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Una Cierta Mirada
Por
En las democracias no existen los putos amos
Tienen razón quienes dicen que Sánchez no es Maduro. Pero por una única razón: porque España está en la Unión Europea y no en el Caribe
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Uno de mi calle me ha dicho que tiene un amigo que dice conocer un tipo al que Pedro Sánchez no intentó engañar. Pido perdón a Joan Manuel Serrat por el atraco de su letra, pero no he encontrado una forma mejor de expresar en dos líneas el rasgo que, para amigos y enemigos, condensa la figura del presidente del Gobierno. Los españoles nos dividimos entre quienes ven a Sánchez como un embustero conveniente y quienes lo consideramos un embustero peligroso. En todo caso, el Buscón de Quevedo trasplantado a la política del siglo XXI
Pedro Sánchez es la figura política más destacada de la última década en España. No se entiende lo sucedido en nuestro país -que, en esencia, es una regresión sostenida de los fundamentos de la Transición- sin el impacto de su singularísima personalidad; primero en la mutación de su partido -condición necesaria- y después en la instalación de prácticas de gobierno tan ajenas al espíritu fundacional de esta democracia que los constituyentes no creyeron necesario crear los antídotos contra ellas. No sé si el texto de 1978 es más o menos militante pero, sin duda, pecó de ingenuidad. Quizá sus creadores se preocuparon tanto de superar las amenazas del pasado que se olvidaron de prevenir las del futuro. Desde luego, jamás imaginaron un Sánchez al frente del país: habrían tomado precauciones.
Cuando sólo ha transcurrido el primer año de la legislatura, el juego político se tiñe progresivamente de rasgos surrealistas. En una democracia autodenominada parlamentaria, existen un Gobierno incapaz de gobernar por falta de votos en el Congreso y una oposición incapaz por el mismo motivo de formar un Gobierno alternativo. Los dos partidos que ocupan el 75% de los escaños no se saludan ni por urbanidad elemental, y sólo se dirigen la palabra para infamarse recíprocamente.
En un sistema supuestamente respetuoso de la división de poderes, el jefe de un Ejecutivo minoritario torea y desprecia al legislativo hasta declararlo chulescamente prescindible y ocupa la mayor parte de su tiempo en obstaculizar a la Justicia.
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En el Estado más descentralizado de Europa, que depende de la cooperación y la lealtad institucional para no griparse cada día, el Gobierno central somete a secuestro las competencias de los Gobiernos autonómicos de la oposición; y a la vez, colabora activamente con los de su alianza destituyente en el designio de quebrar la columna vertebral de la nación. Mientras pretende imponer a unos los precios de los alquileres o del transporte público en las ciudades, parece dispuesto a entregar a otros nada menos que el control de las fronteras. Mueren más de 200 personas en Valencia y lo único que importa a los ineptos gobernantes de una y otra trinchera es que el otro cargue con los cadáveres. El servil Patxi López no osaría hoy repetir su famosa pregunta de 2017, pero Pedro Sánchez parece seguir sin saber qué es una nación, ni maldito lo que le importa. Mientras, el líder del PP congrega periódicamente a los gobernantes territoriales de su partido para que todos embistan a la vez y en formación de combate al habitante de la Moncloa, sirva o no al interés de sus ciudadanos.
En un Estado de derecho presuntamente regido por el principio de legalidad, los procedimientos legislativos se pisotean sin piedad. Para empezar, andamos enredados en un debate fantasmal sobre quién votará o no los presupuestos del Estado cuando estos no existen ni siquiera como proyecto guardado en un cajón. Los Gobiernos se han habituado a pasar en picado de su obligación constitucional de presentar, discutir y votar los presupuestos anuales de sus instituciones. Nadie sabe de dónde sale el dinero, cómo y cuánto se recauda y cómo se financian los servicios públicos (por no mencionar los pagos privados). Lo único cierto es que cada españolito que nace (¡ay!, cada vez menos) viene al mundo debiendo más de 30.000 euros gracias a sus gobernantes manirrotos.
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Incapaz de sacar adelante una ley por el procedimiento ordinario, el Gobierno recurre a varios ardides igualmente fulleros: el primero es el vacío. El balance de la producción legislativa de esta legislatura cabrá en medio folio (aunque quizá eso resulte más buena que mala noticia). El segundo es abusar descaradamente de proposiciones de ley para eludir los informes preceptivos y de decretos-leyes cuya convalidación posterior hay que negociar a precios de pelo de elefante. Al parecer, durante el Gobierno de Sánchez se ha producido cada tres días un caso de “extraordinaria y urgente necesidad” merecedor de un decreto-ley (CE, art.86). El tercero es legislar ad personam: leyes con nombres y apellidos dictadas por los interesados, como la amnistía. Por si algo faltara, está el truco infantil de apelotonar en una misma ley el universo entero para solucionar en una sola votación la deuda externa, la pesca con anzuelo, la superliga de fútbol o cualquier otro asuntillo pendiente que se le ocurra a algún subsecretario.
A falta de un proyecto de Gobierno que merezca tal nombre, Sánchez se compromete con cada socio a hacer cosas que son incompatibles entre sí. Firma con ERC una financiación confederal para Cataluña y hace aprobar lo contrario en el congreso del PSOE. A todos les da igual el timo, porque saben que la legislatura terminará sin que se haya dado un solo paso efectivo en la financiación autonómica. Además, promete alegremente cosas que no están en su mano: por ejemplo, que el Tribunal Supremo aplique la amnistía a Puigdemont o que el catalán sea lengua oficial en la Unión Europea. Presenta leyes sabiendo que carece de votos para aprobarlas y, cuando se las tumban en el Congreso, echa la culpa al PP por dejar a los pensionistas en la estacada. Por supuesto, ni se le pasa por la cabeza sentarse a hablar seriamente con el PP sobre el futuro tenebroso del sistema de pensiones en España.
Como Podemos exige que se mantenga el impuesto a las energéticas, le sugiere un truco para simular que lo hacen por la puerta de atrás y que Belarra pueda apuntarse un gol frente a Yolanda. Como sabe que el PNV está en contra, le entrega un edificio en París y le urge a registrarlo antes de que el Congreso se cargue el decreto. Como Puigdemont se emperra en que presente una moción de confianza para sangrarle en la negociación del voto, le ofrece una visita a Ginebra o Waterloo para magrearle el ego con obsequios pagados por todos los españoles.
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Como los grandes empresarios empiezan a dar señales de insumisión, decide quedarse con las grandes empresas dando a la vez un golpe de autoridad. Hay muchas formas discretas de que el Gobierno intervenga en un cambio en la presidencia de la mayor corporación del país. Pero en el caso de Telefónica lo importante no era el qué, sino el cómo: se trataba ante todo de exhibir pornográficamente que, a pesar de todo, el puto amo sigue al timón, armado hasta los dientes, y que aún puede cargarse a quien le venga en gana. Renuncio a intentar explicar a los Sánchez, López, Puente y compañía que la esencia de la democracia es que en ella los putos amos no existen.
Tienen razón quienes dicen que Sánchez no es Maduro. Pero por una única razón: porque España está en la Unión Europea y no en el Caribe. En este caso, nos salvó la geografía.
Uno de mi calle me ha dicho que tiene un amigo que dice conocer un tipo al que Pedro Sánchez no intentó engañar. Pido perdón a Joan Manuel Serrat por el atraco de su letra, pero no he encontrado una forma mejor de expresar en dos líneas el rasgo que, para amigos y enemigos, condensa la figura del presidente del Gobierno. Los españoles nos dividimos entre quienes ven a Sánchez como un embustero conveniente y quienes lo consideramos un embustero peligroso. En todo caso, el Buscón de Quevedo trasplantado a la política del siglo XXI