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Desnudo de certezas

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Hasta que los corderos se conviertan en leones

Tenemos todavía demasiados pocos datos para la profusión de teorías, de todo tipo, que se han generado desde el principio de la crisis de la Covid-19.

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Tenemos todavía demasiados pocos datos para la profusión de teorías, de todo tipo, que se han generado desde el principio de la crisis de la Covid-19. Ignoramos mucho más de lo que podemos saber y no somos capaces de reconocerlo, ni siquiera después del revolcón que nos está dando la realidad estos días.

Pero, desde la falta de certezas, que es el lema de este blog, sí se pueden empezar a señalar algunas ideas que surgen de la atípica experiencia que estamos viviendo.

En primer lugar, me parece que la humanidad, enfrentada a una decisión moral absolutamente crítica, salvar al mayor número de personas vulnerables a cambio de comprometer su futuro, ha tomado la decisión adecuada y esto debe enorgullecernos como miembros de nuestra civilización. Como dijo la antropóloga Margaret Mead, el primer vestigio de civilización que apareció en el registro fósil, fue una rotura de fémur sanada y ahora, decenas de miles de años después, la compasión se ha impuesto en todo el mundo, como guía de nuestras decisiones.

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A partir de ahí, la gestión de la crisis por parte de los gobiernos no está brillando por su eficacia o, al menos, no lo está haciendo respecto a las altas expectativas que teníamos sobre nosotros mismos. Ciencia y política no están haciendo, de momento, un buen binomio, mientras que, al mismo tiempo, las sociedades y los individuos están sacando su mejor versión y de forma mayoritaria se están comportando de una manera ejemplar.

Desde hace años, tenemos problemas con las metáforas y, una vez más, hemos vuelto a elegir una metáfora inadecuada. Se hizo mal el 11 de septiembre del 2001 y seguimos perseverando en el error. No estamos, afortunadamente, enfrentándonos a una guerra. No hay un enemigo al que combatir. El virus carece de intencionalidad y no tiene ningún plan. De hecho, no podemos aspirar a eliminarlo, sino que nuestro objetivo será ser capaces de convivir con él.

La dialéctica de guerra y la apelación a la soberanía (y a los estados de excepción que definen al soberano), nos han hecho refugiarnos en las dimensiones nacionales y perder la perspectiva global y la capacidad de coordinación supranacional que hubieran sido tan necesarias. Corremos el riesgo de identificar al enemigo con aquellos países que compran el material que nosotros necesitamos o que limitan nuestra capacidad de financiación.

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La retórica del estado de excepción bélico hace que nuestros dirigentes, imbuidos de pasadas experiencias históricas, traten de convencernos del heroísmo que supone quedarse en casa, con discursos descontextualizados. Como le escuché decir a Carlos Alsina hace dos semanas: “Estamos emulando a Churchill por encima de nuestras posibilidades”.

Vivir la dictadura “de facto” que supone un estado de excepción, nos está haciendo dar valor muy especial a la libertad, a la que estamos dispuestos a renunciar temporalmente, igual que a otros derechos, en función del bien común. Pero, al experimentar su ausencia, nos va a reforzar a todos hacia una mayor exigencia de su restablecimiento y de su cuidado a futuro. En la medida que el Leviatán de Hobbes se empieza a desencadenar, nuestro nivel de exigencia con la eficacia en la gestión del Estado y con su respeto por nuestros derechos fundamentales crece día a día en el confinamiento de nuestros hogares.

Mi mayor crítica a los políticos profesionales en estas semanas, que es extensible a todos los que sin serlo han entrado en la dinámica de la radicalización, tiene que ver con su incapacidad manifiesta de encontrar un mínimo común denominador para, desde la unidad, trabajar en aportar las mejores soluciones.

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No han faltado en estos días pensadores de todo cuño que, partiendo de sus ideologías más o menos confesadas, han explicitado ya una teoría de cómo será el próximo orden mundial que surgirá después de la catarsis. Normalmente, esta visión, suele coincidir con su propia idea del nuevo “fin de la historia” en el que veremos consumarse sus teorías anteriores. Con la crisis, todo el mundo tiene un argumento nuevo al que espera poder torturar lo suficiente para “no desperdiciar la oportunidad” de que, ahora sí, las cosas sean como, para ellos, siempre habrían debido ser.

De esta forma, la excepcionalidad de la situación, unida a las ideologías a las que nadie está dispuesto a renunciar, se han convertido en una fuerza de centrifugación peligrosamente radicalizante, cuando lo que realmente necesitamos es, precisamente, todo lo contrario.

En la película sobre Robin Hood dirigida por Ridley Scott y que protagonizó Russell Crowe se hace referencia a la fuerza que tendría contra la injusticia la movilización de la gente normal. “Until lambs become lions” es el lema que queda escrito en la piedra. Y este es el que me gustaría que quedara como mi deseo en estos días. Espero que surja una revolución de los moderados, de los que han estado siempre silenciosos y se han dedicado siempre a cumplir con su deber cívico, que creen en los consensos y que han ido viendo como se ha radicalizado todo, a un lado y a otro del espectro político. Y que ahora, convertidos en leones por las circunstancias, utilicen la mayoría que siempre han sido para imponerse sobre la cansina radicalidad que nos rodea.

Tenemos todavía demasiados pocos datos para la profusión de teorías, de todo tipo, que se han generado desde el principio de la crisis de la Covid-19. Ignoramos mucho más de lo que podemos saber y no somos capaces de reconocerlo, ni siquiera después del revolcón que nos está dando la realidad estos días.

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