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Desnudo de certezas

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Comprendo que no es un pensamiento políticamente correcto, pero, probablemente, la corrección política sea hoy en día, como una nueva escolástica, la mayor limitación que tenemos

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En su último libro, recién publicado, el economista y Premio Nobel, Robert Shiller, pone en relación la generación y asunción de narrativas con las decisiones económicas. Los relatos que nos cuentan, o nos contamos, sobre cómo es la realidad, y que admitimos como buenos, condicionan nuestras decisiones. Las económicas, las políticas y las de todo tipo.

Estamos rodeados de historias. En otro interesante libro, también reciente, el exestratega de Google, James Williams, nos explica cómo todos los impactos que recibimos diariamente multiplicados por la capacidad de invasión que genera la digitalización están limitando nuestra capacidad de elegir libremente. Ahogados en lo que él denomina “economía de la atención”, la invasión de las narrativas y el bombardeo digital pueden terminar por generarnos un despiste respecto a nuestros objetivos en la vida y en nuestros valores. Él lo denomina distracción epistémica.

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Pero la llave de nuestro GPS, desde hace mucho tiempo, ya no son los argumentos racionales. Si quieres manipular a alguien, lo que hace falta es generarle la emoción adecuada y será a partir de esa emoción donde aparecerán las razones. Somos seres racionalizadores mucho más que seres racionales.

Y, como era de esperar, las emociones negativas funcionan mucho mejor para esto que las emociones positivas. En política, la indignación es la base del populismo, de uno y otro signo, que se ha apoderado de todo y afecta también a todos los partidos. Y en economía, la envidia sigue siendo una palanca difícilmente superable. Todo deseo es la imitación del deseo de otro, como explicó concienzudamente, René Girard. Igual que no hay pensamientos genuinamente originales y el plagio es realmente un problema de inmodestia, también queremos lo que tienen, hacen y son los otros, que para eso todos los seres humanos somos iguales.

Higinio Marín, que también acaba de publicar nuevo libro con La Huerta Grande, afirma que “estar en el mundo requiere comprenderlo” y, realmente, el drama de la manipulación es ese. No solamente se limita la libertad y se restringen las posibilidades de los manipulados, sino que, a la larga, estos serán menos felices y el mundo será mucho peor.

Y esto puede ocurrir incluso sin que medie la maldad. Como dice Jonathan Haidt, la buena voluntad y las malas ideas pueden generar un efecto terrible. La tesis que comparte con Greg Lukianoff en The Coddling of the American Mind es que lo políticamente correcto y las redes sociales nos llevan al desastre por la vía de una mala forma de educar que se va generalizando. El tridente letal es decirles a los jóvenes que, por un lado, eviten el esfuerzo y, por otro, prioricen sus emociones y sus sentimientos y, una vez que todo haya salido mal, buscaremos unos malos para echarles la culpa.

Comprendo que no es un pensamiento políticamente correcto, pero la corrección política es la mayor limitación que tenemos hoy en día

No tener responsabilidad es poco útil, pero muy cómodo. Ya no hay deberes. ¿Cómo podría haberlos si el mundo está dominado por los malos y mi obligación moral es desobedecer?

Pero cada vez hay más derechos. Si mis sentimientos son soberanos, podré tener derecho a todo lo que se me ocurra y, por lo tanto, se crean derechos todos los días. Cuando están en campaña electoral, es decir, siempre, los partidos políticos también inventan derechos que puedan venirle bien a su electorado. Entre los nuevos derechos que he descubierto últimamente hay uno que me parece fantástico y que está en el nuevo catecismo de Más País. Es el “derecho al futuro”. Ya no es a un buen futuro, a un futuro digno o a un futuro sostenible. Es la sinécdoque máxima del todo por la parte. “No hay futuro” es el mantra de una religión que puede ser muy peligrosa. Creo que una activista contra el cambio climático proponía hace unos días en Estados Unidos que empezáramos ya a comernos a los niños porque en unos meses será tarde. Que no hay futuro, será, para quién se lo crea, la perfecta profecía autocumplida.

El futuro, a pesar sus negacionistas, se acerca a nosotros implacablemente a una velocidad de sesenta segundos por minuto y de sesenta minutos por hora. Y pronto tendremos que volver a tratar de tener un gobierno, a hablar de Cataluña, de Brexit, de Trump, de guerra comercial, de cambio climático…

Pero, mientras todos estos desenlaces calamitosos llegan, también sería interesante vivir un poco. El optimismo y el pesimismo son solo cuestiones de medida y de plazo. Pensando en la especie y en los hijos de los hijos de nuestros hijos, por lo que más deberíamos preocuparnos el por la Ley de la Gravedad. Nuestra querida tierra acabará desapareciendo inapelablemente no sin antes ser abrasada por un sol en el que colapsarán todos los planetas.

Comprendo que no es un pensamiento políticamente correcto, pero, probablemente, la corrección política sea hoy en día, como una nueva escolástica, la mayor limitación que tenemos para comprender adecuadamente el mundo y a nosotros mismos.

En su último libro, recién publicado, el economista y Premio Nobel, Robert Shiller, pone en relación la generación y asunción de narrativas con las decisiones económicas. Los relatos que nos cuentan, o nos contamos, sobre cómo es la realidad, y que admitimos como buenos, condicionan nuestras decisiones. Las económicas, las políticas y las de todo tipo.

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