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Una Cierta Mirada
Por
Una democracia en recesión: sobre el desacato constitucional como método de gobierno
El presidente del Gobierno alardea mucho últimamente de que España figura entre las escasas naciones que se califican como “democracias plenas”
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¿Cómo calificar nuestra democracia en esta extraña etapa del sanchismo tardío? El presidente del Gobierno alardea mucho últimamente de que, en el famoso ranking de The Economist, España figura entre las escasas naciones que se califican como “democracias plenas”. Escuchándole, parecería que ha sido él quien ha conquistado personalmente esa posición de privilegio. O que él fundó la democracia misma. El adanismo es un afluente del narcisismo.
Entrando en detalles, se comprueba que la democracia española obtiene calificaciones muy elevadas en cuanto a las libertades civiles, el pluralismo político y la limpieza de las elecciones. Pero la valoración desciende notablemente sobre la armadura del Estado de derecho: el funcionamiento del Gobierno y de las instituciones, la participación y la cultura políticas. Esa es una visión más afinada y próxima a la realidad.
Es un disparate sostener que la España gobernada por el sanchismo es una dictadura o un régimen totalitario como, por ejemplo, la Rusia de Putin, la China de Xi Jinping o la Venezuela de Maduro, que tanto gustan a algunos que dan lecciones de democracia y progresismo. Si lo fuera, muchos no podríamos escribir libremente y estarían censurados los periódicos no sometidos al oficialismo (aunque hay síntomas crecientes de que el poder gubernativo promueve su defunción por asfixia).
Es tan cierto que los españoles disfrutamos de un amplísimo espacio de libertades y que nuestros procesos electorales son impecablemente limpios como que la calidad institucional del sistema ha entrado en barrena. El aspecto exterior del vehículo permanece casi inmaculado, pero el motor hace ruidos cada vez más horrísonos, el coche derrapa peligrosamente en las curvas y su rendimiento en la pista es peor que deficiente. Ello se debe en gran parte a la incuria de un conductor que mira más al espejo que a la carretera, al descuido doloso de los materiales (empezando por el material humano) y a las querellas rabiosas entre los mecánicos de las distintas escuderías.
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La democracia es algo más que libertad y elecciones libres, siendo estas imprescindibles condiciones de partida. Es también un método de gobierno al que se exige transparencia y eficiencia; un armazón complejo y delicado de instituciones, normas y convenciones que requieren higiene y respeto; y, sobre todo, el único marco civilizado de convivencia que hemos sido capaces de encontrar. Si en la primera parte brillamos como el que más, en la segunda el sanchismo se ha revelado como un producto político desaseado en sus prácticas de gobierno, necio y destructivo respecto a las instituciones y tóxico para la convivencia. El problema es que este virus tiende a extenderse al organismo entero: cuando una democracia empieza a fallar en uno de sus componentes fundamentales, termina fallando en todos. Está por verse que, llegado el momento, la coalición sanchista acepte la alternancia y ceda el poder sin llevar al sistema a situaciones límite.
La Constitución de 1978 contiene un puñado de mandatos de cumplimiento obligado para sus destinatarios. Desobedecerlos es un acto de desacato constitucional, lo haga quien lo haga; pero resulta especialmente dañino si quienes ocupan el poder toman el desacato constitucional como costumbre y método de gobierno y ello se expande por toda la galaxia política.
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Ciertamente, fue un desacato constitucional por parte del PP sabotear durante varios años la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Pero quienes se lo reprocharon sin tregua lo han superado largamente en todos los terrenos. Es un desacato constitucional aún mayor pasar por encima de la obligación de presentar anualmente en el Parlamento un proyecto de Presupuestos Generales del Estado (la norma que dio sentido a los primeros parlamentos de la Historia, la única que la Constitución singulariza y exige sin excusa alguna). Lo es violentar reiteradamente el procedimiento legislativo ordinario para escaquearse de los controles preceptivos; o armar adefesios que contienen un pelotón de trucos, trampas y ardides sobre múltiples materias completamente heterogéneas y exigir que se firmen como contratos de adhesión. Es un descaro anunciar con chulería que prescindirás del Parlamento para gobernar y, entre tantas promesas falsas, cumplir precisamente esa. Y es una gamberrada política emboscarse en el Gobierno durante una legislatura completa con una coalición despedazada y sin asomo de mayoría parlamentaria.
Es desacato constitucional dejar al Estado indefenso frente a sus enemigos mediante el vaciado del Código Penal, con el único propósito de garantizar la impunidad a los aliados del Gobierno. Lo es ejecutar un plan de ocupación partidista de todos los espacios del Estado y de las principales empresas privadas del país. También lo es intimidar a los medios de comunicación adversos, invadir el espacio mediático mediante operaciones próximas al bandolerismo y usar los recursos del Estado (por ejemplo, la ingente publicidad institucional) para privilegiar a los sumisos y acogotar a los desafectos.
Lo es practicar el encubrimiento de los corruptos propios, la destrucción de pruebas y la obstrucción a la Justicia mientras se convierte la Fiscalía en una oficina gubernativa y se compromete a la Hacienda Pública y al Fiscal General del Estado en una maniobra sucia para lesionar a una adversaria política. Y sin duda, es un desacato constitucional en grado mayúsculo pretender someter al Poder Judicial a los designios y conveniencias de un Ejecutivo poseído por una insensata pulsión expansiva.
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Con todo, para quienes tomamos en serio la institucionalidad democrática resulta particularmente pestilente el olor a parcialidad partidista que emana la sede del Tribunal Constitucional, singularmente, la figura de su actual presidente. He pasado más de 40 años en el corazón del monstruo (la política profesional) y me creía curado de espantos. Personalmente, me resulta muy duro creer que el Tribunal Constitucional, constituido en una mayoría y una minoría férreamente militantes, ha olvidado su sagrada misión de interpretar la Constitución en su letra y en su espíritu, sus magistrados se han colocado los respectivos uniformes y se han sumado al combate legionario que hoy es la política española.
A este TC le suceden las peores cosas que pueden pasarle a un órgano de esa naturaleza: primero, que sus sentencias sean previsibles de antemano sin necesidad de saber nada de derecho. Basta saber a quién benefician o perjudican y echar cuentas. Segundo, que sea igualmente previsible el voto de cada uno de sus miembros. Y en cuanto a su presidente, que ninguno de sus once antecesores estuvo jamás contaminado como él lo está por la presunción de parcialidad. Lástima de carrera profesional de un buen jurista, pero desaprensivo. Legalmente sólo le queda un año en el cargo, pero ya está diseñado el plan para que el PSOE bloquee indefinidamente su sustitución. Por algo será.
Por no dejar sin respuesta mi primera pregunta: estamos ante la viva imagen de una democracia plena… en plena recesión.
¿Cómo calificar nuestra democracia en esta extraña etapa del sanchismo tardío? El presidente del Gobierno alardea mucho últimamente de que, en el famoso ranking de The Economist, España figura entre las escasas naciones que se califican como “democracias plenas”. Escuchándole, parecería que ha sido él quien ha conquistado personalmente esa posición de privilegio. O que él fundó la democracia misma. El adanismo es un afluente del narcisismo.