Emboscadas
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La cultura de la Tierra también puede colapsar
Cada día desaparecen de este mundo no menos de diez, acaso cien, especies de los cinco reinos de la vida. La llamada 'sexta extinción' arrecia en todos los puntos del planeta
Malo es perder algo de tu propiedad por lo que sentías especial devoción. Mucho peor, por supuesto, resulta extraviar lo que era de todos. Incalificable cuando, además, el extravío es fruto de la voluntad. Cuando se arroja a la desaparición nada menos que nuestro primer patrimonio. Tragedia si, además, se decide borrar de todos los futuros lo que todavía no habíamos encontrado. Sobre todo cuando lo que hay por conocer resulta manifiestamente inmejorable.
Esta paradoja bien merece la invención de una nueva palabra. La enormidad de la desgracia, con la consiguiente imposible cuantificación, es uno de los perfiles de nuestro tiempo: tan devorador él que se lleva por delante casi todo lo logrado y no poco de lo desconocido. Por tanto, términos como desastre/devastación o desvalijar/derrochar, resultan del todo insuficientes.
Otros como crisis, bancarrota o inflación permiten saber, casi siempre, el montante de lo especulado, sustraído o defraudado. Por supuesto, sigue faltando algo, no solo en el léxico, que mida la profundidad del pozo en el que estamos cayendo. Algo imposible si no añadimos las pérdidas, las que suponen, insisto, todo lo que carece todavía de nombre y utilidad.
En cualquier caso, lo menos aireado es precisamente lo más grave, entre otros motivos, por la evidencia de que no existe posible reparación. Ni la más avanzada tecnología puede resucitar lo que no deja rastro genético alguno. Es, por tanto, la muerte más muerte, la que interrumpe para siempre la sucesión. La muerte, en fin, hasta de los muertos. Porque si bien la vida y la muerte resultan inseparables, a la postre, el gran logro de lo que vive es que puede seguir haciéndolo, de alguna manera, en su propia descendencia. Herencia hereditaria, como acuñó certeramente Fernando Gómez Aguilera, director de la Fundación César Manrique. Pero ¿de qué estoy realmente escribiendo?
Quiero compartir con ustedes el desgarro que siento por el superlativo despropósito que supone el que cada día desaparezcan de este mundo no menos de diez, acaso cien, especies de los cinco reinos de la vida.
La merma de las poblaciones de los otros animales son de perfiles absolutamente catastróficos. La llamada sexta gran extinción es una realizada más que corroborada. Todos los que nos dedicamos a compartir instantes con el resto de lo viviente hemos visto desplomarse las poblaciones de centenares de especies a una velocidad que muchos especialistas valoran en mil veces mayor que en cualquiera de las extinciones pasadas. En líneas generales, se puede afirmar que, como mínimo, hemos perdido algo más del 50% de la vida espontánea tan solo en los últimos 50 años.
Pero volvamos sobre lo que ni siquiera podemos hacer un balance tan catastrófico. Porque lo que se extingue en el silencio de lo desconocido es todavía mayor. Es decir, que desaparece lo todavía no contemplado. Nos arrebatamos el placer del descubrimiento. Nos amputamos el perseguir los infinitos misterios que todavía esconde lo no destruido.
Miles, acaso millones de especies, han desaparecido para siempre sin que nadie las haya visto, clasificado y mucho menos bautizado. Perder a los sin nombre se merece, insisto, un nuevo nombre. Son ausencias que jamás llegaron a la condición de presencias. Por eso algunos las echamos todavía más de menos que si las hubiéramos conocido. Pura desgracia. Arreciada tanatasia.
La natura es cultura
La múltiple multiplicidad de la vida, acaso más de 30 millones de especies, es la sabiduría misma del planeta, su cultura y su historia. Por tanto, de lo que estamos escribiendo es del colapso de la gran sabiduría, la de la natura, capaz de dar millones de soluciones al viejo problema de vivir y perdurar a través de la herencia genética.
Uno de los datos que mejor pueden ayudarnos a comprender el tamaño de nuestra ignorancia parte de las fiables estimaciones de los biólogos marinos especializados en los abismos oceánicos.
Nos aportan el dato de que solo han entrado en contacto con una de cada diez mil especies que allí, en la oscuridad absoluta, viven. Conviene tener presente, al respecto, que en esa ingente masa de no contactados nunca se esconde todo lo que podamos imaginar. Es más, gracias a las ya inventariadas, sabemos que no pocas pueden resultarnos imprescindibles.
Es decir, que perdemos lo que estaba esperando a ser descubierto para solucionar nuestros problemas. De ahí que no resulte equivocado considerar que una de las mejores inversiones posible sea el mantenimiento de lo que todavía existe, pero no lo sabemos y mucho menos para qué sirve en concreto, pero sí que nuestra supervivencia depende, sobre todo, de lo vivo desconocido.
Malo es perder algo de tu propiedad por lo que sentías especial devoción. Mucho peor, por supuesto, resulta extraviar lo que era de todos. Incalificable cuando, además, el extravío es fruto de la voluntad. Cuando se arroja a la desaparición nada menos que nuestro primer patrimonio. Tragedia si, además, se decide borrar de todos los futuros lo que todavía no habíamos encontrado. Sobre todo cuando lo que hay por conocer resulta manifiestamente inmejorable.
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