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El otoño no ha sido invitado a la cumbre de Glasgow
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Joaquín Araujo

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El otoño no ha sido invitado a la cumbre de Glasgow

Etimológicamente, otoño quiere decir el tiempo de lo cumplido. Lo prometido por la primavera y cocinado por el verano está ahora listo para llenar nuestras despensas, cocinas y estómagos

Foto: Estampa otoñal de un hayedo en Navarra. (EFE/Jesús Diges)
Estampa otoñal de un hayedo en Navarra. (EFE/Jesús Diges)

Casi nunca, casi nadie invita a sus reuniones a lo más importante. A lo que Goethe calificó como: “Todo el contento de la vida cífrase en el retorno regular de las cosas exteriores. La sucesión del día y de la noche, de las estaciones, de las flores y los frutos…”, es decir, que siempre hemos confiado —de ahí los más elementales sentimientos de seguridad para la supervivencia— en que la natura cumplirá su promesa de volver a empezar. Mucho más aún se confió en que la cosecha llegaría en su momento oportuno, por tanto, con la maduración.

Estas floraciones a destiempo, por tanto destinadas a la nada, se parecen mucho a las 26 COP: son hermosas, pero no darán fruto

El otoño nos acerca ese momento. De hecho, etimológicamente quiere decir el tiempo de lo cumplido. Lo prometido por la primavera, cocinado por el verano, está ahora listo para nuestras despensas, cocinas y estómagos. Acaso sea mejor empezar a no usar el presente. Demasiadas tareas de la natura ya solo han pasado, viven en lo anterior a la catástrofe que inunda.

Por supuesto que la sucesión de los procesos, la circularidad de los ciclos y la rítmica cadencia de los grandes acontecimientos del calendario natural no han sido invitados a exponer sus quejas. En realidad, tendríamos que calificarlos más bien como alaridos.

Foto: Nada otoña mejor que un bosque. (Unsplash/@rgaleria) Opinión
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Los que acompañamos a la vida, los que auscultamos sus síntomas y procuramos transmitirlos a nuestra ciega y sorda especie, no podemos estar más alarmados. Verán.

El 30 de octubre, como en tantos otros otoños de los últimos 15 años, me llamó la atención que muchas de las encinas que hacen compañía a mi soledad emboscada presentaban una suerte de corona de pálidos verdes.

Pronto identifiqué el novedoso color como abundantes brotes tiernos. El calor de octubre y unos buenos chaparrones habían puesto en marcha una conducta primaveral. Pero no era eso lo que más volvió a zurriagarme. Porque enseguida pude observar otras galas en las encinas. ¡No pocas estaban floreciendo!

placeholder Los colores del otoño, reflejados en el agua. (Reuters)
Los colores del otoño, reflejados en el agua. (Reuters)

Se trata de una tragedia. Pequeña —e insisto en este concepto siempre que puedo— si la comparamos con la mucho mayor que supone el que seamos tan pocos los que consideramos tragedia que los árboles se equivoquen.

Es la inducción al fracaso. Estas floraciones a destiempo, por tanto destinadas a la nada, se parecen mucho a las 26 COP. Son hermosas, pero no darán fruto, que es para lo que flores y cumbres climáticas han sido inventadas.

El otoño, al que el imperialista verano le ha robado no menos de cinco semanas, también fracasa al mantener las hojas en los árboles durante un mes más que hace 40 años. No menos al haber detenido no pocas migraciones en latitudes mucho más septentrionales. No menos la absoluta irregularidad con que los imprescindibles hongos inician su temporada de reproducción, eso que también nosotros celebramos, pues lo hacen con la erupción de las setas.

placeholder Una seta en otoño. (José Luis Gallego)
Una seta en otoño. (José Luis Gallego)

Es decir, que el calendario de la vida tropieza y hasta cae cuando colisiona con este clima cada día más esclavo del calor. Es, al menos para los todavía imbricados en las tramas vitales, la más dura y pavorosa de las manifestaciones de la catástrofe climática. Porque hieren en su justa mitad a ese contento que aseguran los retornos regulares, la sucesión de las estaciones, su creatividad

Terminó Goethe la frase del comienzo con estas palabras: “Si no tenemos capacidad receptiva para tan magníficas ofrendas [el retorno regular, recuerden], sobreviene el mayor mal, la enfermedad más grave, y entonces la vida se convierte en odiosa carga”.

Foto: El río Ara en el Pirineo aragonés.

Pues eso. Para que no sea odioso el otoño, hasta hace poco dador de los mejores colores y olores, pero actualmente malherido, casi asesinado. Para que estos meses sean los de la acogida de centenares de millones de aves migratorias. Para que las cosechas, entre ellas las dos principales, aceite y vino, sigan generando futuros, será conveniente que la transparencia del aire sea, ya, el primer objetivo de esta civilización.

Casi nunca, casi nadie invita a sus reuniones a lo más importante. A lo que Goethe calificó como: “Todo el contento de la vida cífrase en el retorno regular de las cosas exteriores. La sucesión del día y de la noche, de las estaciones, de las flores y los frutos…”, es decir, que siempre hemos confiado —de ahí los más elementales sentimientos de seguridad para la supervivencia— en que la natura cumplirá su promesa de volver a empezar. Mucho más aún se confió en que la cosecha llegaría en su momento oportuno, por tanto, con la maduración.

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