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La decadente experiencia de viajar en avión
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Javier Molina

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La decadente experiencia de viajar en avión

Por ley de la demanda, el descenso de precios empieza a atraer a más pasajeros, se llenan los vuelos y se gana eficiencia. Pero este incremento lleva aparejado la reducción de la experiencia de usuario

Foto: Antes, viajar era otra cosa... (Foto: Reuters)
Antes, viajar era otra cosa... (Foto: Reuters)

Hubo un tiempo en el que tomar un avión, bien por motivos de negocio, por placer u obligación, representaba una experiencia positiva que se afrontaba con ganas y hasta cierto grado de ilusión. Los procesos hasta la llegada al aeroplano eran sencillos y ágiles, el trato a bordo era correcto y ante la existencia de un problema, como la pérdida de una maleta o la necesidad de información ante un retraso, se recibían soluciones de forma más o menos eficientes por parte del personal responsable. Recuerdo que para los niños, las pinturetas que se le regalaban y ayudaban a pasar más rápido el trayecto, eran todo un éxito. La amabilidad en las puertas de embarque eran la tónica habitual, el espacio para las piernas era suficiente y hasta el refrigerio que te servían constituía un detalle valorado por el pasajero.

Sin embargo y si ha viajado en avión durante los últimos 15 años, habrá experimentado cómo la industria de la aviación ha cambiado por completo. Ahora, entre las colas eternas y los vuelos repletos, el mínimo espacio entre asiento y asiento, el olor de la burguer que ha subido a bordo el pasajero sentado a tu lado, la lucha contínua por colocar el codo en la barra separatoria de los asientos como forma de recuperar espacio, el observar atónito la pelea, insultos y llegada del personal de seguridad incluidos, en la puerta de embarque del pasajero que no quiere pagar por subir la maleta, el ser incapaz de encontrar a personal alguno cuando te retrasan o cancelan la salida programada, la desaparición hasta de los cacahuetes y el agua que te daban, y tener que pagar por un asiento si no quieres terminar colocado al lado del baño, la experiencia es ciertamente decadente.

Foto: Foto: Yatch Charter Fleet Opinión

La desregulación que se introdujo en el sector aéreo a finales de los años 70 supuso el inicio del gran cambio. Tanto precios como destinos eran fijados hasta entonces, por la agencia gubernamental correspondiente, haciendo que las compañías aéreas se preocupasen de atraer a sus clientes en base a vuelos más frecuentes, comidas a bordo de cierta calidad y una atención casi personalizada. Sin embargo, esa situación provocaba la ineficiencia del sector y limitación a la entrada de nuevos jugadores. Al cambiar la legislación y permitir que las compañías aéreas pudieran establecer sus rutas y los precios, el sector inicia un nuevo periodo donde se asiste a la entrada de competidores y a una reducción de los precios de los billetes aéreos. En Estados Unidos, se calcula que la caída del precio medio para volar sufre un descenso del 30% entre 1976 y 1990.

Por pura ley de la demanda, el descenso de precios empieza a atraer a más pasajeros, se llenan los vuelos y se gana eficiencia. Pero este incremento de la compra de billetes lleva aparejado la reducción de la experiencia de usuario. Aparece la “business class” para atender a aquellos pasajeros que aún demandan esos servicios pero, dada la locura desatada por dar con precios baratos, esa clase termina desapareciendo en los vuelos de corta duración, se reduce sensiblemente en los de media y sólo se mantiene en los de largo recorrido a cambio de unas tarifas imposibles. El pasajero prima precio sobre el resto de factores y las compañías responden incrementando el número de asientos disponibles en el mismo avión.

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Es interesante ver como, en el caso de Estados Unidos y en el de nuestro propio país, se produce una verdadera revolución en el sector. En el primer caso, entre 2005 y 2015 se pasa de 9 compañías aéreas principales a un total de 4, dejando por el camino fusiones y quiebras de varias de ellas. La situación de oligopolio provoca alzas de tarifas al producirse esa concentración hasta que, la llegada de las compañías “Low Cost” empiezan a operar y lograr un gran éxito.

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En España, por ejemplo, el número de pasajeros transportados por estas últimas compañías superó hace años, a las tradicionales. El siguiente gráfico muestra el número de pasajeros transportados por compañía aérea en 2017.

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En este entorno y desde un punto de vista de inversión, no se han visto diferencias significativas entre invertir en el S&P500 y en uno de los ETFs de transportes (IYT). Existe uno específico de compañías aéreas que se lanzó en 2015 (JETS) con similares resultados. Si un inversor hubiera destinado 10.000 USD al SPY o al IYT en 2005, hoy tendría 30.568 en el caso del S&P500 y unos 32.200 USD en el caso del ETF de transportes, con tasas anuales del 8,21% y 8,61%.

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Así las cosas, la experiencia de usuario ha caído y seguirá la misma tendencia en el futuro. Ryanair, por ejemplo, ha manifestado su deseo de instalar un sistema de asientos donde iremos casi de pié en su afán de conseguir tarifas aún más económicas. Existen buscadores, como el de AirHint, que se dedican a calcular la probabilidad existente (para ciertas compañías) de asistir a una reducción de precios entre hoy y el día seleccionado para volar. Si observo un viaje de ida entre Madrid y Palma, la aplicación me muestra la compañía con el vuelo más barato y la probabilidad de que pueda adquirirlo por debajo de ese nivel. En este caso y para un vuelo el día 11 de abril, el precio es de 50 euros y mejor que lo compre pues, según sus algortimos basados en el estudio histórico, solo hay un 10% de probabilidad de asisitr a reducciones de precios.

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En este entorno de sofisticación máxima en la caza de la ganga, no es de extrañar que estemos ya cambiando la experiencia de volar por la de lograr el mejor precio posible. Ya no importa que nos metan como sardinas en filas de hasta nueve asientos, o que se pasen de los 71 centímetros de las Low Cost a los proyectados 57 del proyecto Skyrider 2.0 pues, el precio, justificará tan nefasta experiencia de volar bien apretados. La compañía ganará más al poder transportar más pasajeros, sus acciones subirán de precio y nosotros asumiremos que, si el viajero que va de pié a nuestro lado se le ocurre estornudar, no habrá como protegerse.

Hubo un tiempo en el que tomar un avión, bien por motivos de negocio, por placer u obligación, representaba una experiencia positiva que se afrontaba con ganas y hasta cierto grado de ilusión. Los procesos hasta la llegada al aeroplano eran sencillos y ágiles, el trato a bordo era correcto y ante la existencia de un problema, como la pérdida de una maleta o la necesidad de información ante un retraso, se recibían soluciones de forma más o menos eficientes por parte del personal responsable. Recuerdo que para los niños, las pinturetas que se le regalaban y ayudaban a pasar más rápido el trayecto, eran todo un éxito. La amabilidad en las puertas de embarque eran la tónica habitual, el espacio para las piernas era suficiente y hasta el refrigerio que te servían constituía un detalle valorado por el pasajero.

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