Las tres cosas esenciales que más sufren en la era sanchista son la convivencia civilizada en la esfera política, el imperio de la ley y la higiene en el espacio público. Por eso todo apesta
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/Eduardo Parra)
Si dejo pasar un año sin presentar mi declaración de impuestos, recibiré una sanción y pagaré lo que debía y algo más. Si lo hago durante varios años consecutivos, además de salirme carísima la chulería terminaré en un juzgado y pasaré una temporada en la trena; y si, además, me enrabieto y me dedico a injuriar públicamente al juez llamándolo prevaricador, me sobrarán tiempo y motivos para arrepentirme.
Si usted se salta un semáforo en rojo circulando a 100 por hora por el centro de una ciudad, como mínimo le caerá un multazo y tardará años en recuperar la montaña de puntos que le quitarán. Si recorre el Paseo de la Castellana o la Diagonal violando todas las señales de tráfico y los límites de velocidad, lo menos grave que le sucederá es no volver a conducir en su vida.
Las leyesregulan con detalle lo que los ciudadanos podemos o no podemos hacer; cuando actuamos en contra de la ley, sabemos con certeza lo que nos espera. Y no es sólo por un razonable ánimo punitivo, sino porque la impunidad es muy contagiosa y cosas tan elementales como pagar impuestos o respetar el código de la circulación o la propiedad ajena no pueden dejarse a la buena fe del personal.
Por desgracia, no sucede lo mismo con los poderes públicos. La Constitución y las leyes que ordenan el funcionamiento de las instituciones están repletas de mandatos, deberes o exigencias cuyo cumplimiento es imperativo. Pero en numerosos casos no existe la norma correlativa capaz de obligar a su cumplimiento o corregir el desacato legal.
Cuando se instala el principio de la mala fe institucional, todas las normas devienen meramente declarativas: es decir, entramos en el territorio resbaladizo de la anomia política, en el que cualquier trapisonda es posible. Si el maestro trapisondista resulta ser el encargado de gobernar la nación, estamos perdidos por partida doble: porque, sintiéndose omnipotente, pronto cogerá gusto a las golferías y porque con cada una de ellas sentará un precedente que reproducirán quienes vengan detrás.
En el origen más remoto de los parlamentos está la potestad de conocer, discutir y aprobar o no las cuentas públicas. Hasta los monarcas medievales se sometieron a esa obligación. En la era moderna, sustraer esa capacidad a los representantes del pueblo marca una de las líneas en que la frontera entre la democracia y la autocracia se hace borrosa hasta tornarse invisible.
No cabe interpretación alternativa: cuando en el transcurso de una legislatura llega el 30 de septiembre y el Gobierno no ha presentado en el Congreso el proyecto de presupuestos del Estado, ese gobierno se coloca fuera de la Constitución. Si lo hace con reiteración, se coloca fuera de la Constitución de modo permanente. Y no existe argumento de conveniencia política que exima de ese deber.
Convertir la presentación del presupuesto en un acto voluntario que depende de que la votación pueda ganarse es el primer paso para hacer lo mismo con todos los demás mandatos constitucionales, hasta que llegue el día en que alguien, con el mismo criterio, sienta la tentación de hacer también voluntaria la convocatoria de las elecciones.
Todo es cosa de empezar: si el presupuesto del Estado puede prorrogarse indefinidamente a conveniencia del gobierno de turno, ¿por qué no prorrogar también las legislaturas hasta estar seguro de ganar las elecciones? El principio argumental sobre el que se sostiene lo primero es idéntico al que se utilizaría para sostener lo segundo. Es, sencillamente, un acto consciente de subversión constitucional.
Escuchando a Sánchez, Montero y compañía, parecería que se avienen a presentar el presupuesto -después de una legislatura en blanco- como quien concede una gracia. Está por ver si lo presentan o no: no hacerlo sólo sería repetir la misma trola del año anterior y del anterior del anterior, así que ya tienen costumbre. Si algo han perdido por completo este presidente y su Gobierno es la presunción de veracidad. Más bien está sólidamente instalada la presunción contraria.
El problema es que el legislador constituyente emitió el mandato presupuestario pero no creó ningún mecanismo para garantizar su cumplimiento, de tal forma que la Constitución y el propio Parlamento quedan indefensos ante la arbitrariedad del poder ejecutivo que emana de ellos.
Quizá pudo pensarse en alguna clase de recurso de amparo de las Cámaras ante el Tribunal Constitucional, puesto que se les está impidiendo ejercer su función y, por tanto, ellas mismas quedan fuera de la ley. Pero sucede que en este, como en tantos otros casos similares, aparece la misma excusa: nadie pudo imaginar que un Gobierno democrático osara declararse en rebeldía presupuestaria durante varios años sin recibir un castigo fulminante de la sociedad.
Tienen parte de razón quienes así razonan. El caso es que este Gobierno se ha declarado en rebeldía no solo contra el artículo 134 de la Constitución, sino contra el principio de legalidad como fundamento del sistema político. Y que no es infrecuente encontrar personas de trayectoria democrática intachable -incluso con experiencia de gobierno al más alto nivel- dispuestas a justificar lo que no habrían consentido en ningún momento anterior de sus vidas, y a dar por buena cualquier cosa que se haga para impedir el Supremo Mal, que parece ser la alternancia en el poder.
Es lo que tiene la polarización como estrategia: cualquier mal se considera menor al mal resultante de que el enemigo alcance el poder o se mantenga en él. Avanzando por ese camino, cuando quieres darte cuenta te has cargado la democracia.
No son sólo los presupuestos. Con esa lógica se ha hecho posible pervertir por completo los procedimientos legislativos, bloquear durante años la renovación de los órganos constitucionales (repito: la impunidad es muy contagiosa), impedir la tramitación de más de cien normas que la presidenta del Congreso mantiene secuestradas por temor a que este Gobierno minoritario pierda las votaciones, enviar un buque militar a una zona en guerra sin permiso del Congreso, suprimir el debate del estado de la Nación, usar los Gobiernos autonómicos como fuerza organizada de choque contra el Gobierno central y viceversa, subastar el Estado por parcelas, embestir al Poder Judicial, defender a corruptos, corruptas y corruptes según el color de su camiseta…
Las tres cosas esenciales que más sufren en la era sanchista son la convivencia civilizada en la esfera política (con peligro creciente de que la grieta se extienda a la esfera social), el imperio de la ley y la higiene en el espacio público, transformado en sucio campo de batalla. Por eso todo apesta.
Los miembros de este Gobierno prometieron o juraron "cumplir fielmente las obligaciones del cargo con lealtad al Rey y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado". Mentira múltiple: ni cumplen sus obligaciones fielmente, ni son leales al Rey (ni al Estado), ni guardan la Constitución ni, por supuesto, se ocupan de hacerla guardar. Ellos y quienes los sostienen tendrán tiempo y motivos de sobra para arrepentirse.
Si dejo pasar un año sin presentar mi declaración de impuestos, recibiré una sanción y pagaré lo que debía y algo más. Si lo hago durante varios años consecutivos, además de salirme carísima la chulería terminaré en un juzgado y pasaré una temporada en la trena; y si, además, me enrabieto y me dedico a injuriar públicamente al juez llamándolo prevaricador, me sobrarán tiempo y motivos para arrepentirme.