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Una Cierta Mirada
Por
Para qué sirven los sindicatos
Los autoconsiderados instrumentos esenciales de la democracia encabezan sólidamente la clasificación del rechazo social
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En la escala de la confianza que suscitan en la sociedad española las distintas instituciones, organizaciones y colectivos, los partidos políticos ocupan destacadamente la última posición. La penúltima corresponde a los sindicatos y detrás vienen el Gobierno central y el Parlamento. Los autoconsiderados instrumentos esenciales de la democracia encabezan sólidamente la clasificación del rechazo social. Su descrédito es del máximo nivel, superando claramente al que padecen otras instancias también mal vistas por la mayoría, como la banca, la Iglesia Católica o los gobiernos autonómicos. En lo que hace al tema de este artículo, quede constancia de que, aun con cifras negativas en ambos casos, se desconfía menos de los empresarios que de los sindicatos.
Este no es un hecho coyuntural: los estudios sociológicos lo constatan establemente, aunque el desaprecio por los “farolillos rojos” de la clasificación (partidos, sindicatos, Gobierno y Parlamento) se agudiza en los últimos años al mismo ritmo que la náusea colectiva por la política como actividad y los políticos como especie. De hecho, en ninguno de esos cuatro ámbitos aparece alguna figura personal que se aproxime al aprobado -no digamos ya al respeto o la admiración-. Si hemos de hacer caso a lo que se expresa en las encuestas, un español medio pondría su vida o la de su familia en manos de un desconocido antes que en las de un dirigente partidario o sindical, un ministro o un diputado. La diferencia es sustantiva: al primero se le suponen sinceridad y buena intención, salvo indicación o prueba en contrario. Los segundos, junto con sus organizaciones respectivas, padecen la presunción opuesta.
Además de duradero, se trata de un fenómeno transversal, que se manifiesta en todos los sectores de la sociedad y en todos los espacios ideológicos. No crean, por ejemplo, que el prestigio de los sindicatos mejora sustancialmente en la convencionalmente llamada “clase trabajadora”. Por añadir sal en la herida, cabe subrayar que el desdén por esas instituciones se transforma en hostilidad manifiesta en el caso de los jóvenes (entendiendo por tales los menores de 35 años).
A los partidos, el Gobierno y el Parlamento se los detesta por lo que hacen y dicen -o por lo que dejan de hacer y decir desatendiendo su deber, como sucedió en Valencia-. Se presupone que mienten por hábito y que siempre antepondrán sus intereses propios al interés general. Creo que el caso de los sindicatos es en cierto modo distinto: se los desprecia principalmente porque hace mucho tiempo no se sabe para qué diablos sirven, salvo para defender su subsistencia y los privilegios que se derivan de ella. Pese al rechazo generalizado que provoca su actuación, se hace difícil imaginar un Estado democrático sin partidos políticos, sin Gobierno o sin una Cámara de Representantes votada por el pueblo. Pero a medida que nos adentramos en la era digital, con la revolución industrial convertida ya en un residuo histórico, la desaparición de los sindicatos en su formato actual no provocaría una sacudida especial en la mayoría de la población.
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Lo que mayormente se percibe en ellos es la existencia de una casta de burócratas que han hecho del ejercicio del poder sindical su modus vivendi y se han apropiado de la representación de todos los asalariados con el consentimiento de los poderes públicos, pero sin que nadie se la haya entregado. Son, claramente, una parte más del establishment, por mucho que se empeñen en ir a los actos oficiales sin corbata y utilizar el lenguaje rancio del extinguido movimiento obrero.
En los años 80 del siglo pasado, Margaret Thatcher lanzó una cruzada antisindical con la consigna extravagante de que “hay que defender a los trabajadores de los sindicatos” (por cierto, la primera ministra ganó esa batalla de calle). Hoy semejante idea, además de extravagante y reaccionaria, se consideraría simplemente absurda. En aquel tiempo, en el Reino Unido, las Trade Unions eran capaces de poner el país patas arriba y obstaculizar la política de cualquier gobierno, además de marcar la estrategia del Partido Laborista. También en los años 80, en España, los sindicatos paralizaron el país con una huelga general irrepetible y estuvieron a punto de hacer caer a un Gobierno socialista que contaba con mayoría absoluta en el Congreso (algo que tuvo mucho de venganza personal, pero esa es otra historia).
Este Gobierno ha demostrado que impone su voluntad apañándose con los sindicatos
Tiempos pasados. Hoy tienen mucha más capacidad de colapsar el país los CEO de las compañías tecnológicas que toda la dirigencia sindical junta. Se glorifica el llamado “diálogo social”; y es cierto que los dirigentes sindicales y empresariales suelen mostrar mucha más sensatez, realismo y flexibilidad sobre cuestiones importantes que los muy obtusos jefes de los partidos políticos. Pero este Gobierno ultraminoritario ha demostrado que, llegado el momento, impone su voluntad apañándose con los sindicatos y pasando en picado de las organizaciones empresariales, igual que Rajoy hizo varias veces lo mismo, pero a la inversa.
Los partidos y los gobiernos tienen potestad y la ejercen hasta el abuso, pero, en su mayoría, carecen de auctoritas. A los sindicatos, ¡ay!, ya no les queda ninguna de las dos cosas. Su potestad es estrictamente la que le conceden sus jefes partidarios para vestir las decisiones y su auctoritas como organizaciones capaces de liderar a la clase trabajadora y transformar la sociedad descansa ya en los libros de historia.
Los viejos leninistas defendieron en su día la tesis del sindicato como correa de transmisión del partido revolucionario. Los viejos socialdemócratas practicaron lo contrario en el norte de Europa: el partido -y, en su caso, el Gobierno- como instrumento de los sindicatos de masas, que contaban con millones de afiliados activos y determinaban las políticas sociales. Lo dicho: en uno y otro caso, tiempos pasados.
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Hoy los sindicatos españoles no son ni siquiera correas eficaces de transmisión de los partidos de izquierda, sino guiñapos burocráticos, acompañantes rutinarios de políticas que les vienen dictadas por el mando, a las que asienten sumisamente a cambio de un puñado de privilegios para sus cúpulas y un montón de dinero para sus gigantescos aparatos (pasemos por alto el comportamiento vergonzoso de las cúpulas de UGT y CCOO respaldando el golpe institucional de 2017 en Cataluña). Ni siquiera valen como agentes electorales eficientes: cerca del 40% de la llamada “clase trabajadora” vota tranquilamente a los partidos de la derecha y se queda tan ancha.
Con todo, no hay ninguna necesidad de hacer el ridículo como lo han hecho con el decreto ómnibus inventado por Sánchez para disimular que gobierna sin presupuesto y, de paso, poner al PP una “trampa de conejo”, de esas en la que te cazan salgas por donde salgas-.
Se vota el decreto-ley en el Congreso y Puigdemont lo tumba. La Moncloa pone en marcha el aparato de propaganda para que Feijóo se coma el marrón de frenar la subida de las pensiones (otro axioma sacrosanto del que algún día habrá que hablar en serio). Los sindicatos se suman a la mascarada convocando una inédita manifestación contra la oposición. Sánchez y Puigdemont cambalachean el asunto y paren un decreto minibús. Feijóo dice que esta vez votará que sí. ¡Y la manifestación se mantiene!
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Sucede lo esperado: menos de 500 personas en Madrid y menos de un millar en toda España. Muchos menos manifestantes que los funcionarios y liberados de ambos sindicatos en la capital de España. Pueden estar seguros de que si el sindicato de Vox convocara una mani en Madrid en defensa de la tortilla de patatas con cebolla (“¡Contra la tortilla woke!” o cualquier otra estupidez de ese estilo), no bajaría de 30.000 personas.
El caso es que ningún dirigente de UGT o de CCOO ha dimitido por la payasada. El lema era “Con los derechos de la gente no se juega”. Que se lo apliquen.
En la escala de la confianza que suscitan en la sociedad española las distintas instituciones, organizaciones y colectivos, los partidos políticos ocupan destacadamente la última posición. La penúltima corresponde a los sindicatos y detrás vienen el Gobierno central y el Parlamento. Los autoconsiderados instrumentos esenciales de la democracia encabezan sólidamente la clasificación del rechazo social. Su descrédito es del máximo nivel, superando claramente al que padecen otras instancias también mal vistas por la mayoría, como la banca, la Iglesia Católica o los gobiernos autonómicos. En lo que hace al tema de este artículo, quede constancia de que, aun con cifras negativas en ambos casos, se desconfía menos de los empresarios que de los sindicatos.