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Una Cierta Mirada
Por
Ante una crisis existencial: nueva agenda, otra política
Se abre una agenda para el presente y el futuro inmediato plagada de incertidumbres y de amenazas a corto plazo para las que carecemos de respuestas
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Dicen que las eras históricas duran aproximadamente 250 años. Si eso es así, en occidente estaríamos agotando la era que arrancó con la Revolución Francesa, que transformó los valores del orden político y social; continuó con la revolución industrial, que estableció un nuevo modo de producción (en el sentido marxista del término); y culminó con el asentamiento de los Estados-nación modernos, que han configurado el marco político y jurídico y también el orden geoestratégico conocido hasta ahora.
Los tránsitos de una era a otra -este es rapidísimo y afecta a cosas tan esenciales como la propia habitabilidad del planeta- producen gran desorientación en sus contemporáneos, que tienen muchas dificultades para interpretar lo que está sucediendo y aún más para vislumbrar lo que viene. No seré yo quien emprenda esa aventura, menos aún en una columna periodística. Pero sin querer pecar de apocalíptico, está claro que se abre una agenda para el presente y el futuro inmediato plagada de incertidumbres y de amenazas a corto plazo para las que carecemos de respuestas. Ello obliga a una reordenación drástica de las prioridades y una revisión profunda de los instrumentos y métodos de la política si queremos que la política forme parte de las soluciones y no del problema, como sucede singularmente en España.
Adelanto el punto al que quiero llegar: nuestro actual instrumento de gobierno, sostenido sobre la fórmula de la coalición sanchista, es completamente inadecuado para hacer frente a la agenda que ya tenemos encima y, aún más, a la que está a la vuelta de la esquina. Sólo sirve para prolongar la parálisis estéril del país, asfixiar cualquier impulso reformista, corroer los fundamentos del Estado constitucional y deteriorar la convivencia.
Enquistada como está la situación por la voracidad irracional de poder y el ánimo cismático de quien encabeza el Gobierno, no cabe esperar un giro en su dirección destructiva. Parece necesario, pues, desbloquear el mecanismo democrático de la alternancia en el poder. Pero la alternancia por sí misma resolvería poco si condujera a una polarización invertida, con un gobierno de derechas contaminado por un partido integrista de orientación abiertamente reaccionaria como Vox y una oposición de izquierdas y nacionalista echada al monte de la revancha y la desestabilización.
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Tanto la agenda global de la segunda mitad de la década como la específicamente española piden desesperadamente la restauración de la centralidad política, arrasada por el sanchismo que destruyó la socialdemocracia española, por la emergencia de la extrema derecha y por la ofensiva destituyente de los secesionismos. Lo que, a su vez, demanda un entendimiento de fondo entre las dos fuerzas que aglutinan el apoyo de dos tercios del electorado y de una gran mayoría parlamentaria (y cuyos electorados son prácticamente gemelos en su perfil sociodemográfico y en su escala de valores: les guste o no a los dirigentes, lo más parecido a un votante del PSOE es uno del PP y viceversa).
La forma política y de gobierno que adopte ese entendimiento vendrá dada por la coyuntura, los resultados electorales y, sobre todo, el sentido de responsabilidad que sean capaces de desplegar los dirigentes. Pero estoy harto de escuchar que lo necesario es imposible, cuando únicamente lo es por el cerrilismo. Pero la realidad a la que nos enfrentamos es implacable:
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Está en peligro la paz por la renacida pulsión imperialista de las tres potencias más grandes y poderosas, que anuncian una especie de Yalta del siglo XXI como preludio a un enfrentamiento mortífero entre ellas.
Está en peligro la Unión Europea, que para muchos es el invento político más civilizado de los últimos 300 años. Europa está debilitada por su dependencia energética y defensiva, por su atraso tecnológico respecto a Estados Unidos y China, por la soledad sobrevenida en la resistencia frente al expansionismo ruso, por la descomposición de las fuerzas políticas sistémicas y por una crisis pavorosa de liderazgos. La única buena noticia que hemos recibido en los últimos meses es la reaparición del Reino Unido como país europeo tras el desastre histórico del Brexit.
Están en peligro la pervivencia del planeta como un lugar habitable para la especie humana y el equilibrio demográfico, del que en España son muestras clamorosas el envejecimiento imparable de la población y el vaciamiento de gran parte del territorio.
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Está claramente en peligro la democracia representativa (perdón por la redundancia), que no puede pretender sostenerse exclusivamente por su superioridad moral mientras al menos un par de generaciones sienten, con razón, que su proyecto vital está truncado por la ineficiencia del sistema.
Está en peligro inminente el libre comercio, columna vertebral de la economía de mercado; y la experiencia histórica demuestra hasta qué punto las guerras comerciales descontroladas son el preámbulo de conflagraciones bélicas. El clima prebélico que se ha apoderado del mundo con la invasión rusa de Ucrania y el regreso de Trump a la Casa Blanca es algo más que una psicosis colectiva.
En España, están en peligro las bases del Estado de derecho, el principio de legalidad y la unidad territorial, sometidas a un desgaste implacable de por el oportunismo de gobernantes desentendidos de cualquier noción de interés general (siendo Sánchez el exponente principal, pero no único, de esa especie de políticos vampíricos y sañudos).
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Europa está abocada, con España dentro, a realizar una inversión gigantesca para conquistar una cierta autonomía defensiva, recuperar el terreno tecnológico perdido y solucionar el problema existencial del suministro energético (está muy bien abrazarse a Zelenski siempre que a la vez no se siga comprando masivamente el gas de Putin, como hace el Gobierno español).
En nuestro caso, ello exige disponer en primer lugar de unos presupuestos actualizados a la circunstancia; y además, proceder a una reasignación drástica de los recursos disponibles, aumentando el gasto en defensa sin asfixiar con impuestos ni precipitarnos aún más por el abismo de una deuda que ya es inasumible.
La presión de la coyuntura obliga a ralentizar la lucha contra el cambio climático, para la que ya no contamos con ninguno de los gigantes del planeta (Estados Unidos, Rusia, China, India).
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Es obligatorio revisar en profundidad y sin demagogia las políticas de inmigración, que son el alimento principal del crecimiento de la extrema derecha xenófoba. Como lo es, en España, restablecer un proyecto de comunidad nacional que se evapora por momentos, hacer viable la cooperación entre el Gobierno central y los territoriales (empezando por desatascar el sistema de financiación autonómica) y reparar las múltiples averías infligidas a la higiene constitucional durante el sanchismo.
Y en algún momento habrá que plantearse seriamente abordar la reforma de las partes de la Constitución que se han demostrado claramente obsoletas y/o disfuncionales.
Ya me explicarán cómo se aborda todo eso (y muchas cosas más) con una coalición minoritaria en el Parlamento y en la sociedad, varios de cuyos miembros están por la labor de sabotear esos propósitos, y con los mecanismos de diálogo y concertación cancelados, tanto con el primer partido del país como con los gobiernos territoriales que este controla.
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Este es un Gobierno-cigarra genéticamente programado para el combate sectario, las alegrías populistas y las amistades peligrosas: justamente lo contrario que requiere el tiempo que vivimos. España está enferma de política tóxica, y eso es lo primero que tenemos que solucionar si queremos que la propia España sirva para algo a sus ciudadanos y a la causa común de la Unión Europea, a la que últimamente sólo hemos aportado una retahíla exasperante de conflictos hispano-españoles.
Para empezar: el PSOE y el PP están básicamente de acuerdo sobre la guerra de Ucrania, aunque no lo estén varios miembros de la mayoría sanchista. Queremos verlo ya y sin disimulos vergonzantes. Sin el concurso de ambos partidos es impensable sacar adelante el aumento del gasto militar, unos presupuestos racionales además de útiles, el sistema de financiación autonómica, una política de inmigración sensata y, en su caso, las reformas constitucionales que sean realmente necesarias para reforzar el sistema, no para demolerlo. Queremos verlo también. Si ello pasa por sacrificios humanos, que sea lo que tenga que ser. Pero sólo entonces será legítimo que alguien se suba a un balcón y diga “somos más”.
Dicen que las eras históricas duran aproximadamente 250 años. Si eso es así, en occidente estaríamos agotando la era que arrancó con la Revolución Francesa, que transformó los valores del orden político y social; continuó con la revolución industrial, que estableció un nuevo modo de producción (en el sentido marxista del término); y culminó con el asentamiento de los Estados-nación modernos, que han configurado el marco político y jurídico y también el orden geoestratégico conocido hasta ahora.