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Santiago Satrústegui

Desnudo de certezas

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El chivo expiatorio

Los oportunistas van a tratar de aprovechar la crisis desde la radicalización, pero creo que, hay una mayoría moderada, y de momento silenciosa, que al final volverá a triunfar

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Una de las sensaciones personales que he tenido al tratar de analizar las consecuencias provocadas en Occidente por la pandemia del covid-19, y de la que más me he sorprendido yo mismo, es la de habernos convertido, de repente todos, en mucho más “contemporáneos” de momentos de nuestra historia no tan recientes. Ya sabíamos que la historia no había terminado, para disgusto de Fukuyama, pero se suponía que se habían alcanzado, en algunos ámbitos, niveles que nos situaban ya muy lejos del siglo XX y, ya no digamos, de los tiempos de la Ilustración, de Napoleón o de la guerra civil estadounidense.

La crisis que estamos viviendo está poniendo en cuestión ámbitos tan diversos como la capacidad del conocimiento científico, la adecuación de los sistemas políticos y económicos o los principios y valores en los que se basan nuestras sociedades occidentales. Y lo está haciendo gracias a una torpe gestión y a una radicalización de los herederos de los dos modelos que protagonizaron los más terribles desastres del siglo pasado, los nacionalismos totalitarios y el comunismo. Y, como estamos viendo, da igual el signo político de quien esté gobernando. El juego de la radicalidad refuerza a corto plazo a los gobiernos y les permite atrincherarse en el estado de alarma para defenderse mejor, debilitando lo que hasta ahora habían sido los equilibrios de poder clásicos de las democracias liberales.

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Resulta curioso porque, en lo económico, esta vez parece que están mucho mejor enfocadas las cosas. Con la respuesta generalizada de los bancos centrales y los planes de ayuda previstos por los gobiernos, se mantiene el optimismo en los inversores de que los efectos se puedan superar en unos cuantos trimestres. Incluso en Europa, donde las cosas no habían empezado a hacerse de forma muy coordinada a cuando estalló la pandemia, el paso que han dado Francia y Alemania hacia una solución solidaria marca un camino muy positivo para el futuro de la Unión Europea, que era uno de los riesgos fundamentales al principio de la crisis.

En lo social, en cambio, hemos vivido un experimento único. Aterrorizados por un virus, que todavía seguimos sin comprender muy bien cómo actúa y cómo va a evolucionar, hemos optado por aplicar las técnicas ancestrales de defensa frente a las epidemias y nos hemos confinado en nuestros hogares de la misma forma que se hizo hace 100 años con la injustamente llamada gripe española. Afortunadamente nos diferencia una mucho mejor sanidad, pero fuera de ello las soluciones planteadas han sido sorprendentemente rudimentarias y, aún ahora mismo, tremendamente arbitrarias.

La Ilustración supuso enfrentar la razón al mito y es esta liberación del mito la que debería protegernos definitivamente frente a los totalitarismos. Pero el miedo y, sobre todo, la sensación de culpa ofrecen una oportunidad demasiado apetitosa para dominar a las masas prometiéndoles su seguridad si están dispuestas a abrazar un nuevo planteamiento totalitario sea ya este un nacionalismo o un planteamiento ideológico o de clase. Escribía precisamente en este medio Argemino Barro un artículo que titulaba “La edad de oro de los extremistas” que refería a Estados Unidos, pero que nos sirve muy bien para definir lo que esta pasando en otras partes del mundo y también en España. Le cito refiriéndose a los radicales de cualquier signo: “Como un espejo, el caos refleja para cada uno sus fantasías más salvajes: los sueños apocalípticos que llevan acariciando desde hace años”. Los radicales han visto su oportunidad y están desgraciadamente arrastrado con ellos a políticos que se suponían más moderados, pero, sobre todo, y desgraciadamente, a una parte muy importante de la sociedad que sufre el shock situacional de la crisis y del confinamiento.

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Como explicaba muy bien René Girard en su libro “El chivo expiatorio”, el totalitario asume la formula del mito y, ante un desastre natural o un desajuste social que degenere en el caos, propone la solución de sacrificar a un supuesto responsable al que se le atribuye la culpa y cuya eliminación aliviará la responsabilidad de todos. Es lógico que cada bando radicalizado sitúe fuera del sistema al otro bando que desde sus respectivos puntos de vista es aquello de lo que la sociedad se tendrá que librar para que las cosas por fin sean como deberían haber sido.

La naturaleza emocional y atávica de estos sentimientos, que vienen de la época en la que los seres humanos formaban hordas, exime por supuesto de cualquier tipo de racionalidad. Se puede, por ejemplo, destruir una estatua de Winston Churchill en nombre del antifascismo prácticamente el mismo día que se conmemora el desembarco de Normandía. Cuanto más absurdo el gesto, mejor. Y eso sí, solamente cada facción radical podrá dar credenciales de pureza y el mayor culpable será aquel que trate de encontrar algún consenso o no sea suficientemente parcial en la crítica.

Tratar de debilitar en estos momentos instituciones tan fundamentales para nuestras sociedades como la policía o las fuerzas armadas me parece especialmente peligroso y, desde luego, es absurdo extrapolar a Europa o a España lo sucedido en Estados Unidos. La defensa de nuestro sistema, de nuestro modelo de sociedad y de nuestros valores, que les hemos encomendado a la policía y al ejército en nuestro modelo político, les debería situar como algo inviolable y, bajo ningún concepto, se debe tolerar que se les convierta en el chivo expiatorio de esta crisis.

Lo acontecido en los últimos 250 años en Occidente, a pesar de todos los errores cometidos, ha llevado al conjunto de los seres humanos a la mejor situación de bienestar agregado y de respeto de derechos de toda la historia. Ahora tenemos una crisis que nos va a poner a prueba y que, como estamos viendo, van a tratar de aprovechar los oportunistas desde la radicalización, pero creo que, hay una mayoría moderada, y de momento silenciosa, que al final volverá a triunfar.

Una de las sensaciones personales que he tenido al tratar de analizar las consecuencias provocadas en Occidente por la pandemia del covid-19, y de la que más me he sorprendido yo mismo, es la de habernos convertido, de repente todos, en mucho más “contemporáneos” de momentos de nuestra historia no tan recientes. Ya sabíamos que la historia no había terminado, para disgusto de Fukuyama, pero se suponía que se habían alcanzado, en algunos ámbitos, niveles que nos situaban ya muy lejos del siglo XX y, ya no digamos, de los tiempos de la Ilustración, de Napoleón o de la guerra civil estadounidense.

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