchez. El partido de los huérfanos, al que me honra pertenecer, crece cada día en cantidad y calidad, pero está igualmente ayuno de liderazgos. Y cada día que pasa se hace más acuciante la pregunta terrible: ¿Cómo se defiende la democracia de la insensatez de los demócratas?

La revista “The Economist” ha elegido “kakistocracy” como su palabra del año 2024. Es un neologismo de raíz griega cuyo significado más aproximado sería “the rule of the worst” (el gobierno de los peores), como antónimo intencional de “aristocracia” (en su versión clásica, el gobierno de los mejores). El término se ha puesto de moda en Estados Unidos a raíz de la segunda elección de Donald Trump como presidente y de los nombramientos extravagantes que viene anunciando para ocupar los puestos más relevantes de su Gobierno. A la espera de una definición académica, la Wikipedia la describe como “un gobierno formado por los más ineptos (los más incompetentes, los menos calificados y los más cínicos) de un determinado grupo social”.

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