El regreso de la barbarie verbal a la política española
Al parecer, para Pablo Iglesias el trabajo de la Policía es apalear ciudadanos sospechosos de derechismo. En su defecto, esa tarea cívica corresponde a las brigadas antifascistas que él apadrina
El presidente en funciones de la Generalitat valenciana, Carlos Mazón, comparece ante la comisión de la dana. (Europa Press/Ananda Manjón)
El 27 de octubre de 2024, en una circunstancia trágica, el presidente de la Generalitat Valenciana desatendió gravemente las obligaciones de su cargo. Tanto, que quedó radicalmente descalificado para continuar en su puesto. Aun a riesgo de crear un vacío de poder y dejar descabezada la institución durante un largo período, debió dimitir. El trauma colectivo fue tal que su permanencia al frente del Gobierno autonómico resultaba insoportable para la población; y no sirve argüir que el Gobierno central, que actuó de forma artera y desleal, ha logrado irse de rositas de la catástrofe. Nadie dijo que la política profesional sea un juego justo.
Mazón ha resultado ser un político incapaz, que probablemente nunca debió alcanzar un puesto de tal responsabilidad. Su torpe codicia de poder tiene algo que ver con el hecho de que hoy Alberto Núñez Feijóono sea presidente del Gobierno. Únicamente la laxitud insensata con la que los partidos seleccionan a sus candidatos explica la regresión de la especie que padece nuestro sistema político. Si Mazón es culpable de negligencia, al menos en la misma medida lo son quienes, conociéndolo, lo elevaron a un puesto muy por encima de su capacidad.
Ahora bien: lo que digo de Mazón puede aplicarse, corregido y aumentado, a la mayoría de los diputados de la comisión de investigación sobre la dana que este lunes montaron el linchamiento incivil de una persona que ya ha abandonado -con un año de retraso- su responsabilidad política y, con toda certeza, estará pasando los días más amargos de su vida.
Es altamente probable que muchos de esos diputados no pasarían un escrutinio de urbanidad elemental, que todo su mérito para alcanzar el escaño derive del servilismo a los caciques locales de su partido, que ignoren por completo para qué sirve un Parlamento (ni falta que les hace) y que su comportamiento salvaje se deba únicamente al deseo de puntuar ante sus jefes, que les exigen una cuota diaria de sangre enemiga para sostenerse en el escalafón.
Las crónicas de la sesión se asemejan más a la de una batalla tabernaria de gamberros beodos que a la de un debate parlamentario en una democracia avanzada. Homicida, miserable, criminal, psicópata, mala persona…"Mazón al paredón" fue la consigna que orientó la cacería. Se le acusó de provocar personalmente la riada y desear la muerte de más de doscientas personas, se le preguntó si había llevado muda limpia a El Ventorro para después de sus presuntos escarceos sexuales, se le deseó que pasara el resto de su vida en la cárcel…
Escuchando a la turbamulta de diputados sedientos (ellos sí) de sangre humana, parecería que Mazón es un Voldemort de la política, un ser omnipotente capaz de domar a la naturaleza y que su sola presencia en el puesto de mando aquella tarde habría bastado para detener las aguas y contener la tragedia. Ojalá. En realidad, es tan sólo un pobre hombre al que los hechos le pasaron por encima, como le habrían pasado estando en su puesto de trabajo y como, sin ninguna duda, le pasarían a la colección de hienas parlamentarias que el lunes se repartieron su piel.
"Ojalá estas palabras resuenen durante toda su vida en su cabeza: usted es el responsable de la muerte de 229 personas", le dijo Ione Belarra a modo de maldición. Y yo digo que, desastre por desastre, prefiero mil veces a Mazón en El Ventorro que a Belarra en un despacho oficial en medio de una tragedia.
Por desgracia, lo sucedido en esa sesión no es la excepción, sino la norma en nuestro Parlamento. En los discursos del lunes se cometieron varios delitos de injurias, calumnias y contra el honor de las personas, impunes únicamente por un abuso sistemático de la inmunidad parlamentaria, que se inventó para amparar la libertad de expresión de los diputados, no para incitar jaurías. Parece existir una relación directamente proporcional entre el fracaso del Parlamento en sus funciones constitucionales y la ferocidad con la que se expresan sus miembros.
Mientras, incluso el hecho de salir a la calle puede resultar peligroso si algo te identifica políticamente. Recientemente, un periodista de El Español que hacía su trabajo en la Universidad de Navarra recibió una paliza potencialmente mortal de una manada de bárbaros que ni siquiera le preguntaron por sus ideas políticas: lo asaltaron por la credencial.
Los tipos son fácilmente reconocibles por las imágenes disponibles. Uno esperaría que pocas horas después estuvieran en comisaría y después ante un juez. Pues no. Están tranquilamente en sus casas y el ministro del Interior, como el Gobierno entero, recibió la noticia con un silencio cósmico, en parte vergonzante y en parte cómplice. Es fácil imaginar qué habría sucedido si el periodista apaleado fuera un reportero de El País y los de la partida de la porra militantes de Vox.
Luego apareció Pablo Iglesias y, además de cubrir de elogios a los camaradas de la camorra, entre otras enormidades soltó esta: "Si la Policía no hace su trabajo, tendrán que hacerlo los antifascistas".
Al parecer, para el exvicepresidente del Gobierno el trabajo de la Policía es apalear ciudadanos sospechosos de derechismo. En su defecto, esa tarea cívica corresponde a las brigadas antifascistas que él apadrina.
Esa brutalidad verbal tampoco mereció comentario oficial, como no lo ha merecido la brutalidad material de las patotas navarras. Inevitablemente, mi mente evocó las camisas pardas de las juventudes hitlerianas, los guerrilleros de Cristo Rey del franquismo o las partidas de milicianos y/o las falanges joseantonianas que, en la guerra civil, te metían en una checa o te daban el paseo definitivo. O por quedarnos más cerca, los simpáticos muchachos de la kale borroka o los CDR en Cataluña, beneficiarios de la amnistía sanchista. Siempre habrá voluntarios para ocuparse de los trabajos de limpieza política que la policía no hace.
La penúltima consigna de Podemos es "reventar a la derecha". No ganar, superar o incluso derrotar, sino precisamente reventar. También se lo oímos en la tribuna a la inefable Belarra, pero no fue un desliz. Pocos días antes, Iglesias formuló esta oferta formal a los compañeros del Partido Socialista: "Para reventar a la derecha española y a sus activos políticos, aquí nos tenéis para llegar a donde sea necesario". Como no ha habido respuesta, se supone que Moncloa evalúa la propuesta, que vale nada menos que cuatro votos en el Congreso. Ni un solo partido de la amalgama oficialista levantó la voz ante la invitación de "reventar" a la derecha. Ni siquiera los de derechas.
La historia muestra que la barbarie verbal suele preludiar la otra barbarie; la que, al final del camino, ya no se cuenta en palabras gruesas, sino en cadáveres. Y a la política española ha regresado la barbarie…de momento, verbal.
Carlos Mazón, ese pésimo presidente autonómico, está condenado a ir con escolta el resto de su vida. Pedro Sánchez, ese otro pésimo presidente, jamás podrá pasear sin protección por ciertos barrios de Madrid. Si eres periodista y vas a cubrir un acto en una universidad, mejor que los amigos de Iglesias no te vean la credencial. Nos está quedando un país estupendo.
El 27 de octubre de 2024, en una circunstancia trágica, el presidente de la Generalitat Valenciana desatendió gravemente las obligaciones de su cargo. Tanto, que quedó radicalmente descalificado para continuar en su puesto. Aun a riesgo de crear un vacío de poder y dejar descabezada la institución durante un largo período, debió dimitir. El trauma colectivo fue tal que su permanencia al frente del Gobierno autonómico resultaba insoportable para la población; y no sirve argüir que el Gobierno central, que actuó de forma artera y desleal, ha logrado irse de rositas de la catástrofe. Nadie dijo que la política profesional sea un juego justo.