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El papa Bergoglio y la "osadía clerical" de Savater
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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El papa Bergoglio y la "osadía clerical" de Savater

En este tiempo, el catolicismo es una fe en retroceso acelerado; el poder político de la Iglesia católica está prácticamente extinguido; y también lo está su capacidad para prescribir las conductas y los modos de vida

Foto: Un libro de condolencias por el fallecimiento del papa Francisco, en la Nunciatura Apostólica en Madrid. (Europa Press/Antonio Gutiérrez)
Un libro de condolencias por el fallecimiento del papa Francisco, en la Nunciatura Apostólica en Madrid. (Europa Press/Antonio Gutiérrez)
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Nunca me gustó el papa Bergoglio, quizá porque desde mi primera adolescencia fui ateo, anticlerical y antiperonista. En la juventud simpaticé con la vieja y sabrosa tradición española de los llamados comecuras (aunque fue un disparate de los republicanos tomarlo al pie de la letra y dedicarse a quemar iglesias y disolver órdenes religiosas). La historia del poder reaccionario y heterónomo en España se resume en la alianza secular entre la Monarquía, el Ejército y la Iglesia; comenzar a disolverla y colocar a cada uno en su sitio fue uno de los milagros de la Transición. Conservo como reliquia un artículo, titulado Osadía clerical, que Fernando Savater publicó en El País en marzo de 1980 y provocó olas en la caverna. En aquel tiempo, la expresión "cura progresista" contenía para nosotros una contradicción insalvable (conste que mantengo mis dudas al respecto).

Savater -y yo detrás- seguimos perteneciendo al club de los librepensadores, aunque la edad fue templando los ardores juveniles y nos adentró en el dulce mundo de los matices. Sobre todo, comprobamos que se invirtió el origen de la amenaza: ahora la osadía clerical y el puritanismo represor provienen en gran medida de la versión retrógrada de la izquierda que, en lugares como España, ocupa el poder como unidad de destino en lo universal. Los hijos de los herejes de ayer pasaron a ser los inquisidores de hoy y el oficialismo usa la honorable palabra "liberal" como anatema cancelatorio.

Durante siglos, el Papa de Roma fue el individuo más poderoso de Europa. Ponía y quitaba reyes, urdía alianzas y prohibía o autorizaba casorios más o menos incestuosos entre las familias reales, organizaba guerras y bendecía matanzas pro domo sua. En cuanto al pueblo llano, dictaba normas inflexibles de vida y de cama: señalaba lo que podía y no podía hacerse, tutelaba la obediencia a los poderes terrenales ofreciendo el reino de los cielos a los sumisos y el infierno a los rebeldes, establecía dogmas bajo la estafa de la infalibilidad pontificia. Impuso el celibato a curas y monjas y la exclusión de las mujeres en el sacerdocio, dos anacronismos contra natura y razón que permanecen vigentes (el celibato está en la raíz de la pedofilia que desde tiempo inmemorial se practica y tolera en los colegios católicos). Y se autoatribuyó el monopolio de la educación con el consentimiento del Estado.

La Iglesia católica ha sido, desde su origen, una organización autárquica de poder. Quizá, la más perfecta -y desde luego, la más duradera- que se ha creado en la historia humana. Sigue siendo la única monarquía absolutista que pervive en el mundo occidental. Ninguna otra de las grandes religiones monoteístas se dotó de un aparato de poder universal, férreamente jerarquizado, con una persona en la cúspide proclamada nada menos que representante de Dios en la tierra.

Foto: Un cartel del papa Francisco en Singapur, el año pasado. (Getty/Ezra Acayan) Opinión

No obstante, visto desde otra óptica, no hay que ser laico, sino ciego, para ignorar su contribución gigantesca a lo que llamamos cultura occidental. Con sus luces y sus sombras, el cristianismo ha moldeado la historia de esta parte del mundo más y mejor que ninguna otra corriente de pensamiento. Guste o no guste aceptarlo, creyentes y no creyentes de varios continentes somos el producto del mundo cristiano. Y puesto que nos sentimos legítimamente orgullosos de nuestra cultura occidental (incluso abundan quienes la consideran superior a las demás), algún mérito histórico habrá que reconocer a la institución que, recibiendo la herencia de los antiguos griegos y romanos, le dio forma y puso en ella su sello indeleble. Es perfectamente compatible sentirse hijo de la cristiandad en términos culturales y ateo en cuanto a las creencias.

El caso es que todo ha girado drásticamente. En este tiempo, el catolicismo es una fe en retroceso acelerado; el poder político de la Iglesia católica está prácticamente extinguido; y también lo está su capacidad para prescribir las conductas y los modos de vida, incluso entre quienes creen que Jesucristo es el hijo de Dios. La Iglesia, nacida para gobernar a los humanos en todos los aspectos de la vida, es ya tan sólo un enorme decorado que, eso sí, permanece insuperado en su prodigiosa capacidad litúrgica, como comprobaremos de nuevo en los próximos días. En comparación con la solemnidad impresionante del ceremonial religioso, cualquier liturgia laica parece una bagatela.

Foto: El papa Francisco, junto al abad de un templo tibetano durante el encuentro interrelegioso y ecuménico que mantuvo en Mongolia. (Reuters)

Hablemos de España. En 1977, cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas, el 87% de los españoles se declaraban católicos: 67% eran practicantes y 20% no practicantes. En marzo de 2025, medio siglo más tarde, el porcentaje de católicos ha descendido al 54%: sólo el 18% es practicante y el 36% cree, pero no va a misa.

Así pues, el número de católicos ha descendido 33 puntos y los asistentes a misa han perdido ¡49 puntos! Hoy, 4 de cada 10 españoles se declaran no creyentes (agnósticos, indiferentes, ateos) y el 4% tiene otras religiones. A este ritmo, en muy poco tiempo la famosa frase de Manuel Azaña ("España ha dejado de ser católica") se habrá hecho estadísticamente cierta. En otros países europeos las cifras son aún más impresionantes.

Con todo, lo más significativo no es la mengua de los creyentes, sino la extinción del poder político y la influencia social de la Iglesia católica, incluso entre sus feligreses. Hace tiempo que la jerarquía eclesiástica renunció a determinar el voto de los católicos. De hecho, la mayoría de los creyentes rechaza que la Iglesia intervenga en los asuntos políticos y desvincula su decisión de voto de sus creencias religiosas. En cuanto a las costumbres, la capacidad prescriptora de la Iglesia está en trance de desaparición. Millones de creyentes se casan y divorcian, viven con parejas de hecho y cambian de pareja con frecuencia, usan masivamente métodos anticonceptivos, abortan cuando lo creen necesario y, por supuesto, no pisan una iglesia salvo para fines sociales: bodas, bautizos y comuniones.

Foto: Salvador Illa hoy en el Consell Executiu (EFE).–

No creo exagerado afirmar que nuestra sociedad se ha hecho laica en el mejor sentido de la palabra. La religión ha sido proscrita de la regulación de lo colectivo y ha regresado a su lugar natural, que es el ámbito íntimo de la conciencia personal. Tengo decenas de amigos, conocidos y colegas con quienes me relaciono regularmente y desconozco por completo cuáles sean sus creencias o descreencias religiosas. No porque el tema sea tabú, sino porque no interesa ni viene a cuento para mantener una relación normal y libre de prejuicios. Tal cosa era inconcebible hace sólo unas décadas.

Las intrigas palaciegas de la curia vaticana interesan a creyentes y no creyentes del mismo modo que lo hacen las historias de la familia real británica a monárquicos y no monárquicos. Las casas de apuestas ya cotizan la probabilidad de los distintos cardenales en el cónclave como si fueran caballos de carreras o cantantes de Eurovisión. La Navidad y la Semana Santa se han convertido en fiestas paganas de consumo universal, nada muy distinto a Halloween, el Black Friday o el puente de mayo. Y la Capilla Sixtina, un símbolo universal del turismo masivo de pantalón corto y selfis a granel.

Discutir a estas alturas sobre la naturaleza conservadora o progresista del papa Francisco o de su sucesor no pasa de ser un entretenimiento de tertulianos. Lo que pasa es que antes casi todos los Papas eran cardenales italianos (civilizados, cultos y más bien descreídos) y ahora llevamos una racha extraña: un integrista polaco, un teólogo alemán y un peronista argentino que ha pasado la mitad de su pontificado conspirando en la política de su país.

Foto: Varias personas acomodan un retrato del papa Francisco antes de una misa en su honor. (EFE/Isaac Fontana) Opinión
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Afortunadamente, ni Fernando Savater tendrá ya que volver a escribir su "osadía clerical" ni yo leerlo como las tablas de la ley. Ahora la amenaza para los librepensadores viene del lado opuesto, qué calamidad.

Nunca me gustó el papa Bergoglio, quizá porque desde mi primera adolescencia fui ateo, anticlerical y antiperonista. En la juventud simpaticé con la vieja y sabrosa tradición española de los llamados comecuras (aunque fue un disparate de los republicanos tomarlo al pie de la letra y dedicarse a quemar iglesias y disolver órdenes religiosas). La historia del poder reaccionario y heterónomo en España se resume en la alianza secular entre la Monarquía, el Ejército y la Iglesia; comenzar a disolverla y colocar a cada uno en su sitio fue uno de los milagros de la Transición. Conservo como reliquia un artículo, titulado Osadía clerical, que Fernando Savater publicó en El País en marzo de 1980 y provocó olas en la caverna. En aquel tiempo, la expresión "cura progresista" contenía para nosotros una contradicción insalvable (conste que mantengo mis dudas al respecto).

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