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Una Cierta Mirada
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El 'procés', segunda parte: entregar los atributos de la soberanía
En algo tiene razón Sánchez: cuando el Estado español deje de serlo por haber entregado la soberanía, podrá presumir de haber resuelto el "conflicto entre España y Cataluña". O de haber creado uno mucho mayor para que se le atragante a quien venga
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Erramos conceptualmente quienes criticamos desde el constitucionalismo el modelo de Estado al que nos conduce la alianza del partido de Sánchez con la extrema izquierda y el bloque separatista al completo. El error consiste en cegarnos con la idea de un Estado confederal, entendido como una agregación de múltiples entes soberanos, de la que cada uno de ellos podría entrar o salir por un mero acto de voluntad.
Hay muy escasos ejemplos históricos de modelos confederales que hayan resultado duraderos. Todos los ensayos conocidos fueron breves: unos desembocaron en la dispersión más o menos violenta de sus miembros y otros evolucionaron hacia formas propias del federalismo. Suiza es el único Estado moderno que conserva retóricamente el título de Confederación, pero funciona en la práctica con mecanismos típicamente federales.
No es un Estado confederal lo que busca el sanchismo, ni tampoco los partidos nacionalistas que lo sostienen en el Gobierno. El resultado de una prolongación del modelo Frankenstein en su formulación actual sería doble:
1. En lo político, un partido hegemónico en la izquierda, de doctrina populista y funcionamiento autocrático, que resultaría de la enésima mutación histórica de la sigla PSOE y la absorción electoral del menguante espacio de Sumar.
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2. En lo institucional, un Estado autonómico disforme como el actual, con pretensiones federales pero sin los instrumentos que hacen funcional el federalismo. Y asociados a él por vínculos etéreos, dos territorios -esos sí- de espíritu y funcionamiento confederal (es decir, soberanos en la práctica), que se corresponderían con los actuales País Vasco y Cataluña (aunque en ambos casos, con vocación expansionista: uno hacia Navarra e Iparralde y el otro hacia los llamados “països catalans”).
Todo ello, sin tocar una sola palabra de la Constitución de 1978 ni siquiera los actuales Estatutos de Autonomía, ya claramente desbordados. En lugar de avanzar “de la ley a la ley” como en la Transición, el recorrido sería de la ley (formal) a la anomia (real). La única pauta de transformación la marcarían las relaciones de fuerza entre sus componentes y el estado coyuntural del bloque de poder, dominado por el pacto estable entre un PSOE definitivamente contrahecho (con o sin Sánchez, pero marcado a fuego por su huella) y las fuerzas nacionalistas de Cataluña y Euskadi, con compañeros de viaje de menor entidad. Por esa vía llegaríamos, un siglo después, a la versión más patológica de la España invertebrada que Ortega dibujó.
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Ni el partido de Sánchez quiere un modelo confederal para España, ni lo desean los nacionalistas. El primero sólo busca consolidar la política de alianzas que lo perpetúe en el Gobierno central, impidiendo la alternancia a través de una concentración inusitada de poder y de la confrontación binaria como principio estratégico; y los segundos, descartada por inviable la independencia, alcanzar un estatus diferencial que los privilegie y les otorgue una soberanía de ejercicio, ya que carecen de la de origen.
Los nacionalistas tienen a Sánchez agarrado por el cuello, más dependiente de ellos que en ningún momento anterior. Y este presidente, decidido a erradicar cualquier vía de concertación con el PP, sabe que, desde la minoría parlamentaria, tiene que renunciar a una acción efectiva de gobierno y que la perspectiva de convocar elecciones en esta coyuntura lo conduce a una derrota casi segura. Permanecer así tres años sólo puede deteriorar aún más la situación: la del país y la del propio Gobierno, convertido en un polichinela que sólo puede confiar en su aparato de propaganda y en los errores del adversario.
Los nacionalistas vascos son extraordinariamente eficaces en la tarea de expulsar a España de Euskadi (algo mucho más sencillo que lo contrario), borrar la memoria de ETA y validar a los albaceas testamentarios del terrorismo como una respetable fuerza democrática. Además, con el concierto económico y la desaparición material de la policía y las fuerzas armadas españolas de su territorio tienen un buen trecho avanzado hacia la soberanía efectiva. Y de cualquier negociación en el Congreso salen siempre con la bolsa llena, sin necesidad de alharacas.
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Los nacionalistas catalanes consiguieron la impunidad de la insurrección de 2017 -y, lo que es más importante, de cualquier otra similar que pueda perpetrarse en el futuro-. Primero, abriendo un hueco legislativo en el Código Penal que suprimió todos los tipos delictivos aplicables a un golpe institucional no violento como el que entonces dieron. Después, con la amnistía: sólo falta solucionar la situación personal de Puigdemont y la inhabilitación de Junqueras pero, con el concurso de la mayoría mecánica en el Tribunal Constitucional, eso será cuestión de poco tiempo. Mientras, les viene de perlas la guerra incivil entre el poder ejecutivo y el judicial con el árbitro Conde-Pumpido emulando a Negreira.
Pero necesitan aprovechar a fondo el tiempo que Sánchez permanezca en la Moncloa para hacerse con lo más importante para ellos, que son los atributos de la soberanía. Puigdemont pelea a fondo la conquista del traspaso integral a la Generalitat de las competencias de inmigración. Esto significa entregar a un Gobierno regional el control de las fronteras -que son fronteras con Europa-, la facultad de decidir quién puede o no entrar en España a través de Cataluña, administrar las expulsiones (algo peligrosísimo tratándose de partidos xenófobos) y regular a su capricho el estatus de los extranjeros en su territorio (en el límite, uno de Burgos podría llegar a entrar en esa categoría). De ahí a empezar a expedir pasaportes hay un paso.
Con todo, lo de menos es la gestión administrativa: el primer y más simbólico atributo de la soberanía de una nación es el control de sus propias fronteras. Una cosa es relajar ese control mediante acuerdos multilaterales como Schengen y otra que el Gobierno de un Estado de la UE abdique de esa potestad en beneficio de un Gobierno regional. Por lo demás, cuando un ciudadano extranjero al que un Gobierno autonómico impida entrar en España o lo expulse de ella y presente la correspondiente protesta, será Sánchez y no Illa quien tenga que dar la cara en Bruselas y Estrasburgo. El insensato que se comprometió a entregar la gestión integral de la inmigración o no sabía lo que firmaba, lo que sería malo, o lo sabía, lo que sería peor.
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Por su lado, Junqueras ha arrancado a Sánchez el reconocimiento de la soberanía fiscal para Cataluña. Da igual que ambos sepan que el compromiso es inviable a corto o medio plazo y que tendría consecuencias económicas nefastas: lo importante era poner el principio por escrito, y eso ya está hecho.
Falta lo del referéndum, que se conserva como última ratio, bien para consumar la entrega de la soberanía con el aliado sanchista, bien para reactivar la insurrección frente a un eventual Gobierno de la derecha en España.
Si les hablan de un territorio que, además de disponer de su propio Gobierno y Parlamento, controla sus fronteras y decide quién entra, quién sale y quién permanece en él; que posee una Hacienda propia, establece, recauda y administra los impuestos; que maneja las fuerzas de orden público en régimen de monopolio; que dispone de un sistema judicial propio modelo Orbán; que aspira a tener representación propia en las organizaciones internacionales y siembra el mundo de embajadas; y que se reserva decidir sobre su autodeterminación en cualquier momento, ¿cómo llamarían a eso? La única palabra pertinente es soberanía.
En algo tiene razón Sánchez: cuando el Estado español deje de serlo por haber entregado la soberanía, podrá presumir de haber resuelto el llamado “conflicto entre España y Cataluña”. O de haber creado uno mucho mayor para que se le atragante a quien venga detrás.
Erramos conceptualmente quienes criticamos desde el constitucionalismo el modelo de Estado al que nos conduce la alianza del partido de Sánchez con la extrema izquierda y el bloque separatista al completo. El error consiste en cegarnos con la idea de un Estado confederal, entendido como una agregación de múltiples entes soberanos, de la que cada uno de ellos podría entrar o salir por un mero acto de voluntad.