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Una Cierta Mirada
Por
Sánchez como problema de orden público
Parece claro que este presidente presenta un cuadro fóbico ante todo lo que exija experimentar en vivo el rechazo explícito de su persona por parte de los ciudadanos
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Es sencillo reprochar al presidente del Gobierno comportamientos tan anómalos y poco dignos como salir por patas de Paiporta el 3 de noviembre, abandonando su función oficial como ministro de jornada y dejando al jefe del Estado solo frente a una multitud enfurecida; o su estridente ausencia en la ceremonia de este lunes en la catedral de Valencia en memoria de las personas muertas a causa de la riada. Sobran los argumentos para considerar que actuaciones de ese tipo son completamente inadecuadas para un jefe de Gobierno y muestran a la vez bajeza moral y carencia del más elemental sentido institucional. Tienen razón, pues, quienes lo critican por ese lado.
No la tienen, a mi juicio, quienes derivan el debate sobre el escaqueo de Sánchez en Valencia a una cuestión de creencias o no creencias religiosas o de laicidad del Estado. Ese enfoque no viene a cuento y estoy seguro de que en ningún caso la decisión monclovita de quitarse de en medio se planteó en esos términos. Como de costumbre, se trata de dignificar a posteriori con un pretexto ridículo lo que sólo fue un proceder torpe y rastrero. El pasado sábado, 40 jefes de Estado y de Gobierno acudieron a la reapertura de la catedral de Notre-Dame, oficiada por el arzobispo de París, y nadie les preguntó si eran católicos o si pertenecían a Estados confesionales. Que el ministro de Cultura español prefiriera pasar esa tarde en el circo (donde, por otra parte, habita la mayor parte de su tiempo) no es muestra de laicidad, sino de estupidez.
Más verosímil me parece esta otra versión: es obvio que el Gobierno, y singularmente el presidente, tratan de poner toda la distancia posible con la tragedia de Valencia, en un intento de que el lodo político del asunto caiga íntegramente sobre Mazón y el PP. Enterados de que el arzobispo de Valencia andaba organizando un acto, optaron por un desprecio displicente: que vaya la delegada del Gobierno para que no se diga y pasamos palabra. Pero al conocerse la asistencia de los reyes y la envergadura que iba tomando la convocatoria la cosa ya no era sostenible, así que improvisaron en el último minuto la expedición encabezada por la vicepresidenta, que sólo sirvió para subrayar aún más la zafada presidencial.
¿Por qué no acudió el propio Sánchez, como sería lógico? Lo sería en un país normal con un presidente normal; pero la España de 2024 no es políticamente normal y las conductas de Pedro Sánchez no se corresponden, en su arquitectura psíquica, con las que se esperan de una persona normal (relean al respecto las columnas recientes de José Antonio Zarzalejos y Pablo Pombo).
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Parece claro que este presidente presenta un cuadro fóbico ante todo lo que exija experimentar en vivo el rechazo explícito de su persona por parte de los ciudadanos. Por otra parte, parece igualmente claro que está abocado a que ese rechazo se manifieste cada vez más frecuentemente y de forma más virulenta, lo que crea un serio problema político.
No es difícil describir en dos trazos la naturaleza de su relación con la sociedad. Dada su incapacidad congénita para establecer corrientes de empatía con alguien que no sea él mismo, quienes lo sostienen con su voto lo hacen de forma mecánica o utilitaria, carente de afectividad. Los aplausos que recibe en los actos de su partido son tan prolongados como funcionariales y robóticos. Sus colaboradores lo temen, sus aliados desconfían de él y sus detractores lo detestan hasta el paroxismo.
El postsanchismo será un camino de espinas para los futuros acólitos y costaleros
Nada de eso es reversible. Al contrario, tiende a agudizarse a medida que se hacen más notorios los rasgos oscuros de su personalidad. Pedro Sánchez puede prolongar la legislatura hasta el último día y, gracias a la sigla que lo ampara, retener el voto de varios millones de personas; puede hacer maniobras inverosímiles para mantenerse en el poder; pero ya no será posible que la mayoría social le dispense un gramo de estima personal. Y cuanto más absorbe en exclusiva la imagen de su partido, esta se ve progresivamente dañada en el presente y también para el futuro. El postsanchismo será un camino de espinas para los futuros acólitos y costaleros de esa cofradía.
Por decirlo de una vez: este presidente se ha convertido en sí mismo en un problema de orden público, y su mera presencia en la calle, en la proximidad de los ciudadanos, plantea un riesgo cierto de altercados, con peligro para su integridad física o para la de quienes, llevados por la cólera, choquen con las fuerzas del orden.
Se dice que su huida de Paiporta fue un acto de cobardía. Eso es muy probable. Pero lo seguro es que, a la vez, fue un acto obligado de prudencia. En mi opinión, era irresponsable empeñarse en acompañar a los reyes precisamente aquel día y en semejante circunstancia emocional. Pero una vez allí, lo único sensato era desaparecer inmediatamente para evitar males mayores. No había policía suficiente para protegerlo.
El acto de la catedral de Valencia resultó tenso y difícil; pero si Pedro Sánchez se hubiera presentado en él, dudo que pudiera concluir con normalidad. Ni las familias de las víctimas lo habrían soportado, ni el resto de los asistentes no oficiales se habría privado de expresar sonoramente su disgusto, ni se habría podido impedir un tumulto en el exterior del templo. Ignoro cuántos efectivos policiales se desplegaron en torno a la catedral, pero esa cifra debería multiplicarse en el caso de que el presidente del Gobierno hiciera acto de presencia en ese o en cualquier otro evento con presencia cuantiosa de ciudadanos de a pie. Así que lo mejor que pudo hacer Sánchez para proteger el acto fue lo que, por otra parte, le pedía el cuerpo: no aparecer.
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No creo que todo pueda reducirse al ambiente inflamado que existe en Valencia o al justificado encabronamiento contra los responsables políticos tras una tragedia que, como mínimo, no ayudaron a disminuir y que han seguido envenenando después con sus querellas miserables. Mazón es ya un cadáver político, pero lo de Sánchez es peor: por sus propios méritos, se ha convertido en el Voldemort de la política española, rodeado de su mortífagos.
Hace unos días, Felipe y Letizia fueron a ver una película en un cine de Madrid. Es de suponer que se tomarían las precauciones debidas e irían acompañados de sus escoltas, pero todo se desarrolló en paz y sin problemas. Imaginemos que Pedro y Begoña intentaran hoy hacer algo parecido. Tal como está el ambiente, probablemente habría que acordonar los alrededores, vaciar la sala y que les proyectaran la película en solitario. Si yo fuera ministro del Interior, trataría de disuadirles de esa o cualquier otra aproximación a la plebe.
Conste que lo digo sin asomo de satisfacción: resulta inquietante vivir en un país en el que el presidente del Gobierno, en lugar de ser garante del orden, se ha convertido en un potencial problema de orden público en cuanto sale de su guarida. Es lo que sucede, especialmente en España, cuando la tarea de gobernar se confunde con la de levantar muros.
Es sencillo reprochar al presidente del Gobierno comportamientos tan anómalos y poco dignos como salir por patas de Paiporta el 3 de noviembre, abandonando su función oficial como ministro de jornada y dejando al jefe del Estado solo frente a una multitud enfurecida; o su estridente ausencia en la ceremonia de este lunes en la catedral de Valencia en memoria de las personas muertas a causa de la riada. Sobran los argumentos para considerar que actuaciones de ese tipo son completamente inadecuadas para un jefe de Gobierno y muestran a la vez bajeza moral y carencia del más elemental sentido institucional. Tienen razón, pues, quienes lo critican por ese lado.