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Una Cierta Mirada
Por
La libertad de expresión, en peligro: no es la censura, es la autocensura
Vivimos malos tiempos para el pensamiento crítico y para el libre albedrío, lo que implica que también son tiempos malos y oscuros para la libre expresión de las ideas
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Ya tenía ganas de escribir esto: si hoy se me pregunta si soy de izquierdas o de derechas (el centrismo siempre me pareció una entelequia), mi respuesta sincera es que me trae sin cuidado. No porque hayan mutado sustancialmente mis ideas sobre el mundo y la vida, aunque admito que, con la edad, me siento cada día más como quien conduce en dirección contraria: me crecen las dudas al mismo ritmo al que veo a otros afianzarse en sus certezas y me estorban las etiquetas tanto como otros se aferran a ellas para orientarse o, simplemente, mantenerse a flote tras el naufragio de su Titanic ideológico.
Reniego de las escalas topográficas (dos grados a la derecha, tres centímetros a la izquierda) como instrumento exclusivo del análisis político -y mucho más del electoral-; abomino de las concepciones eclesiásticas de la política que te vinculan de por vida a un catecismo supuestamente representado por una sigla; y tiendo a pensar que los principios, para ser firmes, deben ser pocos y bien elegidos. De hecho, 235 años después de su primera formulación no he encontrado nada que me identifique mejor que la tríada de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Desde entonces, todo son variaciones más o menos elaboradas sobre los mismos temas esenciales.
En cuanto a la acción política, me adhiero a esta cita de Manuel Azaña: “Nosotros debemos proceder como legisladores y como gobernantes y hallar la norma legislativa y el método de gobierno que nos permita resolver las antinomias existentes en la realidad española de hoy; después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho”.
Envenenan el debate público y las decisiones políticas la perezosa obsesión por catalogar a las personas antes de escucharlas y calificar sus acciones antes de comprobar sus efectos, así como el hábito (nunca mejor dicho) de convertir cada discrepancia en un choque moral. Es más cómodo colgar a alguien un -ismo descalificatorio que refutar sus ideas. Hemos sustituido la lucha ideológica, que nos expone, por los cordones sanitarios, que nos protegen; y la inflación de los adjetivos se corresponde con el déficit de los sustantivos.
La conversación se ha tribalizado. Solo queremos leer y escuchar a quienes sabemos de antemano que reforzarán nuestras posiciones previas
La conversación se ha tribalizado. Sólo queremos leer y escuchar a quienes sabemos de antemano que reforzarán nuestras posiciones previas. A medida que el discurso político se uniforma con tonalidades clericales y militares y lo identitario derrota culturalmente a lo comunitario, la diferencia entre la verdad y la mentira se torna irrelevante y los matices se evaporan en favor de las consignas, cuanto más idiotas mejor.
“Los hechos son sagrados, las opiniones son libres” fue un emblema clásico del periodismo. Se invirtieron los términos: Ahora lo sagrado son las opiniones y los hechos se subvierten sin pudor para ajustarlos a ellas. Según el informe PISA, nueve de cada diez alumnos son incapaces de distinguir una noticia de una opinión. No es extraño: Es imposible ver en la prensa española un titular que no contenga un editorial.
En el siglo XXI, regresó la Inquisición. El nuevo dogma es el mundo de lo "políticamente correcto", expresión castradora donde las haya
Vivimos malos tiempos para el pensamiento crítico y para el libre albedrío, lo que implica que también son tiempos malos y oscuros para la libre expresión de las ideas. Resulta que, durante la dictadura, algunos nos hicimos de izquierdas porque estábamos hartos de las prohibiciones; hoy es difícil escuchar un discurso procedente del oficialismo sedicentemente izquierdista que no venga plagado de prohibiciones, cancelaciones, condenas, comportamientos al dictado y un catálogo de virtudes y pecados que, por contraste, convierte el catecismo del padre Ripalda en un manual del liberalismo.
En el siglo XXI, regresó la Inquisición. El nuevo dogma es el mundo de lo “políticamente correcto”, expresión estúpida y castradora donde las haya. Ha nacido un nuevo puritanismo represor que, bajo disfraces nobles como el feminismo, vuelve a hacer latir la idea del sexo como algo sucio, de los placeres del cuerpo como actos nocivos, de la austeridad (aparente) como un modelo de vida moralmente superior. Frente a los torquemadas, reaparecen los herejes. Y con la represión (hoy llamada cancelación), el miedo.
También el secuestro del lenguaje. Vivimos un nuevo apogeo de las palabras prohibidas y los eufemismos. Hasta los términos más naturales se han vuelto resbaladizos: ya no puede decirse cojo a quien perdió una pierna, viejo a quien tiene 80 años, bajo a quien mide 1,40, gordo a quien pesa 120 kilos o negro a quien tiene la piel más oscura que el resto de los mortales. Hoy el
Frente a los torquemadas, reaparecen los herejes. Y con la represión (hoy cancelación), el miedo
Ya no es la censura propia de las antiguas dictaduras la que cierra las bocas. En su lugar se ha impuesto la autocensura. El artículo 20 de la Constitución está en vigor y nadie va a la cárcel por escribir o decir lo que quiera, salvo que incurra en delito. (Por cierto, donde antes había dos delitos básicos, el de injurias y. calumnias, en el Código Penal actual aparecen hasta 30 tipos delictivos relacionados con la difusión de datos, de informaciones o de opiniones). La policía política de nuestro tiempo son las jaurías digitales o analógicas (mayormente las primeras) que, frecuentemente alistadas desde los sótanos partidarios de la izquierda retrógrada, organizan cacerías humanas, señalan a las presas a capturar y establecen a su conveniencia las líneas rojas de lo admisible.
Admitamos de una vez que, con muy escasas y honrosas excepciones, todos los que escribimos en la prensa, hablamos en la radio o en la televisión o nos expresamos en alguna de las redes sociales ejercemos un constante ejercicio de autocensura. Que puede consistir en eludir el tratamiento de ciertos asuntos que sabemos peligrosos, suavizar nuestras opiniones cuando van contra la corriente dominante marcada por la jauría o vigilar cuidadosamente nuestro vocabulario para no incurrir en algún término de los considerados ofensivos, pese a ser frecuentemente el más preciso y estar en el diccionario precisamente para que se use.
Formalmente, nadie nos prohíbe sostener que tratar un beso dudosamente consentido como una agresión sexual es un disparate jurídico y semántico, por muy tarugo y corrupto que sea el autor. Que es absurdo promover la candidatura al Oscar de una actriz por el hecho de ser transexual y más absurdo aún, además de arbitrario, enviarla al infierno por haber escrito unos tuits en algún momento de su vida, como si lo único que no importara a nadie fuera el valor artístico de su actuación. Siguiendo esa pauta, ¿qué hacemos con la obra de Leonardo da Vinci, conocido pedófilo, o con las canciones de Sinatra, distinguido miembro de la mafia?. Que abolir la biología en el BOE es uno de los mayores actos de oscurantismo y terraplanismo de las últimas décadas, por muy progresista que se intitule el Gobierno que promovió la salvajada. Que emplear más de la mitad del gasto público en subir indefinidamente las pensiones del sector social más protegido y con la renta media más alta de una sociedad precarizada es injusto, clientelar, antieconómico y condenatorio para las próximas generaciones.
No es la censura, es la autocensura impuesta por la inquisición de nuestro tiempo
Pero no lo hacemos, o lo hacemos en voz baja, como pidiendo perdón, rodeando el argumento de preámbulos exculpatorios y, desde luego, midiendo las palabras. Como si, una vez identificados y señalados, la jauría fuera a perdonarnos la vida. En realidad, es menos arriesgado meterse con Sánchez o con Feijóo, atacar al fiscal general del Estado o embarcarse en abstrusas expediciones por el derecho procesal.
No es la censura, es la autocensura impuesta por la inquisición de nuestro tiempo. Personalmente, admito que a veces también caigo en ella; pero a estas alturas, no me importa decir que estoy hasta el gorro de “los nuestros” -especialmente de los exquisitos que, por mor de la camiseta, justifican hoy lo que jamás habrían consentido ayer- y que cuando pasan dos semanas sin que nadie me llame fascista en las redes, me deprimo.
Ya tenía ganas de escribir esto: si hoy se me pregunta si soy de izquierdas o de derechas (el centrismo siempre me pareció una entelequia), mi respuesta sincera es que me trae sin cuidado. No porque hayan mutado sustancialmente mis ideas sobre el mundo y la vida, aunque admito que, con la edad, me siento cada día más como quien conduce en dirección contraria: me crecen las dudas al mismo ritmo al que veo a otros afianzarse en sus certezas y me estorban las etiquetas tanto como otros se aferran a ellas para orientarse o, simplemente, mantenerse a flote tras el naufragio de su Titanic ideológico.