Tribuna
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Togas para la dignidad
Todos somos conscientes de la crisis que la Justicia atraviesa, lo cual no es sino el inevitable reflejo de la crisis de la sociedad
Según datos del Consejo General de la Abogacía (CGA), en España hay 247.197 abogados, de los cuales, 154.314 son ejercientes. Otras fuentes, también dignas de crédito, apuntan que en nuestro país la tasa de abogados por número de habitantes —2,9 por 1.000— es de las más altas de Europa, solo superada por Liechtenstein, Grecia, Italia y Luxemburgo. Aparte de que las cifras me traen a la memoria aquel personaje de Baroja que en El tablado de Arlequín dice que “en España todo el mundo es abogado, mientras no se pruebe lo contrario”, lo más llamativo del exceso inflacionista de abogados es que al cabo de 10 años de colegiación, alrededor del 40% abandona el ejercicio de la profesión por falta de trabajo o porque el poco que tienen apenas da para cubrir gastos.
Este preámbulo viene a cuento de mi propósito de comentar las elecciones que mañana se celebrarán para elegir nuevo decano del Colegio de la Abogacía de Madrid (ICAM) —el censo de abogados es de 75.239— y renovar la junta de gobierno, a las que concurren siete candidaturas que, según he podido leer en sus respectivos programas, tienen como objetivo común un cambio de rumbo de la actual situación colegial y, lo que es más relevante, de ideas y postulados. No sé quién dijo que con el deseo pueden verse los fantasmas que no se ven con el sentido de la vista, pero el pensamiento me sirve para afirmar que mal arte de vendedor es ofrecer un producto que de antemano se sabe que no va a responder a las expectativas. Téngase presente que una de las leyes de la publicidad es que siempre hay clientes dispuestos a dejarse engañar, pero ninguno que tolere ser defraudado, sensación que, al parecer, predomina en la abogacía madrileña al hacer balance de los cinco años de mandato del todavía decano, al que imputan errores, cuantitativos y cualitativos, como el haber propiciado, a primeros de año, la presencia en la sede colegial de la ministra de Igualdad, Irene Montero, quien aprovechó la invitación para ofender a la judicatura española y hablar de “Justicia patriarcal” y de “prácticas judiciales machistas”.
Vaya por delante mi confianza en que todos los aspirantes a presidir el Colegio de Abogados más grande de España se mueven esperanzados por lograr una abogacía digna y que eso es lo que les anima en su proyecto de cambio. Mis respetos, pues, hacia ellos, por poner a contribución su esfuerzo y su capacidad para alcanzar la meta. Tan es así que con la finalidad de colaborar en esos programas de cambio, me permito brindar unas cuantas cavilaciones que se me han ocurrido a bote pronto o sobre la marcha. Veamos.
1. Lo primero que habría que hacer es preguntarse ¿para qué y para quiénes sirven los abogados? Desde luego, la razón de ser del abogado es defender al cliente, pero también a la Justicia con mayúscula. No se me oculta que si se pregunta a la gente, la contestación unánime sería que para un abogado antes que la razón de la ley está la razón de su defendido. ¿Ayudamos al tribunal o procuramos cegarle? Mi respuesta es tajante. Cuando un abogado acepta una defensa, es porque estima, aunque sea erróneamente, que la pretensión de su defendido es justa, lo que no quita que si los abogados no tuvieran más misión que convencer a los jueces de las excelencias de sus defendidos, entonces el fin público de la Justicia más que servido, resultaría defraudado. No siempre cuando triunfa el cliente triunfa la Justicia.
2. Una segunda exigencia ineludible es garantizar la formación integral del abogado. La abogacía es sinónimo de técnica. También un arte y como todas las artes necesita un andamiaje científico. Mas esa capacidad de aplicar el derecho se basa en otras circunstancias que no conviene olvidar. Hace falta que los abogados sean también hombres y mujeres de pensamiento, aptos para discutir sobre cuestiones filosóficas y científicas. El lema ha de ser el de “abogados, los justos y bien escogidos”. Reconozco el poder taumatúrgico de algunos letrados que, además, generan buenas dosis de confianza en la parroquia, pero hay casos en los que la abogacía es sinónimo de apariencia sin ciencia, de retórica sin sustancia, o, lo que es igual, un modelo de abogado que en la Revolución francesa llegó a definirse como “personaje de lengua fácil y de conciencia aún más fácil”.
"Por encima de todo, el abogado ha de ser una persona de paz, un árbitro"
3. Tan justo y necesario como lo anterior es que la profesión de abogado recupere la buena reputación que tuvo en tiempos idos. No se trata de adquirir el prestigio que alcanzó en la Grecia clásica, con personajes como Pericles o Demóstenes, o en Roma, donde los abogados eran vistos como oráculos de la Justicia y premiados con honores, gracias y privilegios, pero al menos es preciso que la ciudadanía perciba a los abogados como profesionales que contribuyen al sostenimiento de los principios básicos de un Estado de derecho. Por encima de todo, el abogado ha de ser una persona de paz, un árbitro conciliador del estilo que Abraham Lincoln recomienda en sus Notes for a Law Lecture y que escribió cuando ejercía la abogacía en Illinois: "Desalentad los pleitos. Persuadid cuanto podáis a vuestros vecinos para llegar a un arreglo (…); como pacificador, el abogado tiene una espléndida oportunidad de ser un buen hombre".
4. Es obligado conseguir que la libertad en el ejercicio de la abogacía sea realidad y no un espejismo. Pedir justicia en libertad, quizá sea una de las mayores satisfacciones de la abogacía, siempre, claro está, que se haga en la incansable búsqueda de la verdad y en el empeño por que la justicia triunfe, aunque, a decir verdad, esa libertad no está pasando los mejores momentos. Tomo prestadas las palabras que Raymond Poincaré pronunció en el centenario del restablecimiento en Francia de la Orden de Abogados: "El abogado, de tejas abajo, no tiene otro señor que el derecho". Aparte de este peligro, la libertad en el ejercicio de la abogacía tiene otros riesgos cuya enumeración sería prolija. El compañerismo, eso que a veces ayuda, también desilusiona; los contactos políticos que a algunos tanto ilusionan, también esterilizan; la vanidad y la ambición que a menudo y a bastantes, desgraciadamente, impulsan, a la larga detienen.
5. Hay que hacer todo lo posible, sin regatear esfuerzos, para que la abogacía estreche los lazos que siempre sirvieron de cordón umbilical con la magistratura. Siendo, como son, ramas de un mismo árbol, los jueces y los abogados, incluidos los que ayer y anteayer fueron jueces y fiscales, deben trabajar en perfecta armonía. La no infrecuente falta de consideración hacia el abogado por parte de algunos funcionarios acomplejados, es un lamento a formular por mucho que duela a los responsables, empezando por miembros de la magistratura y del Ministerio Fiscal que miran al abogado no como un coadyuvante en quien confiar sino como un enemigo del que hay que protegerse.
En fin, termino, porque esta tribuna no tolera el abuso. Lo hago señalando que, a decir verdad, estas palabras que se acaban hubieran podido titularse Togas para el porvenir de la abogacía, pues visto lo que llevo escrito, resulta que en esto es en lo que he pensado mientras lo hacía. También en que me considero amigo de algunos miembros de las candidaturas al Colegio de la Abogacía de Madrid. Mas si alguien pensase que para defender las ideas expuestas, quizá tendría que haber hecho públicas mis preferencias, la respuesta es que afecto y amistad no quieren decir dependencia ni complicidad.
"Somos conscientes de la crisis que la Justicia atraviesa, inevitable reflejo de la crisis de la sociedad"
Todos somos conscientes de la crisis que la Justicia atraviesa, lo cual no es sino el inevitable reflejo de la crisis de la sociedad. La Justicia, más que cuestión de Estado, lo es de supervivencia del Estado y a caballo de esa situación es como el buen abogado anda y desanda un camino repleto de afanes y vicisitudes. Sí; hay que cambiar el mundo de la abogacía, empezando por ponerse al servicio de la jJusticia en singular y en contra de las falsas plurales justicias que tanto y tan a menudo confunden a la ciudadanía.
Otrosí digo: las insidias y nada ingenuas descalificaciones lanzadas por el presidente del Gobierno, miembros del mismo y algunos diputados, sobre el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, constituyen un feroz ataque a la independencia judicial, cuyas heridas pueden tardar en curar muchos años y dejar secuelas irreversibles.
Segundo otrosí digo: la independencia judicial es un principio constitucional que pertenecen, por igual, a todos los ciudadanos. Hacer excepciones es propio de una concepción totalitaria de la Justicia, concebida como un instrumento de poder. Los que la entienden de esa manera, son los que jalean o machacan a los jueces en función de si les son útiles o no.
Tercer otrosí digo: la actitud de la magistratura frente a los agravios y ultrajes sufridos representa un gran ejemplo. Los buenos jueces españoles, que son muchos, saben que el oficio de juzgar al prójimo es una servidumbre que ha de llevarse con resignada compostura. El hombre ecuánime y sereno siempre perdona a sus ofensores.
Según datos del Consejo General de la Abogacía (CGA), en España hay 247.197 abogados, de los cuales, 154.314 son ejercientes. Otras fuentes, también dignas de crédito, apuntan que en nuestro país la tasa de abogados por número de habitantes —2,9 por 1.000— es de las más altas de Europa, solo superada por Liechtenstein, Grecia, Italia y Luxemburgo. Aparte de que las cifras me traen a la memoria aquel personaje de Baroja que en El tablado de Arlequín dice que “en España todo el mundo es abogado, mientras no se pruebe lo contrario”, lo más llamativo del exceso inflacionista de abogados es que al cabo de 10 años de colegiación, alrededor del 40% abandona el ejercicio de la profesión por falta de trabajo o porque el poco que tienen apenas da para cubrir gastos.
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